Individual... y ZONA

 


Del verano de las mixtas a la primavera de las zonas. Así podría resumirse el presente curso baloncestístico, iniciado con el título europeo de la selección española y que afronta su final con el Real Madrid como campeón de la Euroliga y los Miami Heat como flamantes finalistas de la NBA. La variedad estratégica y táctica de sus entrenadores ha determinado el éxito de sus proyectos tanto como la inclusión de jugadores veteranos en sus plantillas para cerrar los partidos.

 

101 años suman Lorenzo Brown, Sergio Rodríguez y Jimmy Butler, verdaderos clutch players, closers, que dirían en el béisbol. 168 años suman sus entrenadores, quienes han actuado como sabios generales protegiéndolos y resguardándolos hasta que llegó su hora. A los binomios Scariolo-Brown, Mateo-Chacho y Spoelstra-Butler habría que sumar la capacidad para mirar para otro lado o esconderse, también el saber hacer de los comandantes en la sombra, tantas veces criticados. El mejor es Riley, desde luego, pero qué decir de José Ignacio Hernández y qué callar de Juan Carlos Sánchez. En fin, que cada uno saque sus conclusiones, pero repártanse los méritos con ánimo de justicia y no de venganza.

 

Porque tampoco se trata de ninguna vendetta del baloncesto el modo en el que las variantes estratégicas han redimido o liberado el papel de espacios abandonados, perfiles de jugadores o estratagemas tácticas que parecían olvidadas. Los Celtics no supieron cómo atacar la zona abierta de los Heat, ajustada a pares, algo así como una 2-2-1 en ocho metros que mutaba de forma adaptándose a cualquier formación posible del ataque. Los Celtics no supieron cómo atacarla porque ninguno de sus jugadores, salvo quizá Horford, era capaz de jugar en los espacios intermedios, pasar antes de botar, mirar antes de recibir. Los Heat jugaron con la desaparición del juego en la media distancia y con la ansiedad de unos Celtics que, en vez de querer ganar un partido y jugar unas finales, pretendieron tentar a la historia y remontar un 3-0. Nuevamente en vano.

 

La zona 2-3 o 2-1-2 del Madrid, mucho más clásica, no pretende jugar con la ansiedad del rival, aunque también, sino, en primer lugar, proteger piezas de faltas y desgaste físico y evitar la exposición de otras que quiere a toda costa alinear en ataque. A falta de cambios de balonmano, Chus Mateo vio en esta formación defensiva, a la que fue añadiendo ajustes y en la que suelen brillar, además de la envergadura de Tavares, la inteligencia táctica y los desplazamientos sigilosos de jugadores como Rudy o Causeur, una solución a todos los males que aquejaban a su equipo.

 

En el caso de la selección española, la defensa mixta pretendía, además de anular a los mejores anotadores contrarios, montar, como ellos mismo admitían ante la ausencia de normas claras o una ejecución limpia de la misma, “jaleo, jaleo”. La mixta, como también las zonas, pero en mayor medida, consigue que el rival se detenga a analizar, deje de correr casi como respuesta automática de un cuerpo en alerta. Y a fe que lo consiguieron, sobre todo con jugadores cansados (no así con un Doncic fresco en los Juegos Olímpicos, quien poco a poco pudo descifrar las claves de la misma).

 

Ante estas trampas tácticas han caído como moscas equipos entrenados por grandes técnicos. A la mayoría de estos conjuntos les ha podido la ansiedad, una ansiedad que solía derivar en un cierto estatismo, en rigidez y dudas que se manifestaban a posteriori en el acierto en los lanzamientos de triple, solución casi universal, cuando no única. Desde luego, a todos los equipos los ha conducido a una alteración en el ritmo de juego, ha invalidado el valor de plantillas largas, ha sacado del partido a especialistas defensivos sin suficiente amenaza. Ha castigado a equipos de élite como hubiera hecho con equipos de cantera sin recursos técnico-tácticos suficientes.

