Los Estados Unidos del Baloncesto

 




Viaje con nosotros si quiere gozar. Ya la están cantando, ¿verdad? Viaje con nosotros a mil y un lugar. Y disfrute de todo al pasar. Qué gozada, nunca mejor dicho, esta canción de la Orquesta Mondragón con letra de Luis Alberto de Cuenca. Tanto que creo que es la que iba tatareando Fernando Mahía (A Coruña, 1990) en su viaje por Estados Unidos a bordo de una Dodge Grand Caravan de 2001 y del que extrajo el magnífico libro Coast to coast (Contra, 2022). Un viaje al corazón del gran imperio guiado por el hilo conductor del baloncesto, tal vez no el deporte más popular, pero sí el que mejor representa el carácter mestizo y la condición multiétnica y multicultural del país.

 

No es arbitraria, se lo dice un geógrafo, en ningún caso, la división por regiones que introduce el autor para planificar su viaje. Estados Unidos es también un país de contrastes, un país en el que poco más de doscientos años de historia han dado para mucho y han contribuido a explicar su actual distribución. Senderos, cordilleras, océanos y climas explican una parte, pero puritanos, forajidos, indígenas, políticos e incluso vaqueros, la mayoría hombres, pero también (y cada vez más) algunas mujeres terminaron de configurar su territorio como un mosaico en el que es fácil distinguir, como hace Fernando Mahía, al menos cinco espacios diferenciados: Nueva York (y alrededores), El cinturón del óxido ( fundamentalmente El Medio Oeste), El Corazón de América (los Apalaches y las grandes praderas), el Sur Profundo (marismas y casonas en torno al Delta del Mississippi) o un concepto amplio del Oeste a partir de la expansión decimonónica a costa de la población nativa y más allá de las Rocosas en busca de tierra virgen e incluso oro.

 

En todos estos lugares nos cruzamos con el baloncesto. ¿Por qué? Por lo universal de su lenguaje, su equitativo, aunque a veces injusto, mensaje. Una canasta fue suficiente para que Larry Bird no heredara el destino de su padre (alcohólico y suicida). Una canasta fue muchas veces el horizonte que guiaba el sueño americano, más allá de que su final fuera triste o crudo. Fernando Mahía no evita cruzarse con los hitos fundamentales de la historia del baloncesto, visita estatuas a las puertas de pabellones y puntos de interés arqueológico donde estuvieron los templos ya derruidos. Pero va mucho más allá y ahonda en los personajes secundarios de ciudades no siempre conocidas por el gran público.  

 

Hay muchos más perdedores que triunfadores en este libro, aunque no hay derrota completa en sus biografías ni historia exenta de pasajes dorados. Pero lo cierto es que al autor le cuesta mucho dar con ellos, pues su existencia es anónima, ya sea por vocación o necesidad. De la mano del autor conoceremos mendigos que fueron pioneras, antiguas estrellas reintegradas en comunidades indígenas o globetrotters que aceptaban su papel, y lo disfrutaban, a sabiendas del carácter exhibicionista que tenía este equipo, una suerte de «bomberos torero» del parqué. Entretenimiento para blancos ofrecido por empresarios blancos y trabajadores negros.

 

Me gusta mucho la mirada de Fernando, el modo en que esta traspasa el espeso muro de lo evidente o, peor, de lo aparente; la falsa verdad que ya existía en el paisaje antes de que su mortífero veneno llegase a los informativos y los espacios de debate. Y me gusta mucho más aún su oído, presto siempre a escuchar a quienes conservan una historia, presto siempre a distinguir de entre el ruido aquellas melodías que constituyen la banda sonora del país, de sus ciudadanos y también del baloncesto, tal vez el denominador común que mejor representa a una y otra nación, a todos los Estados Unidos y a un mundo en general que, aunque critica el modelo, no deja de imitarlo. En Coast to Coast hay jazz, hay blues, hay salsa, merengue, hay soul, hay sonido motown, hay hip hop, hay rock, hay pop en el sentido amplio. Quizá por eso, por no tener que elegir entre tanta buena música, entre tanta historia resumida en acordes y notas diferentes, yo también canturreo el Viaje con nosotros… mientras os invito a subiros en la Dodge de Fernando y viajar sin viajar por los Estados Unidos del baloncesto. Disfruten de todo al pasar. 

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Entrenar el inconsciente

 




José Manuel López Navarro, autor de Entrenar el inconsciente, la obra que he tenido el placer de leer en estos días, cuenta con una formación y una experiencia especialmente diseñada para ser el entrenador de corte humanista que se anuncia a través de este libro. Su experiencia en la Armada como especialista en submarinos, su colaboración en el deporte de los deportes, el atletismo, y su bagaje como preparador de equipos en clubes como Estudiantes de Madrid, conforman un currículum difícilmente igualable, no solo por el cuánto, que es mucho, sino por el qué, que es diverso y polivalente.

 

En este caso, libro y autor no pueden caminar por separado, pues Entrenar el inconsciente es ante todo el producto íntimo de la reflexión sobre la experiencia acumulada. Una reflexión orientada por un saber adquirido tanto a través de la teoría (se citan numerosos libros muy interesantes) como fundamentalmente a raíz de la práctica. Una reflexión en torno a una visión que probablemente sea anterior, pues la consideración del deportista, del hecho deportivo y del entrenamiento, el punto de partida desde el que nos aproximamos a la enseñanza de un deporte probablemente proceda de un impulso anterior a su racionalización. Si José Manuel López Navarro cree en una enseñanza basada en el deportista como protagonista, en un enfoque holístico y en una metodología integral y esencialmente flexible no es porque su trayectoria profesional lo haya orientado de esta manera, que también, sino porque había un impulso previo, una forma de ser y estar en el mundo en la que sus educadores tuvieron mucho que ver.

 

De aquí nuestra responsabilidad como entrenadores: algunas de las consecuencias de nuestras medidas y nuestros actos van a permanecer en el tiempo en forma de recuerdo o cicatriz más o menos consciente o visible. De aquí que debamos ser autocríticos, estar en permanente formación y planificar. En este sentido, aboga por el desarrollo personal de los formadores, quienes deben ser prohombres de su generación, sabios o conscientes de su ignorancia y ejemplos intachables de conducta. Humanos, sí; falibles, sí, pero no más de lo necesario.

 

El libro hace un recorrido más o menos ordenado del entrenamiento deportivo en torno a sus dos grandes protagonistas, el deportista y el entrenador, sin desatender la importancia que pueden tener otros actores, la competición y el entorno. Y en este recorrido, aunque es muy completo, nos vamos a cruzar a menudo con algunas de las palabras clave y obsesiones del autor: el liderazgo del entrenador, el forjamiento del carácter de los deportistas y el entrenamiento del inconsciente, aquel que queremos que aflore el día D y en la hora H a base de haber invertido muchas horas de práctica deliberada y repetición consciente.

 

Reconozco que me gustaría estar más en desacuerdo con José Manuel López Navarro, que alguno de sus principios chocara con los míos y que del debate pudiera surgir un nuevo principio mejorado y útil para ambos. Pero, aun así, aunque mi visión del entrenamiento (aunque mi formación y aproximación al deporte sean muy distintas de las suyas) es semejante a la suya, he aprendido mucho. Sin pretender ser demasiado técnico, el autor aclara muy bien conceptos propios del baloncesto a través del uso de ejemplos. Sin procurar aleccionar, pues la narración destaca por su humildad y modestia, su lectura, en pleno período de renovación de ideas y planificación y programación de la próxima temporada, me ha resultado especialmente clarificadora.

 

Por todo ello, que es mucho más que la mera suma de sus partes, recomiendo la lectura de Entrenar el inconsciente, idealmente antes de planificar y encontrarnos con la plantilla, pero también después, para ponernos frente al espejo de José Manuel López Navarro y confrontar nuestra experiencia con la suya, que es amplia y diversa, algo que no siempre podemos hacer con nuestro director deportivo, con nuestros compañeros o con nosotros mismos por falta de tiempo. De ahí mi consejo: que la fuerza de este libro os acompañe en esta y en próximas temporadas.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Oro, pero no de la misma madera

 

Imagen encontrada en la web de la fbm



De Murcia, Valladolid, Palma, Sevilla, Barcelona, Alhaurín y, por supuesto, también de Badalona o Madrid al cielo. La selección junior española escribió ayer una bonita historia venciendo a Francia en la final del campeonato del mundo sub 19 y reeditando un título, el de 1999, que es el mismo pero distinto, pues se ha logrado con claves absolutamente diferentes.

 

1.       Los chicos crecen y ensanchan. Nada tienen que ver Rafael Villar y Sergio Larrea, bases de nuestra actual selección, con Raül López o Carlos Cabezas. El base del Barcelona y el de Valencia Basket rondan o pasan holgadamente el 1,90, mientras que el genio de Vic y el de Málaga se movían en torno al 1,80. Este hecho les ha permitido contribuir en facetas del juego como el rebote, la defensa toda la pista, incomodar la acción de los bases rivales a la hora de iniciar y ejecutar los sistemas y plantear sistemas defensivos distintos a los que un base de antropometría clásica pudiera haber hecho.

 

2.       Navarros, pero de escuela (y más altos, largos y físicos). Juan Carlos Navarro fue, posiblemente, el héroe del campeonato junior de Lisboa. Allí muchos conocimos su famosa “bomba” y su determinación para asumir balones calientes en los minutos finales de los partidos como ayer hizo Jordi Rodríguez, también con el número 7, especialmente en la canasta que concedió el empate tras un fallo previo y con Baba Miller abierto a su derecha. Jordi Rodríguez no anda lejos de los 2 metros, juega las acciones de bloqueo directo con pausa, ha pasado por la escuela de Badalona y maneja todas las caras del balón, bastante bien ambas manos y tiene un tiro de manual. También Lucas Langarita se aproxima a este perfil, tras años de escuela y despensa en Zaragoza, añadiendo a todo lo dicho un salto vertical que le permite hacer mates por encima de los hombres grandes del rival.

 

3.       Jugadores de rol más fuertes y rápidos. Y más necesarios aún de lo que lo eran en 1999. Sediq Garuba e Isaac Nogués han sido jugadores clave de la mejor defensa del campeonato, una defensa basada en el esfuerzo y la agresividad en las primeras líneas que se iniciaba con un esfuerzo titánico en la lucha del rebote ofensivo y en la defensa del outlet, en un next muy agresivo (sin mirar atrás), amparado en las veloces rotaciones y en las figuras protectoras de Almansa o Miller como último recurso. En el marco de este sistema defensivo, que a veces intercalaba flashes agresivos, casi 2x1 en los bloqueos directos, los dos jugadores antes mencionados se han convertido en auténticos valladares, cuyos robos, pérdidas forzadas, malos tiros que daban lugar a rebotes claros… Han alimentado nuestro juego en transición y han desquiciado a los mejores jugadores rivales. Su inclusión en la lista y la importancia que se les ha concedido en la jerarquía del equipo son uno de los grandes aciertos del cuerpo técnico, pues Nogués no ha pasado de los 6 puntos y 6 rebotes en la EBA y el pequeño de los Garuba ha firmado números también modestos, 6 puntos y 3 rebotes en Cartagena, LEB Plata. Ojalá puedan mejorar áreas muy específicas de su juego (básicamente el tiro exterior) para que su carrera, lejos de parecerse a la de nuestro querido Souleymane Drame, lo haga a la de jugadores de rol que se han hecho hueco en equipos de Euroliga o NBA, como fue el caso del otro titán de aquella selección: Berni Rodríguez.

 

4.       De las alcachofas de Sant Boi al mestizaje. Si Pau Gasol era ET para Andrés Montes, una rara avis que el periodista quiso explicar a partir de su alimentación, Almansa y Miller son dos productos del mestizaje, de la mejora de la especie que se da por la vía del intercambio, dos auténticos privilegiados, nacidos para jugar al baloncesto y que, sin embargo, solo lo pueden hacer de esta magnífica forma por la evolución de los métodos de entrenamiento y de los preparadores, así como por la generación de ecosistemas que permiten a jugadores tan altos formarse en el manejo de muy distintos fundamentos, aunque su principal aval sean su altura y su envergadura. Su juego de pies, su instinto para el rebote, el tiro de Miller… En fin, ellos simbolizan también, amén de una mejora genética y epigenética, el éxito de los entrenadores españoles de provincias (Murcia y Palma en este caso), también de los de la capital (ambos pasaron por el Madrid), aunque ahora hayan decidido hacer las Américas para dar el último paso previo al profesionalismo, algo que se comprende muy bien.

 

El triunfo de anoche habla muy bien del trabajo silencioso de los formadores, de los avances en la preparación física, de la implicación y saber estar de las familias y también del trabajo de la federación en la monitorización de los perfiles, la conformación de los cuerpos técnicos (el de la U-19, sin ir más lejos, realizó una labor impecable) y la creación de sistemas de competición que han demostrado tener éxito en esta primera escala formativa, al menos en el cuidado de los mejores jugadores (hace poco discrepaba sobre lo que los campeonatos de edad, en etapas cada vez más tempranas, pueden hacer en los casos de maduración más tardía y también sobre la brecha mental que generan entre los que están y quedan fuera por las necesidades de hoy y no la visión del mañana).

 

Ahora el reto es trasladar esta estructura a la siguiente etapa, un período clave que va desde los 20 hasta los 23-25 años y en la que es habitual observar cómo los jugadores consolidados, los tocados por la varita, llegan por sí solos (entre otras cosas porque ya están preparados) y aquellos a los que aún les falta trabajo por hacer se pierden en la maraña de las ligas LEB o actuando como cupo en ACB. Recuerdo casos como los de Miguel González, veo el estancamiento de Sergi Martínez, asisto a las dificultades para consolidarse en la élite de la generación de 1998, felicito a Pablo Pérez, un jugador que debutó en ACB y coincidió conmigo en Clavijo por sus éxitos personales, ya lejos del baloncesto. No quiero verter sombras sobre un gran triunfo, sino invitar a que, al igual que los éxitos de Gasol, Navarro y cía animaron a los padres de estos chicos a apostar por el baloncesto quizá con una mayor implicación de lo que lo hubieran hecho en su ausencia, el éxito de estos nuevos juniors de Oro venga acompañado por cambios en las ligas o al menos en la voluntad de los que las rigen y gobiernan, para que la proporción de estos magníficos átomos que finalmente cristalice sea cada vez mayor. Estaremos atentos. Comienza un gran verano.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Hombre de fútbol, hombre de basket

 




Qué sensación tan bonita esa que sigue al cierre de un libro que te ha acompañado durante semanas y cuya lectura has podido disfrutar como cuando eras un enano y ninguna responsabilidad te esperaba a su finalización, cuando no tenías ninguna intención de hacer una reseña, solo recrearte en sus pasajes. Hombre de fútbol, de Arthur Hopcraft, es el mejor libro que he leído sobre un deporte que ya no sigo. Publicado en 1968, sus reflexiones siguen vigentes cincuenta y cinco años después y trascienden no solo el paso del tiempo, sino que alcanzan la verdadera transversalidad de los deportes de equipo de oposición, espacio compartido e invasión. Tanto que no me hubiera extrañado confundir a Matt Busby con John Wooden o a Alf Ramsey con Juan de Dios Román.

 

Hopcraft hace un recorrido por el fútbol inglés desde su nacimiento hasta esos años 60 de progresivo aperturismo, redondeados con la consecución del mundial que ellos mismos auspiciaron. De los ingleses dice que aquellos días disfrutaron como nunca, sobre todo aquellos trabajadores de las fábricas de las regiones más industrializadas y alejadas de los centros de negocios. Qué pronto olvidaron los británicos que fueron más felices abriendo puertas que cerrándolas. Hombre de fútbol es también un manual de historia sobre el hecho deportivo desde su perspectiva científica, pero también desde la sociológica, política o empresarial. En el libro el fútbol pasa por diferentes estadios: nace, crece, se reproduce y se asoma al abismo de la muerte, al menos en su forma original, para refundarse continuamente siempre sobre la base de la conexión entre el césped y la grada, entre el campo y la televisión. El fútbol es el drama mejor contado desde los tiempos de Shakespeare y, sin necesidad de guion, el libro que mejor entiende una sociedad cansada de ver a señores de traje dando sermones que no se aplicarán.

 

El autor termina su análisis en clave sectorial (directivos, árbitros, jugadores, entrenadores, afición…) haciendo un vaticinio certero sobre lo que habría de pasar en el mundo del fútbol. No en vano acertó con el surgimiento de la Premier y con la natural fusión y concentración del talento y los recursos económicos y el interés de los equipos grandes por hacer valer la mayor importancia de sus mercados en el reparto de los beneficios. Acierta también desoyendo las noticias que hablaban de una Superliga europea: “ya tenemos bastantes competiciones internacionales con la Copa de Europa, la Recopa y la Copa de Ferias”, afirma. Condena al semiprofesionalismo a los equipos con masas sociales en torno a los cinco mil espectadores, aunque siempre les quedará la FA Cup para plantar cara a los equipos más grandes y rendir un homenaje al fútbol modesto. Es tan preciso pronosticando el futuro que es hoy nuestro presente que, a veces, un tanto despistado, pensaba que estaba leyendo un libro sobre nuestro baloncesto.

 

La capacidad de gestión solamente se premia con un refuerzo del ego o con la satisfacción de los incondicionales tras la victoria sobre los adversarios. Y en el fútbol estas recompensas son importantes, pero no dan de comer. Así se refiere a los directivos de entonces, que son en gran medida los de ahora. Ante ellos cabe el aplauso por su pasión, pero cabe la duda sobre la idoneidad de la profesionalización de ciertas figuras que a veces estos frenan para no ver relegada su notoriedad. Este año he vivido muy de cerca una de las mejores historias peor contadas, pero no puedo responsabilizar a nadie al respecto, pues nadie estaba al cargo de ello. Todos los esfuerzos eran por amor al basket. Y todos son dignos de agradecer. 

 

Y lo mismo sucede, y concluyo, en el campo de los entrenadores, a los que no se paga porque no se les exige, a los que no se exige porque no se les paga. Nadie llega a entender, o si lo entienden no lo consideran prioritario, que cuidar a los entrenadores es cuidar a los jugadores y que cuidar a los jugadores es cuidar a los clientes y que, de alguna manera derivada, también el futuro del baloncesto habrá de sostenerse sobre sus jugadores y futuros aficionados, sobre los aficionados y futuros directivos, sobre los actuales directivos y, ojalá, futuros profesionales. En el estado actual no cabe la profesionalización de determinadas estructuras, pero sin la profesionalización de determinadas figuras lo que no cabrá en el futuro será el baloncesto, de ningún tipo. En ninguna ciudad, por grande que sea. El fútbol y muchas otras actividades nos seguirán comiendo el terreno, sobre todo porque su historia es infinitamente más atractiva y democrática. Y porque está infinitamente mejor contada. Entre otros, por Arthur Hopcraft.


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Crianza, reserva y gran reserva

 




Hoy este blog cumple trece años, o tal vez fue ayer, que diría Mersault a propósito de la muerte de su madre en la obra El extranjero. No es que importe demasiado, pero la constancia del paso del tiempo nos permite reflexionar sobre esta dimensión, otorga esencia a los hechos acaecidos, aporta una sensación de continuidad que permite llevar a cabo evaluaciones más o menos precisas, autocríticas o, al contrario, autocomplacientes, de nuestro propio aprendizaje.

 

Y así uno descubre que esta progresión nunca es lineal, que uno no se hace más viejo y, precisamente por ello, más sabio. Y no es solo por la sensación de ignorancia que acompaña a cada hallazgo, sino por la presencia en ese cronograma imaginario de hitos que justifican el silencio de tantas horas, el frío de tantos inviernos. Uno de ellos fue aterrizar en Logroño, capital de la Rioja y del vino hace cinco años y cinco días justos, en su calle Laurel, para conocer en persona a Jenaro Díaz, entrenador del Club Baloncesto Clavijo.

 

Aquí en Logroño he experimentado en mis carnes el proceso de crianza: dos años en barrica y dos en botella con un año entre medias de curación en tierras burgalesas (mezclo vino y embutidos en un guiño a mi lugar de origen), al que también estoy agradecido. En este tiempo el zumo de uva que traía de Salamanca ha fermentado a través de la observación, el diálogo y la experiencia, conectando con los jugadores, ganando y también perdiendo. En el Club Baloncesto Clavijo he preparado hojas de scouting, planes de viaje, borradores de contrato. He hablado con recepciones de hotel, funcionarios de Extranjería, agentes y también colegas. He viajado a lugares paradisíacos y a muchos de los centros de la España interior, vacía o vaciada, según gustos literarios o inclinaciones ideológicas. He conducido y he sido pasajero, piloto y copiloto, asistente y principal. He procurado transmitir entusiasmo y tranquilidad a alevines, chicos y chicas, infantiles, cadetes y juniors, he entrenado a equipos, pero también a jugadores previamente seleccionados, siempre poniendo la búsqueda de la autonomía decisional por encima del seguimiento indiscriminado de normas o conceptos.

 

He intentado que cualquiera de los jugadores pueda compartir cancha con otros cuatro que, con y sin balón, sepan aprovechar la iniciativa que otorga la posesión del balón al equipo atacante y provocar desequilibrios que culminarán en ventajas que, nuevamente a través de la técnica y la táctica individual, aprovecharán o incrementarán mediante un buen uso de los fundamentos básicos y una inteligente ocupación de los espacios. Todo ello sin olvidar que es el atletismo, en un sentido amplio, el que da valor al conocimiento del juego, permitiendo su expresión práctica. Y que la defensa también juega, mediatizando todo el proceso de cognición, toda respuesta finalmente biomecánica.

 

Porque la defensa también juega, este ha sido también otro de los mantras. Y puede ser divertida cuando en vez de especular llama a la asunción de riesgos, al esfuerzo solidario, a la intuición para adivinar el futuro. En defensa hay cinco chicos actuando sin balón, pero en función de él, sintiendo la responsabilidad, pero también ese aire canalla que acompaña al robo y que debe invitarnos a enseñar a usar las manos y a alterar ese principio que daba la iniciativa, por definición, por el hecho de partir con el balón, a los ataques, que pasarían a defenderse de nuestra defensa.

 

También he disfrutado del semiprofesionalismo, que era semi en las condiciones y circunstancias, pero profesionalismo sin matices cuando tocaba trabajar al lado de alguien como Jenaro, un sospechoso habitual de campeonatos de selecciones y Euroliga, quien sigue intentando que sus equipos se parezcan a aquellos, aunque solo sea en la ambición y el empeño. Cómo no recomendar este grado universitario que he podido cursar a su lado, primero como alumno obediente y, cada vez más, como apuntador de ideas e incluso rebatidor nato, al menos hasta que alcanzábamos, previo acuerdo o no, la que debía ser nuestra certeza, la que debíamos transmitir sin fisuras a los jugadores.

 

No los cito porque son muchos y temo dejarme alguno. También porque algunos no lo merecen, en la medida en que no entendieron lo que significaba estar en un equipo y ponerse al servicio de una causa apoyada por una ciudad, una afición y una directiva. De todos aprendí, de todos me llevo algún recuerdo. Los hubo buenos y muy buenos metiendo canastas, pasando el balón, pero me quedo con los que fueron muy buenos ganando partidos, haciendo lo necesario, sin prestar atención a la estadística particular, aunque luego, los cínicos de los entrenadores y directores deportivos, será lo primero en lo que nos fijemos.

 

No los cito porque han sido muchos. Algunos ya han dejado el baloncesto, otros se han cambiado de equipo. La mayoría sigue, a la espera de saber cuál será su equipo el próximo año. Me refiero a los jóvenes jugadores de baloncesto, a esos niños y adolescentes con los que he compartido unas cuantas horas de cancha, seguramente no tantas como nos hubiera gustado a ambos, tampoco de la calidad deseada, mis perdones. Mi mayor deseo es que recuerden alguna anécdota de estos años, que alguna metáfora les permita asociar y recordar lo aprendido; confío también en haber contribuido a forjar su carácter sin haberlo mediatizado en exceso. A veces siento el temor de haber tratado igual a peces y aves, pidiéndoles a todos volar. Espero que me perdonen los primeros. Y que tengan tiempo para hacerse con un par de alas (y ser peces voladores) antes de que alguien los condene de por vida a reptar por el fondo marino.

 

Me voy de Logroño cinco años y cinco días después pudiendo distinguir un vino joven, un crianza, un reserva y un gran reserva, conociendo las normas de la Denominación de Origen Rioja y, sin embargo, más convencido que nunca de lo necesarios que son todos aquellos que, conociéndolas, las ignoran para hacer vinos de autor, caldos que emanan creatividad y frescura, que se alejan de la tradición sin ningún ánimo de crear la suya propia, pues no pretenden trascender. Que simplemente desean que un paladar pueda inundarse de sus matices, que alguien pueda disfrutar de ese simple gesto que es levantar la copa. O armar el tiro. O esconder un pase.

 

UN ABRAZO Y MUCHAS GRACIAS A TODOS LOS QUE ME HAN ACOMPAÑADO EN ESTOS AÑOS. 

Demasiado pronto, demasiado tarde

 




No recuerdo un año peor que el de Segundo de Bachillerato en términos académicos. En una etapa ideal para que florezca el pensamiento y se comparta con los contemporáneos, para que surjan pequeñas comunidades de amantes de lo intrascendente o inútil, para que se descubran vocaciones, aunque luego se demuestren erróneas, dedicamos nueve meses de nuestra juventud a buscar una calificación promedio y a preparar una prueba que intenta diagnosticar una serie de aptitudes y actitudes propias del aprendiz, pero que en realidad testa el grado de adaptación de este a un sistema eminentemente lingüístico, lógico/racional y memorístico, tres capacidades reseñables, por supuesto, pero no superiores bajo ningún criterio jerárquico a otras como la habilidad manual, la capacidad atlética, el razonamiento creativo, el criterio artístico o la inteligencia social, que muchas veces será la que coloque a esos disciplinados aprendices en algún centro de trabajo y les permita, aquí o en el extranjero, planificar una vida.

 

La Ebau, como antes lo hacía la Selectividad, así como las plazas limitadas que de alguna manera más o menos objetiva hay que repartir, condicionan uno o dos años de aprendizaje, determinan el currículum, estrechan y acortan miras, tal vez por puro interés. Lo mismo sucede cuando al final del camino o de una temporada se sitúan eventos como los campeonatos provinciales, regionales o nacionales, algo que me parece bien como aliciente o motivación para los deportistas, atletas que, al igual que los antiguos griegos, quieren pasar de la potencia al acto, del entrenamiento a la práctica, pero siempre que se haga con un cierto criterio y con alguna autolimitación.

 

Porque igual que el profesor quiere presumir en las playas de Benidorm del porcentaje de alumnos que acceden a la universidad, el entrenador de un equipo quiere presumir de resultados en los múltiples campus en los que a partir de finales de junio se reúnen. Y eso afecta al currículum y a otra serie de decisiones que objetiva y subjetivamente pueden dificultar el aprendizaje y el desarrollo de los aprendices. Si en el instituto nos privaron de aprender Filosofía o Literatura a través del ejemplo o el diálogo, sin prisas y atendiendo a todos los matices posibles, en los clubes pueden sentirse tentados a acelerar los procesos y a dejar individuos descolgados, tal y como se ha visto en todas aquellas pruebas previas a la Selectividad en las que tantos equipos han presentado ocho, nueve o diez jugadores, en función de la permisividad del reglamento.

 

Los Campeonatos de España de clubes de Minibasket que se disputarán en tres semanas no ayudan a nadie salvo a los que obtengan un beneficio directo de ellos. Puede que generen beneficios, diversión para los padres y una suerte de motivación hacia el logro (sea cual sea este) en los participantes. No creo en su valor formativo, salvo en términos de exigencia física y atencional, pero esto podría esperar a más adelante. Los que se han quedado fuera han sido más conscientes que nunca de la falta de expectativas depositadas en ellos. Los que lo jueguen, salvo los más habilidosos, sacarán el kit de emergencia e intentarán sobrevivir siendo útiles a su equipo, muchos de ellos asumiendo que no pueden tomar determinadas decisiones. Los muy buenos, salvo los niños prodigio, harán una y otra vez lo que mejor saben hacer, no es momento para pruebas: el entrenador está concentrado, la grada ansiosa, hay mucho en juego. Demasiado.

 

Hace años, en el advenimiento de la sociedad del espectáculo, definida por Guy Debord en los años 70, uno creía que habría dos marcos que permanecerían al margen: la política y la educación. Que nuestros representantes públicos dialogarían en las sedes de la soberanía nacional con argumentos sofisticados y no con sofismas y eslóganes de baratillo. Que nuestros educadores, empezando por los padres, no convertirían a estudiantes e hijos en joyas que exponer en el escaparate de las redes sociales y los medios de comunicación: en fin, dentro de unas semanas, siguiendo los cánones de las actuales reglas de la comunicación y el marketing, conoceremos el nombre de los jugadores más destacados del Campeonato Mini, desprovistos del gran escudo para su crecimiento que ha sido siempre la mezcla precisa de discreción y anonimato.

 

En fin, mi tesis es que el campeonato de España Mini llega demasiado pronto en la carrera de estos deportistas. Deportistas, no jugadores de baloncesto, pues hasta los doce años deberían estar enfocados en hacerse con los valores positivos que el juego encierra, con las actitudes y aptitudes que definen a un atleta, en este caso de un deporte de equipo: el esfuerzo, la generosidad, la capacidad de concentración, una cierta disciplina… Esta carrera sin fin que puede acabar con que veamos a bebés intentando meter un balón ante la orgullosa mirada de sus progenitores afecta negativamente a los currículos, alimenta el juicio sobre los jugadores (no la búsqueda de soluciones y alternativas para que puedan mejorar). Si un chico no rinde bien en este campeonato fácilmente podrá arrastrar etiquetas inamovibles, estigmas sobre su capacidad para competir, para mantener la cabeza fría… Y los que no están habrán quedado fuera de un entorno de máxima exigencia y altas expectativas, serán tratados con cierta condescendencia: muy pocos se reengancharán a una rueda que, al excluirlos, los sentencia de muerte.

 

En fin, mi tesis es que ya es demasiado tarde y que una vez que alguna mente preclara de nuestro baloncesto dijo que adelante con el campeonato de España de minibasket de clubes es muy difícil dar marcha atrás. Porque sea o no un éxito se venderá como tal. Los aparatos de la sociedad del espectáculo son sofisticados y nada autocríticos. Todos ganan el día después de una contienda electoral y después de un campeonato de estas características: los hoteles facturarán, los padres se habrán divertido, los niños vivirán una experiencia, no lo dudo, hacer la Selectividad también lo fue. Con este campeonato se inicia un camino de no retorno que acabará con los defensores de retrasar la edad de especialización, la exposición mediática de los deportistas y las selecciones basadas en las necesidades presentes (con pocas miras de futuro). Alguien lo tenía que decir. Os dejo con el siguiente modelo. 



 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Individual... y ZONA

 


Del verano de las mixtas a la primavera de las zonas. Así podría resumirse el presente curso baloncestístico, iniciado con el título europeo de la selección española y que afronta su final con el Real Madrid como campeón de la Euroliga y los Miami Heat como flamantes finalistas de la NBA. La variedad estratégica y táctica de sus entrenadores ha determinado el éxito de sus proyectos tanto como la inclusión de jugadores veteranos en sus plantillas para cerrar los partidos.

 

101 años suman Lorenzo Brown, Sergio Rodríguez y Jimmy Butler, verdaderos clutch players, closers, que dirían en el béisbol. 168 años suman sus entrenadores, quienes han actuado como sabios generales protegiéndolos y resguardándolos hasta que llegó su hora. A los binomios Scariolo-Brown, Mateo-Chacho y Spoelstra-Butler habría que sumar la capacidad para mirar para otro lado o esconderse, también el saber hacer de los comandantes en la sombra, tantas veces criticados. El mejor es Riley, desde luego, pero qué decir de José Ignacio Hernández y qué callar de Juan Carlos Sánchez. En fin, que cada uno saque sus conclusiones, pero repártanse los méritos con ánimo de justicia y no de venganza.

 

Porque tampoco se trata de ninguna vendetta del baloncesto el modo en el que las variantes estratégicas han redimido o liberado el papel de espacios abandonados, perfiles de jugadores o estratagemas tácticas que parecían olvidadas. Los Celtics no supieron cómo atacar la zona abierta de los Heat, ajustada a pares, algo así como una 2-2-1 en ocho metros que mutaba de forma adaptándose a cualquier formación posible del ataque. Los Celtics no supieron cómo atacarla porque ninguno de sus jugadores, salvo quizá Horford, era capaz de jugar en los espacios intermedios, pasar antes de botar, mirar antes de recibir. Los Heat jugaron con la desaparición del juego en la media distancia y con la ansiedad de unos Celtics que, en vez de querer ganar un partido y jugar unas finales, pretendieron tentar a la historia y remontar un 3-0. Nuevamente en vano.

 

La zona 2-3 o 2-1-2 del Madrid, mucho más clásica, no pretende jugar con la ansiedad del rival, aunque también, sino, en primer lugar, proteger piezas de faltas y desgaste físico y evitar la exposición de otras que quiere a toda costa alinear en ataque. A falta de cambios de balonmano, Chus Mateo vio en esta formación defensiva, a la que fue añadiendo ajustes y en la que suelen brillar, además de la envergadura de Tavares, la inteligencia táctica y los desplazamientos sigilosos de jugadores como Rudy o Causeur, una solución a todos los males que aquejaban a su equipo.

 

En el caso de la selección española, la defensa mixta pretendía, además de anular a los mejores anotadores contrarios, montar, como ellos mismo admitían ante la ausencia de normas claras o una ejecución limpia de la misma, “jaleo, jaleo”. La mixta, como también las zonas, pero en mayor medida, consigue que el rival se detenga a analizar, deje de correr casi como respuesta automática de un cuerpo en alerta. Y a fe que lo consiguieron, sobre todo con jugadores cansados (no así con un Doncic fresco en los Juegos Olímpicos, quien poco a poco pudo descifrar las claves de la misma).

 

Ante estas trampas tácticas han caído como moscas equipos entrenados por grandes técnicos. A la mayoría de estos conjuntos les ha podido la ansiedad, una ansiedad que solía derivar en un cierto estatismo, en rigidez y dudas que se manifestaban a posteriori en el acierto en los lanzamientos de triple, solución casi universal, cuando no única. Desde luego, a todos los equipos los ha conducido a una alteración en el ritmo de juego, ha invalidado el valor de plantillas largas, ha sacado del partido a especialistas defensivos sin suficiente amenaza. Ha castigado a equipos de élite como hubiera hecho con equipos de cantera sin recursos técnico-tácticos suficientes.

 

Eso sí, no caigamos en el absurdo debate de trasladar esta táctica defensiva, orientada al éxito en la élite, a la formación. Todo tiene su tiempo y todo parte, también estas defensas zonales, de ajustes, mutantes o mixtas, de una buena técnica individual defensiva, de una adecuada comprensión de lo que está pasando, de los movimientos del rival y de la implementación de una fluida comunicación entre todos los jugadores. Y esto debe aprenderse, desde la base de una defensa de esfuerzo y sacrificio (valores que deben primar en las etapas formativas), a través de defensas individuales que poco a poco vayan añadiendo a la responsabilidad individual la responsabilidad individual de ayudar al otro hasta crear redes de cooperación mutua que las hagan invencibles y que, más adelante, podrán devenir en estas defensas alternativas que conceden títulos solo cuando se emplean al amparo de un plan estratégico global y en el marco de circunstancias muy concretas que el buen general sabrá diagnosticar para luego intervenir.

 

La principal invitación que nos hace este año de la zona es a no caer en dogmatismos, no abrazar con la misma fe ciega de los primeros apóstoles la nueva religión de los datos, las nuevas tendencias: el baloncesto es mucho más rico y complejo que todo eso. El abuso del triple, el olvido de la media distancia, la supuesta desaparición de los cincos, la presunta pérdida de relevancia de los bases, han dificultado el ataque a estos sistemas defensivos. Los sabios generales sabían lo que decían los números, cómo los jóvenes managers y entrenadores, y los no tan jóvenes, configurarían sus plantillas, sus sistemas de ataque, y opusieron viejas decisiones estratégicas y viejas aplicaciones prácticas (la táctica) contra las que estos no se habían preparado. Y les dieron la bola a sus lugartenientes aventajados, a los 101 años de Brown, Butler y Chacho, amparados por la zona, por Tavares, por secundarios de lujo. Por la inteligencia de sus entrenadores.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS


Entre el Olimpo y el paro

 




A falta de cinco segundos con el balón de Llull en el aire, Chus Mateo estaba a la misma distancia del Olimpo y el paro. Un fallo y todo hubieran sido críticas por la técnica de último cuarto, por mantener la zona mientras el reloj del partido se consumía, por darle a Llull, inédito hasta entonces, la última bola. Pero salió cara, y la bola entró. Y las penurias del otoño y del invierno son ahora loas y alabanzas tras los cinco partidos seguidos que nos han dado, no me oculto, la undécima Copa de Europa. Y Chus tiene contrato asegurado para el próximo año, ojalá que para los próximos diez, y es ya leyenda del madridismo.

 

Es posible que Chus cojee en algunas parcelas que un buen entrenador debe dominar. Que los estándares de exigencia en el día a día no sean los de Olympiakos y Barcelona, lo que ha pesado en determinados momentos de la temporada, en los que el equipo iba corto de fuelle y esfuerzo en defensa y de cohesión y automatismos en ataque. Puede que le haya costado siete meses dar con la química en el vestuario, conseguir que calase su mensaje de calma, tranquilidad y fe en la siembra. Pero Chus domina una parcela que es clave en sus éxitos: la liga ACB con Pablo Laso de baja y esta Euroliga: la ESTRATEGIA.

 

Chus es un sabio general que ya en la final de ACB del año pasado supo maximizar los recursos ofensivos (martirizando al Barça con el poste bajo de Deck) y sacar de quicio a los ya de por sí desquiciados jugadores del Barça, especialmente a Calathes. Y qué decir del giro de guion dado al equipo al término del segundo partido de la serie con Partizan, cuando tocó hacer inventario y analizar a fondo las fortalezas y debilidades de su equipo, las amenazas y oportunidades. Y en esto ha sido el mejor.

 

El Madrid quería tener en pista en determinados momentos a Chacho, Llull, Rudy y Causseur. En ellos reside el talento, la sabiduría y la experiencia que hacen falta para ganar partidos importantes, pero no la capacidad física para poder emplearse en defensa. Para tapar estas carencias, propias de su edad, necesitaba mantener a Tavares en cancha, un jugador muy pesado y con gran envergadura, lo que le suele costar muchas faltas. Pues bien, para mantener a Tavares en pista debía congelar el ritmo, evitar las rápidas transiciones y minimizar el número de ocasiones en las que el caboverdiano quedara expuesto a hacer faltas en el fake show, en las recuperaciones sobre el roll o en situaciones en desventaja en el cierre del rebote defensivo. Hágase la zona. Ajustada a los movimientos rivales, con closeouts definidos y riesgos calculados (sobre todo cuando ganas).

 

Chus ha ganado alineando a un chico de 19 años en una final de Euroliga. Utilizando a jugadores de brega, a jugadores de lucha, a veteranos con oficio y a otros con talento. También a dos chicos. Musa y Hezonja, que han tardado más tiempo de la cuenta en comprender lo que significa el Real Madrid, pero que finalmente lo han entendido. Todos, incluido un jugador que veía más cerca la retirada que otra cosa, Anthony Randolph, han aportado minutos de calidad, trabajo y tiempo de descanso para los que debían decidir el partido con la frescura necesaria. Chus y todo su cuerpo técnico han movido el banco con precisión quirúrgica y le han dado la última bola a Sergio Llull. Como toda la vida.

 

Este Real Madrid ha tirado de veteranos y noveles, de épica, de filosofía estoica, también de marrullerismo (de esto no presumo) y sobre todo de inteligencia y calma. La calma que nos desesperaba a los aficionados, mientras veíamos que se nos iba el título defendiendo en zona. La calma que le ha llevado a pensar a los aficionados de Olympiakos que no podían perder, pero que en realidad lo que ha hecho es desmontar su particular estrategia, hacerles olvidar que eran mejores y que debían haber apostado por un ritmo de posesiones superior para poder desgastar a aquellos que finalmente los apuñalaron: a Tavares, a Chacho y a Llull.

 

Pero repito, con el tiro de Llull en el aire Chus Mateo (también con el de Sloukas) estaba a la misma distancia del paro y del Olimpo. Salió cara. Venció el Real Madrid, ganó el trabajo silencioso, el entrenador de colegio que asciende paso a paso, sin saltarse ninguno. Ganó el entrenador que asciende humildemente, que escucha, aprende y guarda silencio, que apoya y secunda a su primer entrenador hasta el último aliento, incluido a Pablo Laso, hasta que estaba en su legítimo derecho de aspirar al puesto que hoy ostenta. Ganó Chus, ganamos todos con él.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Fleischmann vs Leonard

 



En el pueblo inventado de Cicely, en el que se encuentra ambientada la serie Doctor en Alaska, conviven un médico de carrera, el Doctor Fleischmann, procedente de Nueva York, y Leonard (sin apellido), un chamán salido de una de las tribus indígenas que aún resisten los envites de la megalomanía propia del hombre blanco. El primero es un gran conocedor de la disciplina, un concienzudo estudioso de las últimas novedades en el campo de la medicina, un firme creyente de las reglas de la causalidad y un descreído, en cambio, de la espiritualidad o la relación entre el ser humano y la naturaleza. El segundo también estudia, claro, pero dedica muchas más horas a convivir con los pacientes, en cuyas viviendas se instala para comprender mejor sus hábitos, acceder a su esencia y conocer sus relaciones antes de ofrecer un diagnóstico.

 

Últimamente me siento un poco Doctor Fleischmann, quizá porque la lista de pacientes se asemeja más a la suya que a la de Leonard. Y me afecta especialmente leer y reconocerme en la siguiente cita de Ernesto Sabato: Hoy el hombre no se siente un pecador, se cree un engranaje, lo que es trágicamente peor. Y esta profanación puede ser únicamente sanada con la mirada que cada uno dirige a los demás, no para evaluar los méritos de su realización personal ni analizar cualquiera de sus actos. Es un abrazo el que nos puede dar el gozo de pertenecer a una obra grande que a todos nos incluya.

 

Muchas veces me veo desde fuera ofreciendo las recetas que nuestro conocimiento del baloncesto nos invita a emitir. Velando por el equipo, ese poder abstracto que subyuga a los individuos cuando estos no pueden expresarse, a favor del equipo, esto sí, pero con cierto margen para la creatividad. Hace unos días un chico talentoso, inteligente, alto, coordinado, “hecho para jugar al baloncesto” dejó el equipo junior que entreno por una serie de razones sobre las que simplemente podría especular, pues, cual Doctor Fleischmann, en todo este tiempo me he dedicado únicamente a operar como un médico de carrera, un entrenador de pizarra, subsumido por una agenda que me impidió hacer lo que me hubiera gustado, ser Leonard, el chamán, y haber anticipado lo que sucedía, aunque fuera para determinar lo mismo, que quizá lo mejor de todo fuera que dejase el baloncesto. Que el baloncesto no es la panacea ni la solución de todo y que, tal vez, esté en lo cierto y lo mejor sea dejarlo, no seamos tan engreídos.

 

No sé si la responsabilidad es de Iberdrola, del precio del alquiler o de mi mediocridad (que me impide acceder a determinadas condiciones), pero acontecimientos como el abandono repentino (repentino a mis ojos ciegos) de este chico y otras situaciones me han llevado a replantearme mi posición dentro de este mundo. Aceptar determinado número de responsabilidades por llegar a fin de mes es deshonrar y faltar, tal vez no al código hipocrático ni al engranaje, pero sí a la visión más holística de lo que supone ser un educador y un entrenador. En este caso concreto, sin ir más lejos, el entrenamiento del junior sucede al del infantil. Termino y empiezo, como quien curte el cuero, sin esos milagrosos quince minutos previos en que palpas y sientes el corazón de los chicos. Y al terminar el fiambre soy yo. Luego no hay posibilidad para el diálogo, para la comunicación. Opero como el Doctor Fleischmann, normal que Maggie, la señorita O´Connell, piense que soy un tipo huraño.

 

Podría resignarme y decir que son las condiciones, que lo tomas o lo dejas, pero tras haber apostado por hacer buenas mis vocaciones, entrenar y escribir, aunque ambas sean por las renuncias que implican, como dice un buen amigo mío, casi un sacerdocio, y tras haber descartado juntar letras como quien pica carne, creo que ha llegado el momento de dejar de dar recetas en el consultorio de los banquillos y cambiar mi aproximación al entrenamiento en baloncesto, reduciendo el número de pacientes, maximizando el tiempo que paso con ellos, ensanchando los horizontes, profundizando en las relaciones. Y ya me las apañaré para vivir porque, como decía Julio Iglesias, me estaba olvidando de hacerlo. 

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

¿Así que quieres ser entrenador?

 



Esta entrada va dedicada a todos los entrenadores con los que compartí el curso de nivel II de la Federación Castellano y Leonesa de Baloncesto a lo largo del pasado mes de forma virtual y este último domingo en persona. Invirtiendo horas en su formación dignifican el oficio, dan valor al tiempo de sus jugadores y se hacen acreedores del respeto de su profesión, ojalá también del de sus empleadores y clientes/padres. Formarse, aunque sea en un campo tan gris y difuso como el de la táctica en baloncesto, donde muchas ideas distintas pueden funcionar siempre que caigan en terreno debidamente abonado y sean ejecutadas por jugadores inteligentes, físicos y técnicos es también una declaración de amor al baloncesto. Y quien ama el baloncesto, como quien se entrega apasionadamente a cualquier otra actividad con implicaciones sociales, ama forzosamente también a las personas, con todas sus imperfecciones.

 

Me hubiera gustado terminar mi intervención del pasado domingo leyendo un poema ya legendario de Charles Bukowski, escritor maldito perteneciente a la escuela del realismo sucio norteamericano, un transgresor no sabemos si por vocación, elección premeditada o necesidad urgente que en lo descarnado de sus letras retrató nuestra verdadera cara, la que nos ocultamos incluso a nosotros mismos para poder seguir viviendo. Pues bien, este poema, titulado ¿Así que quieres ser escritor?, es de recomendada lectura para todos aquellos que, ignorantes de lo que significa juntar unas letras que vayan más allá del mensaje de buenos días a su pareja o la típica parida del chat de amigos solteros, piensan que es muy fácil escribir guiados por una idea equivocada, la que tantas veces guía a los expertos en fútbol o sanidad: no haberlo hecho nunca.

 

Si no te sale ardiendo de dentro, a pesar de todo, no lo hagas. Entrenar no es una elección consciente, una de aquellas que se toman un domingo de verano sopesando pros y contras. Normalmente uno está delante de un grupo de jugadores antes de haberse hecho ninguna pregunta. Y una vez allí se desenvuelve con todas sus habilidades sociales, con su inteligencia lingüística, con su incipiente conocimiento del juego y, sobre todo, con su genuina pasión para la educación y el liderazgo, no necesariamente para el baloncesto.

 

Si tienes que esperar a que salga rugiendo de ti, espera pacientemente. Si nunca sale rugiendo de ti, haz otra cosa. Aquí Bukowski apela a una suerte de facilidad natural, una suerte de talento, en este caso para la pedagogía, la seducción y también para la visualización de situaciones dentro de una cancha. También a una motivación intrínseca, a un furor interno, no inducido por nadie que, en caso de no existir, no conviene buscar fuera. Antes es mejor dejarlo.

 

No seas soso y aburrido y pretencioso, no te consumas en tu amor propio. En fin, cuesta creer si es un poema dirigido a escritores noveles o una invitación a jubilarse para entrenadores desprovistos de alma y pagados de sí mismos. No hay peor escritor que el aburrido y pretencioso, pero este es un pecado aún más grave en el caso de los entrenadores de formación, quienes se enfrentan cada día a chavales estresados, con agendas de diplomático de carrera y cien alternativas de ocio a su alcance.

 

A no ser que quedarte quieto pudiera llevarte a la locura, al suicidio o al asesinato, no lo hagas. Un poco tremendista, tal vez, pero muy atinado. Mi amigo Fernando siempre dice que entrenar es una especie de sacerdocio laico por los votos que implica contraer. Más vale que esta elección provenga, por lo tanto, de un amor verdadero, de una pulsión irrefrenable, de un frenesí inicial que luego convendrá domar, eso sí, en un ejercicio de sobriedad y prudencia, dos valores fundamentales del buen entrenador.

 

Cuando sea verdaderamente el momento, y si has sido elegido, sucederá por sí solo y seguirá sucediendo hasta que mueras o hasta que muera en ti. No hay otro camino y nunca lo hubo. La carrera de entrenador es una llamada y, aunque no creo en este carácter casi divino, sí creo que, ante las dificultades que los profesionales afrontan en su día a día, no es una profesión para todo el mundo. También creo que uno es entrenador con independencia de que alinee a Lebron James o a un alevín de primer año en el acta. Cambia el tipo de baloncesto practicado, no la magia ejercida. Y no debería cambiar tampoco la pasión. Y si cambia, amigos, ya saben, no lo hagan.


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS 

Homo Deus

 


Ayer fue una de esas noches. Bajo el cielo estrellado del otro lado del parabrisas del autobús de Riojacar que nos trajo de vuelta a Logroño en la madrugada, me vi como Humphrey Bogart, Rick en Casablanca, reflexionando sobre lo poco que importan los problemas de dos o tres, o cinco, pequeños seres en este loco mundo. El autobús avanzaba desde la nada y hacia la nada más absoluta, aunque en el origen de su viaje hubiera un partido de baloncesto que ponía el punto final a una larga semana de trabajo que, tras tres intensas prórrogas, culminó con una decisión arbitral que esta vez no nos favoreció. Con el reloj a cero, los árbitros se vieron forzados a ser dioses y erraron como seres humanos que son, guiados por las emociones, con el intelecto en suspenso, de vacaciones, como cada vez que intervienen las emociones más primarias, puede que esta vez fuera el miedo. 

 

El deporte tiene estas cosas. Somos mercaderes de sentimientos, guías espirituales que intentan racionalizar todo lo que sucede para que luego el azar (una rueda pinchada, la cinta de una red de tenis), las decisiones de terceros o la genialidad de algunos jugadores especialmente talentosos nos expliquen qué fue lo que pasó (aunque nuevamente juguemos, a  posteriori, a racionalizarlo todo, buscando causas y efectos donde solo hubo circunstancia y acontecimiento). En una batalla como la de ayer, el entrenador a veces tiene que ponerse de perfil y observar cómo sus huestes se emplean en el campo de batalla regulando antes las emociones que la táctica, jugando a psicoanalistas y adivinos. Tanto trabajo para jugar a ser chamanes.

 

Las preguntas se agolpan. Lo hablaba con un compañero entrenador que ejerce el oficio de un modo distinto, amateur. Cuando tuvo la oportunidad de dar pasos hacia un futuro como entrenador profesional su visión cartesiana de la vida le recomendó no estar sometido a todos estos vaivenes de la fortuna. Quería desenvolverse en un marco más predecible y a priori seguro. Él es ingeniero y ha montado su propia empresa. Digamos que prefiere intentar ser dios antes que otros lo hagan por él, digamos que quiere que los aros sean un poco más grandes y la pelota algo más pequeña, trabajar a sesenta pulsaciones en vez de a ciento ochenta. Y en noches como esta, en fin, cómo no voy a entenderlo.

 

¿Cómo lo hubiera hecho Raúl? Este es un lema que siempre tenía en mente de adolescente, viendo al “7” del Madrid actuar en el campo con una actitud siempre modélica, mientras yo me volvía loco desde mi posición privilegiada como portero del equipo de mi colegio. Seguramente ayer tocaba dar la mano a los árbitros y desearles mejor suerte para la próxima ocasión, sin rencor alguno, con absoluta naturalidad, asumiendo que cuando la razón se ciega sus decisiones son tan imprevisibles como las de la red de Wimbledon. Pero estaba cabreado y les dije que su decisión era humana, pero cobarde, que lo sucedido me parecía tan evidente que no entendía cómo no podían haberlo visto. Sentía rabia, pensaba en las horas de trabajo, en las cinco horas de autobús que nos traerían de vuelta a Logroño para madrugar de nuevo en domingo lejos de mi pareja y mi familia. Me olvidé de Bogart y de Raúl. Tendré que ponerme otra vez Casablanca.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Ser o hacer, no he ahí la cuestión

 




—Yo sé quién soy —respondió don Quijote—, y sé que puedo ser, no solo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías. 

(En: https://cvc.cervantes.es/literatura/clasicos/quijote/edicion/parte1/cap05/default.htm)


Últimamente, reflexionando sobre la necesidad de afiliarme a una asociación o sindicato de entrenadores que, efectivamente, defienda los derechos de nuestra profesión (y los míos) he estado pensando mucho en los fundamentos de la misma, en lo que me une y separa (o podría llegar a unirme y/o separarme) de los otros entrenadores y en cuál es la verdadera dimensión de mi pasión por el oficio.

 

Personalmente, como buen ácrata, individualista y creativo (o eso intento) que exige de sus jugadores todo lo contrario (espíritu de equipo, cesión de la individualidad y disciplina en la toma de decisiones), me cuesta formar parte de todos aquellos clubes que me acepten como miembro. He aquí un Groucho Marx sin su talento y probablemente también sin gran parte de su cinismo. Creo que la definición acota y restringe libertades, aunque veo muy oportuno que se estandaricen unas condiciones mínimas que dignifiquen nuestra profesión, eviten abusos o la aceptación de los mismos por parte de pobres hombres que hacen un trabajo honrado por una miserable limosna. Es decir, detecto la necesidad de una negociación colectiva, de que se sienten las bases de un convenio y comprendo que la sindicación y la fuerza del número (eso es la democracia, la dictadura del número) son imperativas para la consecución de estas condiciones mínimas.

 

Ahora bien, sin querer ser demasiado crítico, y sin pensar en nadie en concreto, de vez en cuando observo trabajos indignos, no planificados, que se ejercen con un total desconocimiento del qué (el juego), el cómo (la metodología de la enseñanza-aprendizaje) y el a quién (la psicología de los niños y adolescentes, o de los adultos, vaya). Es decir, también comprendo que las empresas y sus clientes debieran dotarse de mecanismos de control para no estar ofreciendo condiciones dignas a trabajos indignos, lo cual, en ausencia de títulos que de verdad acrediten un knowhow (que, en fin, tampoco sería una solución), sin más baremos, muchas veces, que los resultados (peligrosísimo esto) para evaluar determinados trabajos, sería difícil de determinar. Un niño puede estar satisfecho si su autoestima se ve reforzada, aunque su progresión objetiva en el desempeño sea casi nula. Subjetivamente, pagaría de buen gusto una buena cuota por formar parte de la organización o club en el que milita, pero ¿merecería su entrenador cobrar lo que debe cobrar un entrenador de baloncesto sin hacer lo que debería hacer un entrenador de baloncesto, si alguien se atreve algún día a definir qué debe ser esto?

 

Hasta aquí las dificultades objetivas para definir el objeto de nuestra profesión y, por lo tanto, también la concreción de sus objetivos y contenidos, luego también para su evaluación. Quizá suceda en más profesiones, pero a mí me parece más evidente determinar cuál es la misión de un fontanero, un médico o un electricista. Pero, en fin, ahora vienen las dificultades subjetivas pues, aunque ninguna afiliación es irreversible, integrarse en una asociación es también asumir que eres lo que tal vez no eres por un proceso metonímico que me parece peligroso. Hay una identificación entre el hacer y el ser que limita al segundo, por amplio que pueda llegar a ser el concepto “entrenar baloncesto”, “liderar grupos”, “definir la estrategia de un equipo”.

 


En fin, como sugería anteriormente, tampoco me siento identificado con lo que muchos entrenadores hacen. Siguiendo el silogismo de la identificación entre el hacer y el ser, cada entrenador construye en cierta manera el baloncesto con sus propias prácticas, deja un poco de sí en lo que podemos llamar la cultura del baloncesto. ¿Siendo entrenador asumo por completo su tradición? Hay libertad de cátedra, lo sé, pero también hay una serie de asunciones que han llegado para quedarse por la vía de la costumbre y por el prestigio y la presunción de verdad que se le concede a determinadas figuras, casi siempre a la estela de sus triunfos.

 

¿Si soy entrenador debo protestar a los árbitros, presionarles para que me piten mejor apelando a su naturaleza humana, inestable, dubitativa? ¿Si soy entrenador debo exprimir las capacidades, esconder las deficiencias de los jugadores desde edades tempranas? Probablemente esto se escape a la pertenencia a una asociación, lo determinan el juego y las modas y, afiliados o no, pequemos de querer pertenecer a la masa, de falta de independencia y libertad de espíritu. En fin, nada me gustaría menos. No creo en el carácter positivo de la distinción por la distinción, pero sí en el efecto beneficioso de observar a la masa desde fuera, con cierta perspectiva.

 

En fin, siempre me ha costado saber lo que soy. Como buen sanchista (de Sancho, el personaje de la literatura universal que sobrevivirá al paso del tiempo) no me interesan los anhelos quijotescos, la fama o la gloria. Me gusta la indefinición, la aceptación de nuestra transitoriedad, el trabajo bien hecho que aclara conciencias sin alimentar anales, tertulias o enciclopedias. Creo que lo una vez hecho no volverá a servir, pues serán otras las circunstancias, otros los jugadores, aunque respondan al mismo nombre y apellido, de ahí que pueda darles al cura y al barbero, sin pena ninguna, mis cuadernos de entrenador, registros de lo que ya fue y nunca más será, para que los quemen junto a los libros de caballería. No creo en más hazaña que en la del próximo entrenamiento, aunque para él hayan hecho falta miles de horas de reflexión y aprendizaje previo. ¿Seguiré gozando de esta libertad o deberé parecerme cada vez más al resto?

 

Es decir, por aclararme yo. No sé qué están llamados a hacer los entrenadores de baloncesto, cuál es el objeto de su oficio. No sé si solo por ejercer lo son. No sé si yo ejerzo como tal y si, ejerciendo como tal, automáticamente lo soy. Y aun así creo que me afiliaré a un sindicato que defienda los derechos, no ya del entrenador de baloncesto, sino de la persona que llega a casa tras un viaje interminable y cruza la mirada con sus padres, su pareja o sus hijos. El trato digno, las condiciones mínimas no dependen de lo escrito hasta ahora, la distinción entre el ser y el hacer o la definición de entrenador, sino de la condición humana. E incluso los que son o ejercen como entrenadores las merecen. Incluso algunos que ahora sí tengo en mente, siempre que planifiquen, estudien el juego, los mecanismos de la enseñanza-aprendizaje, la sociología, la psicología, lean y discutan sobre filosofía, sean verdaderos líderes, también éticos, de las nuevas generaciones.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS