Quien tiene un equipo...





Ayer, como en la letra del bolero de Sabina, la noche quiso alargarse más de la cuenta. Nos dieron las diez, las once y las doce. Y como podéis suponer, también la una, las dos y las tres. Celebrábamos, y no es plural mayestático, la victoria en la final de la I edición de la Liga Senior Interprovincial Zamora-Salamanca ante el potente equipo de Carbajosa. 


Pero esta entrada no aspira a ser, en caso alguno, una crónica de lo sucedido ayer en el pabellón Ángel Nieto de Zamora. Esa ingente labor; por todo lo que sucedió, por las idas y venidas en el marcador y por lo emocionante de los últimos minutos, se la dejo a otros. Hoy quiero hablar de la riqueza, de sentirse rico y, también, ingenuo de mí, de la felicidad.



La felicidad, legítima aspiración de todo ciudadano, concepto indeterminado en cuya búsqueda tantos y tantos fracasan a diario, tiene tantas caras como personas habitan este planeta. Dicen algunos, los educados en la cultura del poderoso caballero, que la felicidad es fortuna material, acumulación de bienes y comodidades y ostentación de riqueza. Dicen otros, los que en su vida utilizaron el papel moneda, los que se debaten día a día entre la vida y la muerte en los países que los ricos llaman subdesarrollados, que la felicidad está en las pequeñas cosas. Sus rituales, lejos de realizarse en grandes centros comerciales o lugares paradisíacos, consisten en danzas y cánticos que les ayudan a mantener viva la llama de la esperanza.



Por su parte, religiones procedentes del lejano oriente, especialmente el budismo, entienden que la felicidad se encuentra en el interior de uno mismo, que es un estado espiritual de paz y satisfacción que pasa por entregarse y no por recibir. No aspirarían a la felicidad, por tanto, los autocomplacientes, los que se consideran un regalo de la creación. Ni los hedonistas, ni los sibaritas. Y es que la felicidad, al menos en este concepto, es austera en lo económico e íntegra en lo moral.



En el deporte, ya que nos ponemos, parece evidente la asociación entre la felicidad y la victoria. “De los perdedores nadie se acuerda” dice el dicho. “El segundo es el primero de los perdedores”, dice otro. “Las finales están para ganarlas”, dice un tercero. Y no seré yo quien discuta la veracidad de estas afirmaciones. Los tres se han instalado en el lenguaje de la competición y si lo han hecho es porque tienen un trasfondo. El triunfo, a fin de cuentas, es la prueba documental de un trabajo bien hecho, el matasellos que autentifica meses y meses de entrenamientos. Pero hay más cosas.



La felicidad en el baloncesto, personalizo ya este post, es más budista que epicúrea, pasa más por dar que por recibir. Es, además, un estado interior de autosatisfacción que incluye como aditivos el dolor, el cansancio, la frustración,... En el baloncesto, como en todos los deportes, no hay margen para la autocomplacencia.



La felicidad, sigo con el budismo, es un camino y no un destino, un proceso y no un fin. Sin restar importancia al triunfo, creo firmemente que se puede ganar aun cuando el marcador refleje en el casillero de tu equipo menos puntos que en el del contrario. Porque ganar es vaciarse, ganar es ser un buen compañero, ganar es cumplir con lo pactado y hacer las cosas bien.



Esta mañana puedo afirmar que durante casi cuatro años he experimentado este tipo de felicidad. Porque en el Bambú Legends además de celebrar triunfos que igual que fueron, pudieron no ser, (no en vano tanto las semifinales como las finales las ganamos en la prórroga) he padecido dolor y he convivido con la frustración. Me he entregado y me he vaciado. ¿Y sabéis qué es lo mejor de todo? Que lo he hecho con sumo gusto, en la búsqueda de una causa colectiva que está por encima de cualquier interés individual. Y es que estar en un equipo, palabra de uso manido y a veces maniqueo que llena bocas estando muchas veces, vacía de contenido, supone todo eso.


Dicen, seguimos con los dichos, que quien tiene un amigo tiene un tesoro. Yo, por mi parte, les invito a comprobar lo que se siente al tener como amigo, no a una persona, sino a un equipo. Porque felicidad, querido lector, es también poder experimentar la sensación de nunca sentirse solo, la palmada de quien te sabe con dudas, el grito de quien te siente bajo de aliento.



Nunca, en estos casi cuatro años jugando para el Bambú Legends de Cabrerizos, ni siquiera cuando los amaneceres se tiñeron de gris y las noches se hicieron demasiado largas, me he sentido solo. Una causa, un escudo y doce compañeros (en realidad más, porque en el Bambú no sólo somos un equipo, sino una gran familia que crece con los años) me lo recordaron en cada momento. No fue necesaria la victoria de ayer. Hubiera firmado estas líneas también en la derrota. Porque quien tiene un equipo lo tiene siempre. Porque fue el camino el que nos hizo realmente grandes y dichosos.



Aun así, a pesar de darle una relativa importancia, siento que la victoria fue más que merecida. Por eso se la quiero dedicar a los que en el pasado formaron parte del equipo y no pudieron experimentar su distinguido sabor. A los que aún están y me acompañan en las duras batallas sobre el parqué, sólo puedo darles las gracias. 

Os citaría a todos, pero teniendo en cuenta lo grande que es la familia Legend, incluyendo a sus seguidores, correría el inasumible riesgo de dejarme a alguno en el tintero. En fin, gracias. No puedo decir más.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Titulares de un 9 de mayo







El sistema educativo español está en huelga. Protesta, de esta manera, contra la nueva ley de educación, contra la nueva herencia que un ministro quiere legar para ese libro en constante renovación que se titulará, cuando se publique, “Los desastres de la historia”. Pero qué quieren que les diga, a mí esta huelga me la trae bastante floja. Me alinearé con los que protestan cuando expresen sus quejas trabajando. Porque hacer huelga carece de valor cuando el resto de los días, los presuntamente lectivos, languidecen entre el aroma del café y el tacto de los huevos. Porque eso, tomar café (cervezas, porros) y tocarse los huevos (whatsapp, twitter,...) es, ni más ni menos, lo que hacen el ochenta por ciento de los estudiantes en todos los niveles educativos de nuestro país. Así, una crisis inducida, no seré yo quien lo niegue, por especuladores que se mueven en mercados etéreos, se vuelve más peliaguda cuando la sociedad civil habla a través de altavoces sin tener nada que decir. Porque nada se puede decir si nada se sabe. Y nada se sabe si nada se lee o estudia.



Creo tanto en esta huelga como en el Día de Europa, en Europa y en la Unión Europea. Quizá Robert Schumann o Jacques Delors creyeran firmemente en esta idea. Puede, sólo puede, que se gestara en condiciones sobrias sin alcohol ni drogas de por medio. Lo cierto es que todo ha devenido en un esperpento, en un ir y venir de fondos que a algunos les facilitó la vida, pero que para muchos no va más allá de unos cuantos carteles y unas pocas carreteras que, se supone, habrían de conectarnos con el corazón de Europa y que, sin embargo, nos han conducido a sus cloacas.



De las cloacas debe proceder, también, la genial idea de realizar una película sobre la no vida de Messi. Porque ya me dirán qué puede tener de interesante la historia de un chico de 25 años que ha pasado la mayor parte de sus días jugando al fútbol. Además, ¿qué clase de detalles podrán añadir que no hayan desvelado ya Marca, As, Sport o el Mundo Deportivo? Hace dos días celebrábamos (porque cualquier recuerdo a su figura es una celebración) el segundo aniversario de la muerte de Severiano Ballesteros. Sus orígenes humildes, su carácter pionero (jugar al golf en España en los años 70), su impacto en el mundo del golf (el equipo de Ryder Cup de Gran Bretaña e Irlanda se transformó en el equipo europeo gracias a él) y sus batallas perdidas ante las lesiones de espalda y, en última instancia, contra la propia muerte, son un diamante en bruto que un buen cineasta o literato no debería dejar pasar. Eso, claro, si la familia otorga su beneplácito. Y es que Messi ya existió. Se llamaba Maradona y, por lo pronto, vengó el orgullo de todo un país marcándole a Inglaterra el mejor gol de la historia del fútbol. Un gol, por cierto, que algunos quisieron comparar con el que Messi le marcó al Getafe en una semifinal de la Copa del Rey. Messis hubo y habrá, pero, jamás, en esta vida o en la otra, en este planeta o en el de más allá, nacerá otro Severiano Ballesteros.



Por otro lado, justifico así la presencia de estos párrafos en un blog de baloncesto, quiero invitaros a utilizar los playoffs de la NBA como antidepresivo. No hay nada como levantarse temprano para ver los partidos de la noche sin tener que aguantar los vanguardistas análisis de los especialistas del Plus. Para mayor satisfacción de quien les habla, las cuatro series de semifinales de conferencia se encuentran igualadas y para mayor gloria de nuestro deporte algunos jugadores están elevando su nivel de juego hasta rozar, cada noche, cotas históricas. Disfruten, les recomiendo, con la técnica individual de Thompson, Curry, Carmelo o Kevin Durant, con el juego en el poste medio de Randolph, Gasol, Bosh o Duncan, con el juego físico y a la par talentoso de Paul George, Harrison Barnes, Iman Shumpert o, en su versión más avanzada, del propio Lebron James. Y no olviden volverse literalmente locos con esos jugadores que sin estar bendecidos por el Dios de la canasta, temen tanto a la derrota que juegan al baloncesto con una pasión desbordante. Podría decir varios nombres, pero sólo me parece justo escribir uno: Joakim Noah, el único y verdadero defensor del año en la NBA.





En este 9 de mayo, día de tantas cosas, quiero recordarles que mañana empieza la Final Four de la Euroliga. El Real Madrid busca venganza, el Barcelona sobrevivir, el Olympiakos revalidar el título y el CSKA, así lo veo yo, demostrar su superioridad. Los rusos son los favoritos. Los españoles, los candidatos. 



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Indiana no entiende de "Meccas"






La geografía mundial está llena de templos sagrados, de iconos de un pasado más o menos reciente que aún sigue definiendo nuestras vidas. Por otro lado, a estas reliquias históricas hay que añadir las nuevas mezquitas o sinagogas del mundo moderno, esos sumideros de población que basan su atractivo en comida grasienta o en ropa fabricada por manos esclavas.



Pues bien, el mundo del deporte no es ajeno a esta simbología. Una ruta de las catedrales no podría excluir Twickenham (rugby), Wembley (fútbol) o Saint Andrews (golf). En ellas se sentaron las bases de los diferentes juegos y en ellas, también, se vivieron acontecimientos únicos que marcaron una época. Las nuevas catedrales, las que el nuevo mundo importó a imagen y semejanza de la añeja Europa, habría que situarlas en el estadio Azteca (fútbol), en el Bronx (Yankee Stadium para el béisbol), en Kentucky (carreras de caballos) o en el Augusta National (golf) por poner sólo algunos ejemplos.



En el baloncesto, en cambio, esto no está tan claro. James Naismith sentó sus reglas en Massachussets, pero como su deporte no alcanzó cuotas inmediatas de éxito, sería impropio citar aquel YMCA como la catedral del baloncesto. La verdadera disputa se da entre Chicago y Nueva York. Los argumentos utilizados, en ambos casos, no pasan de meros sofismas, de razonamientos lógicos posteriores a la conclusión. Los que creen que es Chicago se apoyan en la cantidad de jugadores que se hicieron a sí mismos en sus calles (George Mikan, Tim Hardaway, Isiah Thomas o Dwyane Wade) y, claro, aprovechando los tiempos victoriosos de los Bulls de los 90, reclamaron para sí este carácter sacro. Pero claro, tampoco es corta la nómina de jugadores con ADN neoyorquino que han triunfado en nuestro deporte (Abdul Jabbar, Michael Jordan, Carmelo Anthony). Así, mientras la leyenda de los Knicks quedaba difuminada fracaso tras fracaso, la del Rucker Park crecía y crecía de manera imparable hasta el punto de que esta cancha urbana del distrito de Harlem es núcleo mundial de peregrinación para todos aquellos que entienden el baloncesto como una lucha individual basada en el virtuosismo y la inspiración, nada que ver, por tanto, con la defensa o el trabajo en equipo.



Los principales avalistas de esta teoría son los propios Knicks. Los actuales, digo, los de Carmelo, JR Smith y Felton. Los mismos que parecen sortearse en la charla previa al partido los quinientos botes y los veinte tiros forzados que Woodson establece como cuota apelando al poder que le otorga el cargo. Con el talento les bastó para eliminar a los viejos Celtics, pero su concepto (¿concepto?) de equipo les impedirá, vaticino, recuperar la gloria que un día, varias generaciones atrás, obtuvieron los Reed, DeBusschere, Frazier o Jackson.





Sea como fuere, periodistas y analistas norteamericanos suelen “escupir”, de vez en cuando, la expresión “Mecca of Basketball” para referirse al Madison Square Garden (versión IV), edificio multiusos que, como bien nos enseñó Andrés Montes a los neófitos en la materia, se sitúa entre la Séptima y la Octava, en la conocida como Plaza Pennsylvania. Sobre su parqué, de colores desgastados, los grandes jugadores elevaron la calidad de su juego con el ánimo de dejar inscrita su huella en este jardín.



Es probable que esta discusión sea, en cualquier caso, estéril. A pesar del número de vuelos que acoge anualmente el Aeropuerto Internacional Rey Abdulaziz (cuarta terminal más grande del mundo) en las proximidades de la única y verdadera La Meca, este debate es más romántico que económico. Por eso mismo, los amantes más puros del baloncesto, los que nacen, crecen, se reproducen y mueren junto a un balón anaranjado, se han propuesto ultrajar este lugar sagrado por su pretensión superficial. Y es que el baloncesto, en Indiana, es una cosa muy seria. Muy seria y muy diferente de lo que entienden en la Gran Manzana, en la ciudad que nunca duerme, en la ciudad de las mil etiquetas que ya, para empezar, se fundó como Nueva Amsterdam. 





Yo, lejos de mantenerme en una posición neutral, me alineo junto a los Pacers y su particular cruzada. Apoyaré desde la distancia su lucha por hacer prevalecer un baloncesto de equipo en el que la bola circula por todas las partes de la cancha más por el aire que por el suelo y en el que la defensa, también la defensa, es una cuestión colectiva. Jugadores como Hibbert (un cinco talentoso), David West (un cuatro con gran visión de juego capaz de jugar en poste medio y en poste alto), Paul George (un alero versátil capaz de defender, rebotear, anotar y generar juego para los compañeros), George Hill (un base físico que comete muy pocos errores) o el propio Lance Stephenson (un neoyorquino converso que pone su inagotable talento al servicio del fin común) constituyen un quinteto sin grandes estrellas con un sabor, inconfundible, a baloncesto clásico, el que mamó y engrandeció el ingeniero jefe de este proyecto, un tal Larry Bird, un Hoosier de pro. 





UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Buenas noches






Entre calizas desgastadas por la erosión sobre las que los pinares intentan abrirse paso se hallan, aunque no siempre visibles, manantiales de agua dulce que manan a borbotones de la tierra para llenar de vida todo lo que encuentran a su paso. Un caso paradigmático de este hechizo de la naturaleza se da en el nacimiento del río Segura, una surgencia kárstica que desafía, sin necesidad de entrar en análisis profundos, a uno de los más básicos axiomas de la ciencia moderna, el principio de la gravitación universal.



A escasos kilómetros de uno de los principales nudos hidrográficos de la Península Ibérica, entre montañas que se debaten entre las luces y las sombras, se encuentra Santiago de la Espada, una pequeña localidad que, durante la Reconquista, actuó como fuerte fronterizo, como avanzadilla de los reinos cristianos y empalizada de contención frente a una posible reacción musulmana. Pues bien, en este bello borrón que algunos mapas ni siquiera contemplan me encuentro también yo en el ejercicio de unas cuestiones académicas que me han alejado, al menos por unos días, del día a día del baloncesto, de los entrenamientos y partidos y también de los cólicos nefríticos y placeres que le son propios.



Alejado que no olvidado. Con una rudimentaria conexión a Internet, sólo en medio de una enorme sala, a las dos horas cuarenta minutos de la fría madrugada santiagueña y mientras veo, a través de la ventana, pasar a unos hombres que no parecen perseguir ningún bello ideal, sigo las evoluciones de Boston Celtics en un sexto partido que hace sólo unos pocos días se había tornado improbable. Aunque pudiera parecer bucólico, la realidad dice que perdemos de dieciséis y que mañana tocan diana temprano. Aun así, a falta de veintidós minutos de juego descarto apagar el portátil y subir a la habitación. ¿Podría acaso perdonarme tan indigna ofensa a un equipo que se ha levantado cuantas veces ha caído? ¿Soportaría la incertidumbre de no saber si acaso es éste el argumento de una nueva remontada?



Desde un punto de vista pragmático, las horas de sueño hipotecadas, el descanso aplazado y las ojeras terminales, son, simplemente, absurdas. Nuestros familiares más cercanos y menos imbuidos en la pasión lo suelen resumir con las siguientes palabras: “Si a ti ni te va ni te viene” o “si ellos no te dan de comer”. Como es imposible convencerles de lo contrario lo mejor es resumir el sentimiento de frustración con un “tú no lo puedes entender”.



Y es verdad. Ellos no lo pueden entender. No entienden ni de baloncesto, ni de sentimientos. Les compadezco tanto como ellos pueden hacerlo conmigo. Seguramente más. Y es que la vida sin filiaciones, sin sentimientos irracionales, sin identificaciones absurdas, no es vida. Es otra cosa. Más alemana. Menos española. Menos estimulante.



El tercer cuarto languidece entre triples de los Knicks y arrebatos de honradez deportiva y grandeza por parte de Kevin Garnett. Al parecer Paul Pierce está dolido de un codo y no se esperan recuperaciones milagrosas. En este contexto podría empezar a preparar el epitafio, a buscar palabras ingeniosas y cargadas de gratitud para despedirme de estos señores del parquet que lucharon con denuedo para que los Celtics recuperasen viejas sensaciones, aquéllas de los sesenta o de los ochenta, cuando la NBA no podía entenderse sin ir acompañada de la marca de la franquicia del trébol.



20 abajo. Fin. Los Celtics han muerto. Recojan el cuerpo y no dejen rastro. Mañana toca regresar a Salamanca. Buenas noches. 

P.D. (20 horas después). Un parcial de +22 situó a los Celtics cerca de la victoria. Por supuesto, pese a haber publicado minutos antes este post yo seguía despierto para verlo. Mantuvimos la fe, pero la gasolina no daba para más. Hacen falta cambios profundos. El orgullo no basta. 

Entrada relacionada: Adiós Muchachos



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