 

Eso sí, no caigamos en el absurdo debate de trasladar esta táctica defensiva, orientada al éxito en la élite, a la formación. Todo tiene su tiempo y todo parte, también estas defensas zonales, de ajustes, mutantes o mixtas, de una buena técnica individual defensiva, de una adecuada comprensión de lo que está pasando, de los movimientos del rival y de la implementación de una fluida comunicación entre todos los jugadores. Y esto debe aprenderse, desde la base de una defensa de esfuerzo y sacrificio (valores que deben primar en las etapas formativas), a través de defensas individuales que poco a poco vayan añadiendo a la responsabilidad individual la responsabilidad individual de ayudar al otro hasta crear redes de cooperación mutua que las hagan invencibles y que, más adelante, podrán devenir en estas defensas alternativas que conceden títulos solo cuando se emplean al amparo de un plan estratégico global y en el marco de circunstancias muy concretas que el buen general sabrá diagnosticar para luego intervenir.

 

La principal invitación que nos hace este año de la zona es a no caer en dogmatismos, no abrazar con la misma fe ciega de los primeros apóstoles la nueva religión de los datos, las nuevas tendencias: el baloncesto es mucho más rico y complejo que todo eso. El abuso del triple, el olvido de la media distancia, la supuesta desaparición de los cincos, la presunta pérdida de relevancia de los bases, han dificultado el ataque a estos sistemas defensivos. Los sabios generales sabían lo que decían los números, cómo los jóvenes managers y entrenadores, y los no tan jóvenes, configurarían sus plantillas, sus sistemas de ataque, y opusieron viejas decisiones estratégicas y viejas aplicaciones prácticas (la táctica) contra las que estos no se habían preparado. Y les dieron la bola a sus lugartenientes aventajados, a los 101 años de Brown, Butler y Chacho, amparados por la zona, por Tavares, por secundarios de lujo. Por la inteligencia de sus entrenadores.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS


Entre el Olimpo y el paro

 




A falta de cinco segundos con el balón de Llull en el aire, Chus Mateo estaba a la misma distancia del Olimpo y el paro. Un fallo y todo hubieran sido críticas por la técnica de último cuarto, por mantener la zona mientras el reloj del partido se consumía, por darle a Llull, inédito hasta entonces, la última bola. Pero salió cara, y la bola entró. Y las penurias del otoño y del invierno son ahora loas y alabanzas tras los cinco partidos seguidos que nos han dado, no me oculto, la undécima Copa de Europa. Y Chus tiene contrato asegurado para el próximo año, ojalá que para los próximos diez, y es ya leyenda del madridismo.

 

Es posible que Chus cojee en algunas parcelas que un buen entrenador debe dominar. Que los estándares de exigencia en el día a día no sean los de Olympiakos y Barcelona, lo que ha pesado en determinados momentos de la temporada, en los que el equipo iba corto de fuelle y esfuerzo en defensa y de cohesión y automatismos en ataque. Puede que le haya costado siete meses dar con la química en el vestuario, conseguir que calase su mensaje de calma, tranquilidad y fe en la siembra. Pero Chus domina una parcela que es clave en sus éxitos: la liga ACB con Pablo Laso de baja y esta Euroliga: la ESTRATEGIA.

 

Chus es un sabio general que ya en la final de ACB del año pasado supo maximizar los recursos ofensivos (martirizando al Barça con el poste bajo de Deck) y sacar de quicio a los ya de por sí desquiciados jugadores del Barça, especialmente a Calathes. Y qué decir del giro de guion dado al equipo al término del segundo partido de la serie con Partizan, cuando tocó hacer inventario y analizar a fondo las fortalezas y debilidades de su equipo, las amenazas y oportunidades. Y en esto ha sido el mejor.

 

El Madrid quería tener en pista en determinados momentos a Chacho, Llull, Rudy y Causseur. En ellos reside el talento, la sabiduría y la experiencia que hacen falta para ganar partidos importantes, pero no la capacidad física para poder emplearse en defensa. Para tapar estas carencias, propias de su edad, necesitaba mantener a Tavares en cancha, un jugador muy pesado y con gran envergadura, lo que le suele costar muchas faltas. Pues bien, para mantener a Tavares en pista debía congelar el ritmo, evitar las rápidas transiciones y minimizar el número de ocasiones en las que el caboverdiano quedara expuesto a hacer faltas en el fake show, en las recuperaciones sobre el roll o en situaciones en desventaja en el cierre del rebote defensivo. Hágase la zona. Ajustada a los movimientos rivales, con closeouts definidos y riesgos calculados (sobre todo cuando ganas).

 

Chus ha ganado alineando a un chico de 19 años en una final de Euroliga. Utilizando a jugadores de brega, a jugadores de lucha, a veteranos con oficio y a otros con talento. También a dos chicos. Musa y Hezonja, que han tardado más tiempo de la cuenta en comprender lo que significa el Real Madrid, pero que finalmente lo han entendido. Todos, incluido un jugador que veía más cerca la retirada que otra cosa, Anthony Randolph, han aportado minutos de calidad, trabajo y tiempo de descanso para los que debían decidir el partido con la frescura necesaria. Chus y todo su cuerpo técnico han movido el banco con precisión quirúrgica y le han dado la última bola a Sergio Llull. Como toda la vida.

 

Este Real Madrid ha tirado de veteranos y noveles, de épica, de filosofía estoica, también de marrullerismo (de esto no presumo) y sobre todo de inteligencia y calma. La calma que nos desesperaba a los aficionados, mientras veíamos que se nos iba el título defendiendo en zona. La calma que le ha llevado a pensar a los aficionados de Olympiakos que no podían perder, pero que en realidad lo que ha hecho es desmontar su particular estrategia, hacerles olvidar que eran mejores y que debían haber apostado por un ritmo de posesiones superior para poder desgastar a aquellos que finalmente los apuñalaron: a Tavares, a Chacho y a Llull.

 

Pero repito, con el tiro de Llull en el aire Chus Mateo (también con el de Sloukas) estaba a la misma distancia del paro y del Olimpo. Salió cara. Venció el Real Madrid, ganó el trabajo silencioso, el entrenador de colegio que asciende paso a paso, sin saltarse ninguno. Ganó el entrenador que asciende humildemente, que escucha, aprende y guarda silencio, que apoya y secunda a su primer entrenador hasta el último aliento, incluido a Pablo Laso, hasta que estaba en su legítimo derecho de aspirar al puesto que hoy ostenta. Ganó Chus, ganamos todos con él.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Fleischmann vs Leonard

 



En el pueblo inventado de Cicely, en el que se encuentra ambientada la serie Doctor en Alaska, conviven un médico de carrera, el Doctor Fleischmann, procedente de Nueva York, y Leonard (sin apellido), un chamán salido de una de las tribus indígenas que aún resisten los envites de la megalomanía propia del hombre blanco. El primero es un gran conocedor de la disciplina, un concienzudo estudioso de las últimas novedades en el campo de la medicina, un firme creyente de las reglas de la causalidad y un descreído, en cambio, de la espiritualidad o la relación entre el ser humano y la naturaleza. El segundo también estudia, claro, pero dedica muchas más horas a convivir con los pacientes, en cuyas viviendas se instala para comprender mejor sus hábitos, acceder a su esencia y conocer sus relaciones antes de ofrecer un diagnóstico.

 

Últimamente me siento un poco Doctor Fleischmann, quizá porque la lista de pacientes se asemeja más a la suya que a la de Leonard. Y me afecta especialmente leer y reconocerme en la siguiente cita de Ernesto Sabato: Hoy el hombre no se siente un pecador, se cree un engranaje, lo que es trágicamente peor. Y esta profanación puede ser únicamente sanada con la mirada que cada uno dirige a los demás, no para evaluar los méritos de su realización personal ni analizar cualquiera de sus actos. Es un abrazo el que nos puede dar el gozo de pertenecer a una obra grande que a todos nos incluya.

 

Muchas veces me veo desde fuera ofreciendo las recetas que nuestro conocimiento del baloncesto nos invita a emitir. Velando por el equipo, ese poder abstracto que subyuga a los individuos cuando estos no pueden expresarse, a favor del equipo, esto sí, pero con cierto margen para la creatividad. Hace unos días un chico talentoso, inteligente, alto, coordinado, “hecho para jugar al baloncesto” dejó el equipo junior que entreno por una serie de razones sobre las que simplemente podría especular, pues, cual Doctor Fleischmann, en todo este tiempo me he dedicado únicamente a operar como un médico de carrera, un entrenador de pizarra, subsumido por una agenda que me impidió hacer lo que me hubiera gustado, ser Leonard, el chamán, y haber anticipado lo que sucedía, aunque fuera para determinar lo mismo, que quizá lo mejor de todo fuera que dejase el baloncesto. Que el baloncesto no es la panacea ni la solución de todo y que, tal vez, esté en lo cierto y lo mejor sea dejarlo, no seamos tan engreídos.

 

No sé si la responsabilidad es de Iberdrola, del precio del alquiler o de mi mediocridad (que me impide acceder a determinadas condiciones), pero acontecimientos como el abandono repentino (repentino a mis ojos ciegos) de este chico y otras situaciones me han llevado a replantearme mi posición dentro de este mundo. Aceptar determinado número de responsabilidades por llegar a fin de mes es deshonrar y faltar, tal vez no al código hipocrático ni al engranaje, pero sí a la visión más holística de lo que supone ser un educador y un entrenador. En este caso concreto, sin ir más lejos, el entrenamiento del junior sucede al del infantil. Termino y empiezo, como quien curte el cuero, sin esos milagrosos quince minutos previos en que palpas y sientes el corazón de los chicos. Y al terminar el fiambre soy yo. Luego no hay posibilidad para el diálogo, para la comunicación. Opero como el Doctor Fleischmann, normal que Maggie, la señorita O´Connell, piense que soy un tipo huraño.

 

Podría resignarme y decir que son las condiciones, que lo tomas o lo dejas, pero tras haber apostado por hacer buenas mis vocaciones, entrenar y escribir, aunque ambas sean por las renuncias que implican, como dice un buen amigo mío, casi un sacerdocio, y tras haber descartado juntar letras como quien pica carne, creo que ha llegado el momento de dejar de dar recetas en el consultorio de los banquillos y cambiar mi aproximación al entrenamiento en baloncesto, reduciendo el número de pacientes, maximizando el tiempo que paso con ellos, ensanchando los horizontes, profundizando en las relaciones. Y ya me las apañaré para vivir porque, como decía Julio Iglesias, me estaba olvidando de hacerlo. 

 

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¿Así que quieres ser entrenador?

 



Esta entrada va dedicada a todos los entrenadores con los que compartí el curso de nivel II de la Federación Castellano y Leonesa de Baloncesto a lo largo del pasado mes de forma virtual y este último domingo en persona. Invirtiendo horas en su formación dignifican el oficio, dan valor al tiempo de sus jugadores y se hacen acreedores del respeto de su profesión, ojalá también del de sus empleadores y clientes/padres. Formarse, aunque sea en un campo tan gris y difuso como el de la táctica en baloncesto, donde muchas ideas distintas pueden funcionar siempre que caigan en terreno debidamente abonado y sean ejecutadas por jugadores inteligentes, físicos y técnicos es también una declaración de amor al baloncesto. Y quien ama el baloncesto, como quien se entrega apasionadamente a cualquier otra actividad con implicaciones sociales, ama forzosamente también a las personas, con todas sus imperfecciones.

 

Me hubiera gustado terminar mi intervención del pasado domingo leyendo un poema ya legendario de Charles Bukowski, escritor maldito perteneciente a la escuela del realismo sucio norteamericano, un transgresor no sabemos si por vocación, elección premeditada o necesidad urgente que en lo descarnado de sus letras retrató nuestra verdadera cara, la que nos ocultamos incluso a nosotros mismos para poder seguir viviendo. Pues bien, este poema, titulado ¿Así que quieres ser escritor?, es de recomendada lectura para todos aquellos que, ignorantes de lo que significa juntar unas letras que vayan más allá del mensaje de buenos días a su pareja o la típica parida del chat de amigos solteros, piensan que es muy fácil escribir guiados por una idea equivocada, la que tantas veces guía a los expertos en fútbol o sanidad: no haberlo hecho nunca.

 

Si no te sale ardiendo de dentro, a pesar de todo, no lo hagas. Entrenar no es una elección consciente, una de aquellas que se toman un domingo de verano sopesando pros y contras. Normalmente uno está delante de un grupo de jugadores antes de haberse hecho ninguna pregunta. Y una vez allí se desenvuelve con todas sus habilidades sociales, con su inteligencia lingüística, con su incipiente conocimiento del juego y, sobre todo, con su genuina pasión para la educación y el liderazgo, no necesariamente para el baloncesto.

 

Si tienes que esperar a que salga rugiendo de ti, espera pacientemente. Si nunca sale rugiendo de ti, haz otra cosa. Aquí Bukowski apela a una suerte de facilidad natural, una suerte de talento, en este caso para la pedagogía, la seducción y también para la visualización de situaciones dentro de una cancha. También a una motivación intrínseca, a un furor interno, no inducido por nadie que, en caso de no existir, no conviene buscar fuera. Antes es mejor dejarlo.

 

No seas soso y aburrido y pretencioso, no te consumas en tu amor propio. En fin, cuesta creer si es un poema dirigido a escritores noveles o una invitación a jubilarse para entrenadores desprovistos de alma y pagados de sí mismos. No hay peor escritor que el aburrido y pretencioso, pero este es un pecado aún más grave en el caso de los entrenadores de formación, quienes se enfrentan cada día a chavales estresados, con agendas de diplomático de carrera y cien alternativas de ocio a su alcance.

 

A no ser que quedarte quieto pudiera llevarte a la locura, al suicidio o al asesinato, no lo hagas. Un poco tremendista, tal vez, pero muy atinado. Mi amigo Fernando siempre dice que entrenar es una especie de sacerdocio laico por los votos que implica contraer. Más vale que esta elección provenga, por lo tanto, de un amor verdadero, de una pulsión irrefrenable, de un frenesí inicial que luego convendrá domar, eso sí, en un ejercicio de sobriedad y prudencia, dos valores fundamentales del buen entrenador.

 

Cuando sea verdaderamente el momento, y si has sido elegido, sucederá por sí solo y seguirá sucediendo hasta que mueras o hasta que muera en ti. No hay otro camino y nunca lo hubo. La carrera de entrenador es una llamada y, aunque no creo en este carácter casi divino, sí creo que, ante las dificultades que los profesionales afrontan en su día a día, no es una profesión para todo el mundo. También creo que uno es entrenador con independencia de que alinee a Lebron James o a un alevín de primer año en el acta. Cambia el tipo de baloncesto practicado, no la magia ejercida. Y no debería cambiar tampoco la pasión. Y si cambia, amigos, ya saben, no lo hagan.


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS 

Homo Deus

 


Ayer fue una de esas noches. Bajo el cielo estrellado del otro lado del parabrisas del autobús de Riojacar que nos trajo de vuelta a Logroño en la madrugada, me vi como Humphrey Bogart, Rick en Casablanca, reflexionando sobre lo poco que importan los problemas de dos o tres, o cinco, pequeños seres en este loco mundo. El autobús avanzaba desde la nada y hacia la nada más absoluta, aunque en el origen de su viaje hubiera un partido de baloncesto que ponía el punto final a una larga semana de trabajo que, tras tres intensas prórrogas, culminó con una decisión arbitral que esta vez no nos favoreció. Con el reloj a cero, los árbitros se vieron forzados a ser dioses y erraron como seres humanos que son, guiados por las emociones, con el intelecto en suspenso, de vacaciones, como cada vez que intervienen las emociones más primarias, puede que esta vez fuera el miedo. 

 

El deporte tiene estas cosas. Somos mercaderes de sentimientos, guías espirituales que intentan racionalizar todo lo que sucede para que luego el azar (una rueda pinchada, la cinta de una red de tenis), las decisiones de terceros o la genialidad de algunos jugadores especialmente talentosos nos expliquen qué fue lo que pasó (aunque nuevamente juguemos, a  posteriori, a racionalizarlo todo, buscando causas y efectos donde solo hubo circunstancia y acontecimiento). En una batalla como la de ayer, el entrenador a veces tiene que ponerse de perfil y observar cómo sus huestes se emplean en el campo de batalla regulando antes las emociones que la táctica, jugando a psicoanalistas y adivinos. Tanto trabajo para jugar a ser chamanes.

 

Las preguntas se agolpan. Lo hablaba con un compañero entrenador que ejerce el oficio de un modo distinto, amateur. Cuando tuvo la oportunidad de dar pasos hacia un futuro como entrenador profesional su visión cartesiana de la vida le recomendó no estar sometido a todos estos vaivenes de la fortuna. Quería desenvolverse en un marco más predecible y a priori seguro. Él es ingeniero y ha montado su propia empresa. Digamos que prefiere intentar ser dios antes que otros lo hagan por él, digamos que quiere que los aros sean un poco más grandes y la pelota algo más pequeña, trabajar a sesenta pulsaciones en vez de a ciento ochenta. Y en noches como esta, en fin, cómo no voy a entenderlo.

 

¿Cómo lo hubiera hecho Raúl? Este es un lema que siempre tenía en mente de adolescente, viendo al “7” del Madrid actuar en el campo con una actitud siempre modélica, mientras yo me volvía loco desde mi posición privilegiada como portero del equipo de mi colegio. Seguramente ayer tocaba dar la mano a los árbitros y desearles mejor suerte para la próxima ocasión, sin rencor alguno, con absoluta naturalidad, asumiendo que cuando la razón se ciega sus decisiones son tan imprevisibles como las de la red de Wimbledon. Pero estaba cabreado y les dije que su decisión era humana, pero cobarde, que lo sucedido me parecía tan evidente que no entendía cómo no podían haberlo visto. Sentía rabia, pensaba en las horas de trabajo, en las cinco horas de autobús que nos traerían de vuelta a Logroño para madrugar de nuevo en domingo lejos de mi pareja y mi familia. Me olvidé de Bogart y de Raúl. Tendré que ponerme otra vez Casablanca.

 

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Ser o hacer, no he ahí la cuestión

 




—Yo sé quién soy —respondió don Quijote—, y sé que puedo ser, no solo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías. 

(En: https://cvc.cervantes.es/literatura/clasicos/quijote/edicion/parte1/cap05/default.htm)


Últimamente, reflexionando sobre la necesidad de afiliarme a una asociación o sindicato de entrenadores que, efectivamente, defienda los derechos de nuestra profesión (y los míos) he estado pensando mucho en los fundamentos de la misma, en lo que me une y separa (o podría llegar a unirme y/o separarme) de los otros entrenadores y en cuál es la verdadera dimensión de mi pasión por el oficio.

 

Personalmente, como buen ácrata, individualista y creativo (o eso intento) que exige de sus jugadores todo lo contrario (espíritu de equipo, cesión de la individualidad y disciplina en la toma de decisiones), me cuesta formar parte de todos aquellos clubes que me acepten como miembro. He aquí un Groucho Marx sin su talento y probablemente también sin gran parte de su cinismo. Creo que la definición acota y restringe libertades, aunque veo muy oportuno que se estandaricen unas condiciones mínimas que dignifiquen nuestra profesión, eviten abusos o la aceptación de los mismos por parte de pobres hombres que hacen un trabajo honrado por una miserable limosna. Es decir, detecto la necesidad de una negociación colectiva, de que se sienten las bases de un convenio y comprendo que la sindicación y la fuerza del número (eso es la democracia, la dictadura del número) son imperativas para la consecución de estas condiciones mínimas.

 

Ahora bien, sin querer ser demasiado crítico, y sin pensar en nadie en concreto, de vez en cuando observo trabajos indignos, no planificados, que se ejercen con un total desconocimiento del qué (el juego), el cómo (la metodología de la enseñanza-aprendizaje) y el a quién (la psicología de los niños y adolescentes, o de los adultos, vaya). Es decir, también comprendo que las empresas y sus clientes debieran dotarse de mecanismos de control para no estar ofreciendo condiciones dignas a trabajos indignos, lo cual, en ausencia de títulos que de verdad acrediten un knowhow (que, en fin, tampoco sería una solución), sin más baremos, muchas veces, que los resultados (peligrosísimo esto) para evaluar determinados trabajos, sería difícil de determinar. Un niño puede estar satisfecho si su autoestima se ve reforzada, aunque su progresión objetiva en el desempeño sea casi nula. Subjetivamente, pagaría de buen gusto una buena cuota por formar parte de la organización o club en el que milita, pero ¿merecería su entrenador cobrar lo que debe cobrar un entrenador de baloncesto sin hacer lo que debería hacer un entrenador de baloncesto, si alguien se atreve algún día a definir qué debe ser esto?

 

Hasta aquí las dificultades objetivas para definir el objeto de nuestra profesión y, por lo tanto, también la concreción de sus objetivos y contenidos, luego también para su evaluación. Quizá suceda en más profesiones, pero a mí me parece más evidente determinar cuál es la misión de un fontanero, un médico o un electricista. Pero, en fin, ahora vienen las dificultades subjetivas pues, aunque ninguna afiliación es irreversible, integrarse en una asociación es también asumir que eres lo que tal vez no eres por un proceso metonímico que me parece peligroso. Hay una identificación entre el hacer y el ser que limita al segundo, por amplio que pueda llegar a ser el concepto “entrenar baloncesto”, “liderar grupos”, “definir la estrategia de un equipo”.

 


En fin, como sugería anteriormente, tampoco me siento identificado con lo que muchos entrenadores hacen. Siguiendo el silogismo de la identificación entre el hacer y el ser, cada entrenador construye en cierta manera el baloncesto con sus propias prácticas, deja un poco de sí en lo que podemos llamar la cultura del baloncesto. ¿Siendo entrenador asumo por completo su tradición? Hay libertad de cátedra, lo sé, pero también hay una serie de asunciones que han llegado para quedarse por la vía de la costumbre y por el prestigio y la presunción de verdad que se le concede a determinadas figuras, casi siempre a la estela de sus triunfos.

 

¿Si soy entrenador debo protestar a los árbitros, presionarles para que me piten mejor apelando a su naturaleza humana, inestable, dubitativa? ¿Si soy entrenador debo exprimir las capacidades, esconder las deficiencias de los jugadores desde edades tempranas? Probablemente esto se escape a la pertenencia a una asociación, lo determinan el juego y las modas y, afiliados o no, pequemos de querer pertenecer a la masa, de falta de independencia y libertad de espíritu. En fin, nada me gustaría menos. No creo en el carácter positivo de la distinción por la distinción, pero sí en el efecto beneficioso de observar a la masa desde fuera, con cierta perspectiva.

 

En fin, siempre me ha costado saber lo que soy. Como buen sanchista (de Sancho, el personaje de la literatura universal que sobrevivirá al paso del tiempo) no me interesan los anhelos quijotescos, la fama o la gloria. Me gusta la indefinición, la aceptación de nuestra transitoriedad, el trabajo bien hecho que aclara conciencias sin alimentar anales, tertulias o enciclopedias. Creo que lo una vez hecho no volverá a servir, pues serán otras las circunstancias, otros los jugadores, aunque respondan al mismo nombre y apellido, de ahí que pueda darles al cura y al barbero, sin pena ninguna, mis cuadernos de entrenador, registros de lo que ya fue y nunca más será, para que los quemen junto a los libros de caballería. No creo en más hazaña que en la del próximo entrenamiento, aunque para él hayan hecho falta miles de horas de reflexión y aprendizaje previo. ¿Seguiré gozando de esta libertad o deberé parecerme cada vez más al resto?

 

Es decir, por aclararme yo. No sé qué están llamados a hacer los entrenadores de baloncesto, cuál es el objeto de su oficio. No sé si solo por ejercer lo son. No sé si yo ejerzo como tal y si, ejerciendo como tal, automáticamente lo soy. Y aun así creo que me afiliaré a un sindicato que defienda los derechos, no ya del entrenador de baloncesto, sino de la persona que llega a casa tras un viaje interminable y cruza la mirada con sus padres, su pareja o sus hijos. El trato digno, las condiciones mínimas no dependen de lo escrito hasta ahora, la distinción entre el ser y el hacer o la definición de entrenador, sino de la condición humana. E incluso los que son o ejercen como entrenadores las merecen. Incluso algunos que ahora sí tengo en mente, siempre que planifiquen, estudien el juego, los mecanismos de la enseñanza-aprendizaje, la sociología, la psicología, lean y discutan sobre filosofía, sean verdaderos líderes, también éticos, de las nuevas generaciones.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS