Diario de un encierro. Día XXXVI






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Pensaba dejar a Sabina en paz hasta que pasara el confinamiento, entretenerme con otros clásicos, descubrir nuevos autores, explicar la vida, y la muerte, a través del silencio. Pero, qué cojones, llevamos treinta y seis días confinados, lejos, en muchos casos, de los seres queridos, si no han muerto, separados de amores recién nacidos o exiliados mientras por el hilo musical suena un popurrí de los Lunnis, el Dúo Dinámico y la banda sonora de Qué bello es vivir que otros quieren contrarrestar con el vuelo de los cazas, el acechante planeo de los buitres y la cabecera del NO-DO.

A veces pienso que, de no haber estado convaleciente tras su reciente caída del escenario, Joaquín podría estar al frente del gabinete de crisis y dirigirlo con mayor pericia que quienes han tenido la desgracia de hacerlo. Y al frente de la FEB, si me apuran, llegando a pactos entre caballeros a altas horas de la madrugada en uno de esos bares que usaba de oficina. Y no solo por su acertada predicción sobre el mes de abril, sino por la cantidad de versos proféticos que entonces sonaban a simple canción de amor y que ahora, sin embargo, explican punto por punto los sentimientos que se acumulan tras este cierre por derribo: los clientes del bar, uno a uno, se fueron marchando.

He vuelto a Sabina ante el silencio de las instituciones deportivas, ante el chantaje emocional al que nos vemos sometidos constantemente, cuando se nos recuerda que cualquier movimiento fuera de nuestro domicilio puede ser el aleteo de esa mariposa que provoque una tempestad en el resto del mundo, o el que mate a nuestro padre o abuelo: por favor, no apriete el gatillo. Nadie es un héroe por quedarse en su domicilio, está claro, pero cuando se abran las puertas muchos seremos pájaros de Portugal, ya saben, sin dirección, ni alpiste, ni papeles, condenados a arroparse con la sensatez del desvarío.



Se nos exige que el fin del mundo nos pille bailando, en casa, por supuesto: una pareja de policías custodia el bulevar de los sueños rotos. Están vigilados los tejados por los que nos movíamos como gatos sin dueño, se recomiendan máscaras antigás, se nos recetan pastillas para no soñar, pero están agotadas en las farmacias.

Perdonen que el trigésimo sexto día de encierro no hable de baloncesto. Pero más que clínics, opiniones o especulaciones sobre el futuro del bloqueo directo, a la España de la cuarentena le urge que alguien componga su particular “De purísima y oro”, un nuevo himno generacional de quienes se vieron sorprendidos por la penúltima venganza de la naturaleza, el enésimo fracaso de la arrogancia antropológica y su deriva. Toca renovar el vestuario, usar vocabulario de época, encontrar el paralelismo para el siguiente verso: para la tisis, caldo de gallina.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

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