Dos años, un CLUB.







En la Santa Marta de ni tren ni tranvía, en este bebedero del río Tormes en el que las malas lenguas dicen, se bebe de todo menos agua, existe un club de baloncesto que sobrevive, oh milagro, a la omnipresente crisis económica estirando el valor del euro a base de sangre, sudor y lágrimas. Así lo acreditan mis presencias en la sede durante estos dos años en los que he defendido sus colores desde dentro. Allí, en unas oficinas separadas unos cuantos escalones, nunca los conté, del suelo, padres y madres consumen sus horas de ocio entre papeles, fotografías y ordenadores que hacen las veces de estufa durante el invierno. Se hacen llamar directivos por no presumir de lo que realmente son. Currantes.



Pronto, no sólo a través de estas impúdicas visitas que realizaba casi siempre para pedir, ya fuera información, ayuda o soldada, descubrí que detrás del armazón institucional y simbólico de la entidad se escondía una filosofía bifaz basada en el binomio baloncesto y niños. No por casualidad es el Club de Baloncesto Santa Marta el que menor cuota exige a los padres de los jugadores y jugadoras en toda la región. Porque practicar el baloncesto de manera competitiva no ha de ser un privilegio al alcance de unos pocos, ni siquiera una dolorosa punzada en los riñones de las economías domésticas.



Pero no se trata sólo de pagar poco, sino también de competir y pasear el nombre de la ciudad por toda Castilla y León. Y poco faltó este año para que las infantiles (las “infantilas”, como se hacían llamar) del club desfilaran de rojo y negro en el Campeonato de España de Lanzarote. Su tercer puesto en el campeonato regional, además de un logro histórico para el club, anuncia años de bonanza para la sección femenina. Y es que las chicas reivindican su lugar dentro de un mundo marcado por las emes del mercado y el machismo.



Más oscuros se ciernen los cielos para los chicos. A escasos metros del Pabellón Municipal se levanta el estadio de fútbol Alfonso San Casto donde juega sus partidos como local el Tercera División y, también, varios equipos de cantera que aspiran, cual agujero negro, a muchos de los mejores atletas de la localidad. Además, en la capital salmantina, el C.B. Tormes, equipo con plataforma en EBA, cuya dirección técnica reposa, además, en manos experimentadas, se presenta como una dura competencia que expide, por acción u omisión, jugosos pasaportes para que los chicos de Santa Marta cambien sus colores. De hecho, lo reconozco, nada me dolió más que ver cómo cuatro preinfantiles renunciaban a seguir creciendo en el club para apuntarse a un carro, el del ganador que, por cierto, y a modo anecdótico, descarriló.



No dejan de ser lecciones. Lecciones, procedentes muchas de ellas de los conocimientos y experiencias de grandes profesionales. En el primer año, sobre todo, de José Ignacio Iglesias Martín, Nacho para todos los niños y niñas que aprendieron a tirar gracias a él. Nacho, también para mí, afortunado discípulo que, recién llegado, recibió la grata noticia de saberse su ayudante. Lo supe a través de Isidro Álvarez, uno de los grandes responsables de la progresión del club en términos técnico-tácticos, un entrenador empeñado en hacer de cualquier entrenamiento y partido un homenaje al baloncesto más puro. Su salida, en busca de nuevas perspectivas y retos, parecía dejar un vacío difícil de cubrir.



Pero no fue así. No porque Pedro S. Torrecilla se puso al frente y asumió el relevo. Su presencia se multiplicó de tal manera que siempre sabías que podías contar con él para lo que fuera necesario. De él me llevaré para siempre la meticulosidad con que analiza cada detalle, el modo en el que aprovecha los ejercicios para trasladarle a los jugadores su manera de entender el juego. Pero si un mérito es atribuible a su labor, ése es el de hacer del elenco de entrenadores una pequeña familia. Pablo, Jorge, Eva, Luismi, Tomás, Fran, también los que llegáis ahora Manu y Víctor, sabedlo bien, quedáis al frente de una gran responsabilidad. Seguid disfrutando del entrenamiento, enseñando y aprendiendo de los chicos y honrando en cada planificación, preparación de entrenamiento o partido, el orgullo que supone formar parte de este club.



Hablando de nombres no me gustaría olvidarme de mencionar el de Manuel Santos, verdadero valedor de este proyecto. Con su ejemplo pone en duda la veracidad de aquellos versos del cantante que dicen “las obras quedan, las gentes se van”. Pasarán los años, crecerán sus hijos, cambiarán los tiempos y, sin embargo, el baloncesto en Santa Marta seguirá llevando su sello personal. Ojalá no le abandonen nunca las fuerzas porque sin él los cimientos de estos muros podrían resquebrajarse en cualquier momento.



Me llevo infinitos aprendizajes, las alforjas llenas de viajes, sonrisas infantiles y experiencias inolvidables y, aunque nuestros caminos se separan, no me importará seguir siendo el cronista de los logros improbables (no por falta de talento, sino por las trabas que debe superar) de un club inverosímil que sobrevive gracias al esfuerzo diario y lleno de fe de quienes apuestan por ese binomio que es su filosofía, por la felicidad de los chicos practicando el baloncesto. 

Ahora unas cuantas imágenes...

Primer campus organizado por el club en el que participé. Junio de 2011.



Último partido del grupo infantil masculino. Temporada 2011-2012



Después del último partido del grupo cadete. Temporada 2011-2012


Padres, madres y entrenadores frente al Ayuntamiento de Santa Marta reclamando justicia (¿Enamorado del deporte equivocado?)



Carrera solidaria en enero de 2013. Me faltó muy poco para subir al podio. 


Junior 2012-2013. Casi no llego a la foto (y falta Jesús, el Duque de Béjar)



... y un vídeo en cuya elaboración tuve el placer de participar junto al gran ideólogo y productor Pedro S. Torrecilla.



UN ABRAZO Y MUCHAS GRACIAS AL CLUB BALONCESTO SANTA MARTA POR ESTOS DOS AÑOS DE BALONCESTO.

La leyenda, el base, el hombre





El vecino amable. El yerno ideal. El perfecto anfitrión. El base que todos quisimos ser algún día, aunque sólo fuera jugando un partido con amigos. También un hombre perseguido por la sombra de la sospecha, por las sombras, en definitiva, que nos envuelven a todos para cegarnos de vez en cuando. Porque amar el baloncesto es tarea sencilla. Es un acto de entrega continua que encuentra, tarde o temprano, la recompensa. En cambio, amar a una mujer, ése sí que es asunto complejo. También de entrega, tal vez, pero poliédrico. Nunca esférico. 

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UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

La Academia de Theodoros




Basta una fugaz ojeada a su retrato para comprender que Theodoros Papaloukas no podía haber nacido en otro lugar que no fuera Atenas. Los ojos, pequeños, su nariz a dos aguas y su perfilada barbilla dotan a su rostro de un carácter ineludiblemente griego. Estoy convencido que, de haber habitado en la Antigüedad Clásica, podría haber cultivado cualquiera de las artes liberales, ser geómetra o gramático, filósofo o músico. De hecho, a su manera, teniendo en cuenta el tiempo en el que le tocó vivir, sacó a relucir su sabiduría en el deporte que mejor combina el arte y la ciencia, el baloncesto.

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Un oficio del siglo XXI







Entrenar es ante todo un oficio, una “ocupación habitual”, un arte que se puede aprender, pero que en el que las dosis de inspiración marcan enormes diferencias. Al contrario que en los viejos talleres la tarea se enseña mientras se aprende, se absorbe haciendo y deshaciendo, errando de manera más o menos patente o prudente. No hay oficiales que compartan todos los secretos ni aprendices dóciles que los tomen al pie de la letra. Hay jerarquías, sí, pero van y vienen al compás disarmónico de los resultados, la fama y un prestigio no siempre bien ganado. O perdido.



No se entrena ni por dinero ni por prestigio. Si nunca te planteaste entrenar sin recompensa monetaria, olvídate, naciste para este mundo, pero no para este oficio. El placer de enseñar debe ser suficiente, al menos en los comienzos, para saciar el innato apetito de educar. Ojo, no saquen tajada de esto los directivos de los clubes; cuando la responsabilidad se incrementa y el placer disminuye, ahí deben aparecer los billetes para hacer justicia y darle a cada uno lo suyo.



En este oficio, dicen los que saben, los que saben hoy, matizo (que vaya usted a saber quiénes son los que ganan, ay perdón, los que saben mañana), que todo está inventado. Y yo me pregunto, ¿cómo va a estar todo inventado en una actividad que es suma de artes, ciencias y saberes, que es asunto de unos pocos años y que es reflejo, por definición, de la sociedad y sus cambios? Sólo encuentro dos razones para mantener tan osado y esclerótico discurso. La primera, que es lo más cómodo. Reciclarse cuesta un riñón, unos cuantos euros y unas pocas canas. La segunda, que es una estrategia. Ustedes créanse este discurso y sigan haciendo lo que se viene haciendo porque se ha hecho así toda la vida, mientras yo leo, remuevo e interactúo con otras escuelas de baloncesto y saco el máximo jugo de los recursos humanos de mi plantilla. Y a ver quién gana al final. El baloncesto es un hábito, sí, pero no una costumbre inamovible. Es de ayer, sí, pero también de hoy y de mañana. Como reza el título de la entrada, es un oficio de este siglo, pero también lo será del siguiente. Así que inventen, innoven, creen y, sobre todo, disfruten haciéndolo.



Tengan cuidado. Este oficio, como el amor o el tabaco, perjudica seriamente la salud. La suya y la de quienes le rodean. Pero bendita muerte lenta la nuestra si mientras, durante el proceso, uno se reconcilia con el ser humano en un estadio primitivo, el de la comunidad. Porque no creo que sea parte del oficio de entrenador ejercer de padre o madre, jugar a los médicos ni a los psicólogos o tratar de establecer un corpus jurídico demasiado denso para el funcionamiento diario del grupo. No, se trata de guiar al conjunto hacia unos resultados, deportivos y también humanos, pero siempre en referencia a eso, al colectivo. Porque en la búsqueda de objetivos comunes y protegido por la manada el individuo debe sentirse reconfortado. Conocido su rol, todo lo que le queda es luchar por la promoción social y profesional. Conocidas las reglas, sólo le queda convivir o marcharse. En un siglo en el que las sociedades confundieron complejidad con bienestar, es tarea del entrenador hacerlo simple. Porque el juego, precisamente, cuanto más simple más efectivo. Y bello.



Hablando de belleza, es tarea del entrenador perseguir lo estético y promover lo ético. Y si fuera bello matar no lo dudemos, prohibámoslo. No cabe el conflicto entre la victoria en el marcador y la victoria completa. Algunos atajos pueden resultar atractivos, pero no olviden nunca que una ninfa, Calipso, esbelta y aparente, retuvo a Odiseo durante siete años alejándolo de su hogar.



¿Y cuál es la patria del entrenador si cada poco hace y deshace sus maletas, si en cada puerto se deja un amor, una pluma y un aliento? Pues sus ideas. Ideas expuestas, siempre, al escrutinio de la duda. Duda que no justifica la práctica repetida del adulterio con uno mismo y sus principios. Porque ya lo decía Schopenhahuer, “no hay viento favorable para el que no sabe hacia dónde se dirige”.



Por último un recordatorio. Para despistados o fanfarrones. Este oficio sobrevivirá en tanto que exista baloncesto, mientras haya niños que aspiren a dominarlo o, simplemente, jugarlo con cierta destreza. De su futuro dependerá el nuestro. Sólo por si alguna vez intentan ponerse por encima del propio deporte. O, y esto es más grave aún, por encima de un niño.





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Querido Parque


baloncesto en el parque Salamanca



Querido parque:



Hoy te he vuelto a encontrar vacío. Solo con tu soledad. Sólo entre tanta gente. Gente en sus casas, me refiero. Gente que ya no conoces porque gente, lo que se dice gente, no son. Y es que los ciudadanos del siglo XXI son meras prolongaciones de un dedo pulgar que, cuentan, es capaz de conectarse con el mundo con la simple ayuda de unas teclas. Un dedo pulgar hiperdesarrollado y ágil producto de una evolución que pretende acabar contigo, vaciarte de sentido, ponerte en contra del progreso y hacerte parecer un mal necesario en cuyo lugar, muchos, embebidos por la acumulación de riqueza, imaginan una nueva mole de hormigón.



Qué paradojas trae consigo lo nuevo. Cómo te explicas, si no, que ahora seas el pulmón de la ciudad cuando antes eras el peor azote de los nuestros. Porque entre el polvo de las pistas y el polen primaveral nos dejábamos el aire persiguiendo a una pelota, a un amigo o corriendo delante de la fauna autóctona (entiéndase en un contexto de supervivencia) a la que solíamos clasificar, groseramente, y aunque no todos lo fueran, como gitanos. Ahora, aunque algunos no lo crean, ni siquiera ellos te visitan. De vez en cuando sacan la guitarra y el arte a la puerta de sus casas, pero ya no juegan, no inventan, no traman. No, al menos, en el parque.



Y eso que parques como tú, hay muchos, miles. Los hay grandes y también pequeños. Los hay, intrépidos, que desnudos se exponen al sol y otros que, en cambio, más tímidos, se esconden entre hileras de árboles. Algunos tienen una belleza singular y otros son singulares porque ninguna otra palabra podría definirlos. En todos conviene, eso sí, ir vestido de oscuro. De lo contrario, el verde del césped, o los restos de barro serán motivo de disputa al llegar a casa. Todos tuvimos uno, como tú, al que bajar, porque al parque siempre se “bajaba”, aunque estuviera en lo alto de un cerro.



Antes, hace unos años, eras un lugar de encuentro irrenunciable del que costaba marcharse. Cuando el sol caía y la cena empezaba a convertirse en una verdadera obsesión para nuestras madres, ante amenazas veladas (“Me voy, Juanjo, ahí te quedas”) y siempre media hora más tarde de lo convenido, terminábamos cediendo y aceptando que tendríamos que despedirnos de ti hasta el día siguiente. Ahora, en cambio, eres lugar de paso. Cuanto más rápido mejor, que al aire libre hace calor, que en tus columpios no venden cerveza, que no hay wi-fi, que no hay tiendas. Que llueve. 


Olvidan que eres el símbolo de la amistad, la catedral de cada barrio, la mejor escuela. Una selva con sus propias reglas, puede que injustas, pero conocidas. Si eres pequeño te piras. Si eres débil también. Si huyes, te persiguen. Si te quedas, te respetan. El parque... La vida.



Sobrevivirás, quiero pensar. Te protegen los planes urbanísticos, la Ley del Suelo y los movimientos verdes. Y si con sobrevivir no te basta, acéptame este consejo. Recorre de nuevo, aunque sólo sea mentalmente, esas pisadas que no son pisadas, que son etapas para jugar a las chapas. Y esos triángulos donde colocábamos las canicas. Y esos maderos doblados del banco donde se enamoraron Ana y Miguel. Y Rosa y Antonio. Y... bueno, muchos más.



Hoy bajé al parque y vi a un niño asomado a la ventana. Y esperando verle morir allí mismo de envidia, imagínate cuál fue mi sorpresa cuando se empezó a reír de un pobre chaval con un balón en las manos. El balón era mío y el chaval era yo. Pero el equivocado no. El equivocado era él, por mucho que sonriera. Por muy sugerente que fuera su próximo plan casero.



Y como él muchos. Y como tú, querido parque, también. Niños y parques igualmente vacíos. Unos por elección, suya o de los padres, otros como consecuencia. Pero si por ti me entristezco, querido parque, porque tus recuerdos irán languideciendo y tú con ellos, por los chicos casi muero. Porque sin un parque al que bajar, los niños no llegarán a conocer por qué para mí y múltiples generaciones de este país y de otros, más en verano, pero también en invierno, fuiste el inconfundible sitio de nuestro recreo, un sitio al que siempre, siempre, podremos regresar. Y lo haremos.





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Memorias de entrenador (II). El juego






Aquí sigo, pasando a limpio pensamientos, apuntes y notas tomadas durante un año de baloncesto que incluyó 110 sesiones de entrenamiento, 16 partidos oficiales y 10 amistosos. De ello dejan constancia cuadernos, libretas y algunas hojas sueltas. También algunos vídeos. Y si en la anterior entrada me centré en el aspecto psicológico y humano hoy trataré de hacerlo en el juego utilizando, eso sí, la misma fórmula que entonces, es decir, encabezar cada pensamiento con el título de alguna de mis obras favoritas, de cine o literatura.

Doce Hombres sin Piedad. Denle la vuelta al argumento de esta genial obra de Sidney Lumet, calculen el inverso de doce y tendrán resumida la difícil tarea de repartir los minutos, escasos, entre doce jugadores de ambiciones ilimitadas. Introduzcan en el algoritmo una plantilla no confeccionada sobre plano, descompensada por exceso de exteriores y no siempre equitativa en lo referente a la suma de talento y esfuerzo. Añádenle, además, la necesidad de impartir justicia en base a los méritos contraídos durante los entrenamientos. Después de esto tendrán una planilla, un modelo de rotación que el devenir del encuentro pondrá a prueba en forma de faltas personales, jugadores inspirados, o todo lo contrario, y movimientos tácticos del rival. Lo dicho, un hombre pensando por doce y doce pensando por cada cual. Un reto al que se enfrentan numerosos entrenadores cada año. Un reto que algunos no superamos.

Tiempos Modernos. Aunque en la crítica al sistema de producción fordista que presenta Chaplin en esta inolvidable película, se plantea una drástica ruptura con todo lo anterior, en el baloncesto, hablo del juego, algunos axiomas se resisten a envejecer y dejar paso a otros nuevos. Ahora, como antes, los éxitos de los equipos se fundamentan en la labor de dirección de un base y en la presencia, en ambos lados de la cancha, de un jugador interior, en nuestro caso, un alero reconvertido a cinco muy a mi pesar (y al suyo). Cuando los bases se erigieron en puntales de nuestra defensa, cuando controlaron el ritmo, perdieron pocos balones y, además, anotaron, jugamos mejor baloncesto. Cuando nuestro hombre grande cambió tiros, dominó el rebote, puso rápido la bola en manos de los jugadores más veloces y, además, vio aro en ataque, dominamos los encuentros.

Agárralo como puedas. Sé que Leslie Nielsen tiene muchos seguidores. No es mi caso. Me sirvo del título de esta comedia para destacar la importancia del rebote, un apartado del juego que se entrena en una proporción muy inferior a la de su relevancia real. Si a Arquímedes le bastaba con un punto de apoyo para mover el mundo, a un equipo de talento limitado le sobrará con dominar el rebote para disimular gran parte de sus carencias. Así se nos escaparon algunas victorias ante equipos inferiores quintal por quintal. Y mira que insistimos desde el comienzo en introducir una responsabilidad colectiva para esta tarea. A lo largo de mi vida he disfrutado muchísimo viendo a bases implicados en el rebote defensivo cogiendo el balón y mirando rápidamente a la pista delantera para ponérselo en las manos de un compañero sin tiempo, apenas, para que el equipo contrario se repliegue. Pienso en Magic y en Jason Kidd, aunque algunos como Ricky Rubio parecen haber nacido con la lección aprendida. Lo cierto es que no fuimos un buen equipo en esta faceta y lo terminamos pagando en otras. Y es que verse dominado bajo los tableros merma mucho la moral y afecta a la confianza.

El Dios de las Pequeñas Cosas. Arundhati Roy, escritora india nos presentó hace ya más de quince años, la historia de tres generaciones que habitaban en el sur de su país. Yo, en cambio, me limitaré a tomar prestado el título de esta novela para revelaros la grandeza de lo ínfimo y lo esencial del detalle. Ya hablemos de técnica individual, de táctica individual o de táctica colectiva, la ejecución lo es todo. Tanto en el mecanismo de una entrada en pérdida de paso, como en la correcta aplicación del autobloqueo o en el dibujo de una situación final de aclarado o pick and roll, lo principal es la ejecución, la correcta sucesión de gestos bien efectuados, bien aplicados y bien conjuntados. Porque la armonía es necesaria tanto para elevarse, arquear el cuerpo y extender el brazo en una finalización como para jugar con el cuerpo del rival y generarse un espacio para la recepción o para que un sistema salga a la perfección. Y yo, lo reconozco, hastiado en ocasiones por determinadas actitudes y mostrando un talante poco profesional, no fui lo suficientemente detallista. Lo fui en ocasiones, pero no por método. Dependí de una predisposición receptiva por parte de los jugadores y no, un entrenador no puede depender de ello, debe ir al barro todos los días. Aunque sea el único que se manche. Aunque fuera un único jugador el que estuviera dispuesto a aprender.

Aún quedan más conclusiones en la recámara. Un año da para mucho, pero no quiero agotaros con la lectura de mis particulares vaivenes mentales. Yo, mientras, sigo poniendo negro sobre blanco lo que dio de sí. Es necesario.

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Ha nacido una estrella





Hijo único de padres exitosos, ricos, y famosos, proyecto innegociable de estrella y protagonista involuntario de escenas bochornosas en alguno de los salones más elitistas del país. Grant Hill no decidió nacer en el seno de una familia bien, en el marco de una pintura real donde las reuniones con los amigos se posponen indefinidamente pues la única cita que importa es la que se tiene apalabrada, sin fecha ni hora, pero mejor pronto que tarde, con la gloria. Sin embargo, ahora que ha colgado para siempre las botas y, mientras ojea las fotos de sus dieciocho años de carrera junto a su esposa Tamia y su hija Myla, él mismo se da cuenta de su condición privilegiada. A pesar de las presiones. 

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Memorias de entrenador (I)




Ha pasado un año desde que les escribía desde el otro lado de una ventana abierta en el centro de Valladolid. Ahora, al igual que hace 365 días, con el mercurio amenazando también con rebosar el recipiente, en un modesto cuarto de una agonizante, aunque siempre bella, Salamanca, me siento a cerrar el círculo que empecé a trazar entonces, aunque el círculo, por su perfección existencial, no sea la figura geométrica que mejor defina este año de baloncesto cuyas memorias he de empezar a redactar.



Lo haré, vaya de antemano, porque me lo exigen, porque es requisito indispensable y conditio sine qua non para aprobar el curso de entrenador y obtener otro título con el que llenar mi carpeta, inflar mi currículum, aliviar mi conciencia y, a pesar de ello, seguir siendo igual de ignorante. Y es que en este país, también en otros, hace unos cuantos años, se puso de moda el crear comisiones para no resolver nada y el acompañar con unas memorias el empeño o la desidia, allá cada cual, de un año de trabajo, estudio o jarana. Todo ello siendo consciente, además, de que éstas, aunque fueran redactadas por Gabriel García Márquez o, incluso, si me apuran, aunque incluyeran fotografías del descruce de piernas de Sharon Stone en Instinto Básico, terminarán en la basura sin dar pie, siquiera, a una sucinta reflexión.



Por eso, mientras decido con cuál de las catorce acepciones de la palabra memoria me quedo, y muy a su pesar, amigos lectores, voy a iniciar aquí, precisamente aquí, la reflexión. Lo haré echando mano de los títulos de algunas de mis obras, de literatura o cine, preferidas. Así, de paso, me conocen un poco mejor. Porque para los que hemos viajado, sentido y follado mucho menos de lo que nos hubiera gustado, la vida es también lo que pasa entre que abrimos y cerramos la primera y la última página de un libro o en las dos o tres horas que dura alguna de esas películas cuyo trasfondo e imágenes pasan a acompañarnos para siempre.



Cien años de soledad. Rodeado de los jugadores en un tiempo muerto, en el centro de un pabellón vacío durante una sesión semanal o en el autobús de regreso a casa. A pesar de los ánimos que nunca faltaron y el apoyo, silencioso, de aquéllos a los que les cuesta expresarse con palabras. Da igual. Si de algo me he dado cuenta durante esta temporada es de la soledad que acompaña al entrenador. La soledad y todas sus fieles compañeras.



Ensayo sobre la ceguera. Después de este año entiendo mejor a las mujeres de los toreros, a los maridos de las modelos y a todas aquellas madres que aseveran, con voz firme, que su hijo nunca ha bebido. De todo cuanto sucede en el interior de un vestuario, en los entresijos de una plantilla, el entrenador, más aún si carece de equipo técnico, conoce, siendo generosos, una décima parte. Este año, lo reconozco, cuando atisbé el humo de un incendio, ya ardían las llamas del siguiente. Reaccioné tarde. Y créanme cuando les digo que en el baloncesto, o en la dirección de cualquier grupo humano, no siempre es aplicable aquello del “más vale tarde que nunca” y sí, más bien, aquel otro aforismo que dice “el que da primero da dos veces”.



¿Por quién doblan las campanas? “La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”. De esta prosa poética y devastadora de John Donne extrajo Hemingway el título para su novela. Y en el afán porque no sonaran las campanas, por no dejar cadáveres en el camino, me equivoqué yo. Será por mi moral kantiana, aquélla que me impediría matar a un hombre para salvar a cien (o a mil) porque está mal en sí mismo, o por mi imbecilidad supina, no lo sé, pero lo cierto es que, intentando salvar las almas de todos los hombres herí de muerte al grupo. Por no castigar debidamente la indolencia y la falta de compromiso expedí invitaciones para una barra libre sumamente perniciosa. Apelé al deber individual pensando que el grado de conciencia de un adolescente podía equipararse al de un adulto responsable (que en algunos casos sí) y me di de bruces con una realidad que, mejor o peor, es la que es. Y era mi deber conocerla.



Midnight in Paris. A pesar de todos los problemas mencionados y más allá de que esta temporada con el equipo Junior Autonómico del C.B. Santa Marta no haya sido, en absoluto, fácil, me llevo una maleta generosa en experiencias y vivencias, una buena suma de conflictos de resolución mejorable de los que espero haber tomado nota, y, sobre todo, doce personas de las que, ya fuera de la cancha, conservaré durante toda mi vida un recuerdo imborrable. Ellos pagaron mis errores de principiante, pero quizá, algún día, sobre las tambaleantes estructuras que este año construimos, se erija un edificio que, enhiesto, esté preparado para superar cualquier clase de contingencia. Por eso, porque de los momentos malos siempre se aprende y porque también, no lo olvidemos, hubo pasajes alegres, terminaré recordando esta temporada con el cariño que desde ya me impone la nostalgia.



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En manos de Marc





Menuda se ha liado con el “no” de Mirotic a la selección española. Con Ibaka recuperándose físicamente para afrontar los años centrales de su contrato con los Thunder, todo hacía indicar que el joven montenegrino sería un fijo del combinado nacional para el Eurobasket de Eslovenia. Sin embargo, no sabemos si asesorado por buenos o malos amigos, Nikola Mirotic ha querido ejercer su derecho a decidir cómo, cuándo y dónde y a decirle “no” a un proyecto que, aunque mermado, apunta a medalla.

A mí, como a todos, me hubiera gustado ver al ala-pívot del Madrid compartiendo cancha con Ricky, Calderón, Rudy, Marc y demás estrellas del equipo nacional. Así, podríamos haber cotejado su parecido con Garbajosa, su capacidad para ejercer ese rol de cuatro abierto tan necesario como indiscutible en el baloncesto actual. Pero quede aquí cerrado el debate, al menos por mi parte. Centrémonos en lo que tenemos, que es bastante, y analicemos nuestras opciones para conseguir un tercer entorchado continental consecutivo.

En la base no hay debate. Van los tres mejores de antes, de ahora y de luego. Prácticamente, Corbalán y Raúl López aparte, los mejores de siempre. La combinación de los tres daría lugar a un armador de juego inmaculado, talentoso y sereno. Como esa fusión no parece viable, queda en manos de Orenga la utilización separada o conjunta de sus habilidades. Si queremos jugar a un ritmo medio y controlar las pérdidas el extremeño será nuestro hombre. Si optamos por atacar la defensa del pick and roll contraria apuéstenlo todo, hasta la casa, por el Chacho. Y si preferimos apretar la subida de balón, provocar pérdidas y enloquecer el encuentro no lo duden, Ricky sigue siendo el mejor en esta faceta.

Y si a Ricky de uno le unimos a Llull de dos tenemos la mezcla perfecta para dinamitar los encuentros. En el perímetro sólo echaremos en falta la presencia de Navarro, nuestro jugador más fiable cuando los partidos se ponen calientes. Pero lo que echaremos de menos en la mitad ofensiva de la cancha lo ganaremos atrás, al poder defender, después de muchos años, con cinco jugadores. Si buscamos actividad de pies y manos Rudy de tres sería la mejor opción y, si por el contrario, buscamos fortaleza, un Claver trabajado físicamente en Portland, nos asegura mayor intimidación.

Aunque el regreso de Mumbrú parece merecido, imagino que San Emeterio será la primera opción para el puesto titular de alero. Aun así, cuenten con muchos minutos con doble base y Rudy al tres. La fórmula de poner a los mejores, jueguen donde jueguen y midan lo que midan, lleva años dando réditos en todo tipo de competición (equipo nacional de USA, España, Miami Heat) y los mejores, en nuestro caso, son pequeños.

Por esta precisa razón, parece evidente que la táctica ofensiva general, más allá de variantes, partirá del remozado modelo de “cuatro abiertos”. Ya no hay conflictos por el espacio, ya no hay gasoles que conjuntar. Ahora lo que hay es un vacío, un vacío interior que sólo un gran Marc Gasol puede llenar.

El trío de intendentes que forman Xavi Rey, Germán Gabriel y Pablo Aguilar parece no estar a la altura de las exigencias de un gran campeonato internacional. Los tres TT (Todo Trabajo Xavi y Pablo y Todo Talento en el caso de Gabriel) intentarán sumar y cumplir honradamente con que se les pida. Sin embargo, todos somos conscientes, Orenga el primero, de que todas nuestras opciones de medalla pendieron de un hilo en el período en el que Marc se mostró dubitativo acerca de su presencia con la selección este verano.

Por fortuna Marc dijo que sí y ahora pasamos a estar en sus manos, a depender de su nivel de motivación, de su capacidad de liderazgo, de que le respeten las lesiones y las faltas en cada partido. El mejor defensor del año en la NBA deberá multiplicarse atrás y tocar, al menos una vez en cada ataque, el balón delante. La ausencia de tiradores puros, de tipos que puedan salir del bloqueo y en un abrir y cerrar de ojos clavarla en la red, marca que nuestras mejores opciones de lanzamiento procedan de pases desde el interior, de pases que te dan medio segundo más para cuadrarte y lanzar, el medio segundo más que necesitan Rudy, San Emeterio, Mumbrú o los propios Llull, Rodríguez y Calderón. Y tan importante como que el balón llegue al poste medio es que entren esos tiros abiertos que le faciliten la vida al center de los Grizzlies.

Aunque aún resta tiempo para analizar, lo cierto es que esta selección transmite optimismo. Sin Gasol, Reyes, Navarro e Ibaka perdemos innumerables activos y, aun así, la simple presencia del mejor Marc de siempre me invita a apostar, como cada verano durante más de una década, al rojo de la selección española.



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Borrón y cuenta nueva





Conocí a Antoni Daimiel una noche, enfocado por una cámara, con los brillos disimulados por el maquillaje, cuando las ojeras aún no enmarcaban sus ojos y con unos cuantos kilos menos de los que luce ahora. Lo hice sentado a la vera de un viejo televisor, aquél por el que tantas lágrimas hubo de absorber mi padre el día que lo mandamos al destierro y lo cambiamos por otro de pantalla plana, tan plana como su personalidad, nada que ver con la de aquel viejo aparato al que tuvimos que acoplar gran cantidad de cables para que sobreviviera a la nueva ola tecnológica. Y es que aquel carcamal de marca Philips que desentonaba con la tapicería del sofá y la cristalera y era el objeto de las burlas de todos los amigos que pisaban nuestra casa, llegó a la vida de mi padre el mismo año el que se casó con la mujer de su vida y, a la sazón, mi madre. Así, donde todo el mundo veía un atentado contra el sentido común, mi padre veía un proyecto de vida. Y así, de igual modo, cuando recuerdo aquellos años de NBA salpicados de anécdotas a la luz de la luna con el volumen casi inaudible, donde todos ven años de austeridad y cicatería, yo veo la felicidad del adolescente que transgrede las normas y trasnocha para ver baloncesto, la absurda, aunque entonces no lo parecía, superioridad moral de quien cree estar convirtiéndose en un hombre gracias a los comentarios de una de las parejas más entrañables de la historia de la televisión: Montes y Daimiel.



Por este motivo, y tras un par de lecturas de un libro que su autor escribió a regañadientes después de la insistencia de compañeros y “amigos”, podría embarcarme en una crítica complaciente, poner paños calientes y echar mano de tópicos para recomendar su lectura, más aún ahora que estamos inmersos en un tórrido verano de aires africanos y perspectivas desérticas.



Yo, Antoni, orgulloso como debes de estar por las cifras de ventas y el reconocimiento del gran público, prefiero obsequiarte, porque te quiero, con una dosis de sinceridad, con unas cuantas palabras de alguien que nunca te hubiera recomendado escribir este libro, sobre todo a sabiendas de que no querías hacerlo. Prefiero ver en tu obra, sin que me ciegue la pasión, al viejo televisor despojado de cualquier connotación sentimental. No espero que me lo agradezcas. Tal vez, sí, que me disculpes por ello.



No sé muy bien lo que pretendías. Si ésta había de ser una crónica de los últimos diecisiete años de la liga, te faltaron paciencia y páginas para lograrlo. Si el libro estaba llamado a ser una antología de anécdotas, perdona mi falta de memoria, pero termino su lectura sin recordar ninguna. Ni siquiera como cuaderno de viajes tiene el grado de elaboración preciso, la minuciosidad en el relato. A veces pienso que esta obra fue el producto de unas cuantas patadas en el estómago que te hicieron vomitar notas mentales que conservabas dispersas en tu memoria y que salieron regurgitadas en el marco de una estructura que de simple roza lo banal (repaso en orden cronológico a lo acontecido en la liga, trayectoria de los españoles y algunos casos de la crónica negra para finalizar con otros de la crónica en rosa). 



Si hubiera de recurrir a alguna de las frases, o de los motes, que ilustraron tus noches junto a Andrés este libro te convertiría en firme candidato a la presidencia del club de los que se dejan llevar, de los que aprovechan su fama y otro tipo de talento para engatusar a un público fiel dispuesto a consumir literatura en papel cuando ésta, como alargar la vida del viejo televisor o trasnochar para ver partidos infumables, es una práctica cada vez más en desuso. Escribir este libro debió de ser, para ti, como pasear a Miss Daisy, un asunto de unos pocos meses que cuenta, además, verbigracia, con la fortuna de leerse en una tarde (menos mal).



Esperando rentabilizar mis quince euros, busqué en las páginas de “El Sueño de mi Desvelo” historias bien narradas de la Norteamérica profunda y también de aquella otra de postal, recuerdos impagables de tus conversaciones con Andrés en torno a una buena mesa repleta de alimentos, con Van Morrison de fondo y el libro de petete, un chupa chups y una calabaza como complementos. Y, sin embargo, las calabazas me las llevé yo pues, buscando volver a enamorarme de aquel tiempo pasado en el que fui tan feliz, terminé aborreciéndolo y dándome cuenta, a su vez, de lo mucho que hemos cambiado. Tanto tú, como yo.



El Sueño de mi Desvelo me dejó, sin duda, más sueño que desvelos. Descubrí pocas cosas que no supiera y las que descubrí, la verdad, nunca quise saberlas. Aun así, Antoni, espero que renueves tu contrato con el Plus y sigas amenizando las retransmisiones en el medio en el que, sin duda, mejor te mueves, la televisión. La vieja y la nueva.

Después de haber escrito lo que he escrito porque así lo pienso, lo que me salió del alma y de las entrañas, espero que me perdones. Yo ya lo hice contigo.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Tras la sombra de los gigantes





“Tiene los requisitos para protagonizar una historia bíblica moderna”. Así hablaba Dwight Howard padre de Dwight Howard hijo días antes de que el pívot georgiano fuera elegido como número uno del Draft de 2004 en una promoción más profunda que brillante en la que este joven de la Southwest Atlanta Christian Academy sobresalía por encima del resto de promesas, incluida la del center de la victoriosa Universidad de Connecticut, Emeka Okafor.



En aquella academia privada el pívot pasaba sus ratos libres cantando en el coro, lavando los platos, sacando la basura y limpiando su habitación. Nada hacía indicar, por lo tanto, que aquellos orígenes humildes fueran el prólogo de una historia que se enturbia cada vez que su protagonista abre la boca o toma una decisión acerca de su futuro. Y es que en la actualidad ni el propio Howard recordará haber recibido el siguiente consejo de su ídolo Michael Jordan: “Mientras los demás jugadores están durmiendo es cuando tú has de querer estar entrenando. Trabaja duro, sé el mejor, exígete a ti mismo y cuando te hayas ganado el respeto, exígele entonces a los demás”.



Es difícil afirmar que, alguien que ha sido campeón olímpico y subcampeón de la NBA, sea un juguete roto, pero sí es posible sostener cualquier argumento que aluda a lo decepcionante de su progresión y a lo sorprendente de su transformación personal. Y es que una carrera que empezó siendo una ofrenda a Dios ha terminado siendo un sainete, un carrusel de despropósitos que si no se detiene es porque Howard se empeña en que siga girando.



Pero más allá de caprichos, abrazos hipócritas (miren si no, hasta el final, el siguiente vídeo en el que Van Gundy reconoce que Howard ha exigido su despido) y mejoras cada vez más sutiles e inapreciables, es su salida de Lakers la que certifica, aunque sea pronto aún para juzgar su carrera, la materialización de un fracaso. Y es que persiguiendo las sombras de Chamberlain, Jabbar o el propio O´Neal (del que siempre ha querido parecer un clon) su figura se ha ido haciendo cada vez más pequeña. También desde el este llegaron a los Lakers los pívots antes citados. Chamberlain para hacer realidad el sueño de Jerry West y aquellos acomplejados Lakers que tenían por costumbre ganar la conferencia para luego perder ante los Celtics. Jabbar para ser la referencia interior de un equipo, el del showtime, que hubiera sido mero fuego de artificio sin su presencia y Shaquille, con un historial semejante al de Dwight en los Magic, para completar el legado de Phil Jackson e iniciar un ciclo que Kobe quiere hacer suyo cuando en realidad, durante aquel “threepeat”, todo empezaba y terminaba en el número 34, bajo el imperio de su propia ley. 





Salir de los Lakers con rumbo a Houston puede parecer una decisión correcta desde una óptica analítica y a baja temperatura. Sin embargo, el dineral que va a cobrar, más allá de que sea justo en la medida en que alguien está dispuesto a ofrecérselo, demuestra cuál es su escala de valores y en qué lugar queda la lucha por el anillo. Si son ciertas las cifras que se barajan, su sueldo fagocitaría un tercio del límite salarial del equipo e hipotecaría la calidad del resto de jugadores (más aún si tenemos en cuenta los quince millones de media que cobrará Harden en las próximas cinco temporadas).



Lo cierto es que la decisión de Howard parece haber dolido más en las franquicias que lo ansiaban (Dallas Mavericks, Golden State Warriors) que en aquella que tuvo que aguantar su comportamiento poco profesional. Así, si en los Lakers se dibuja un horizonte de reconstrucción poco compatible con un Gasol con tripita y en clara decadencia y con un Kobe aún convaleciente, en la proa del barco sin rumbo que es la vida de Howard, se divisa una nueva sombra en forma de leyenda de los tableros, de señor de la pintura. El bailarín de claqué del Cotton Club, con quien ha trabajado durante algunos veranos, le espera sentado para comprobar sus progresos y contrastar su capacidad de liderazgo.



Hakeem Olajuwon, pese a haber impuesto un dominio tiránico en las proximidades del aro, tuvo que esperar a que Jordan se tomara un par de años de descanso para cosechar dos anillos. Mucho me temo que, ni aun retirándose Lebron a hacerse un tratamiento capilar, Howard sería capaz de repetir sus logros. Y es que al pívot de Georgia le falta lo que a aquellos Rockets les sobraba: el corazón de un campeón. 





UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

El ambicioso Brad






Ya como recién licenciado, trabajando como asociado en el departamento de marketing de la empresa farmacéutica Eli Lilly, Brad Stevens, presentado hace unas horas como entrenador jefe de los Boston Celtics, destacaba por su capacidad para resolver problemas y salir airoso de todos los cara a cara con los potenciales clientes. “Sin necesidad de atriles o de notas”, recordaba uno de sus compañeros en una entrevista que le hicieron en el prestigioso diario The New York Times, era capaz de persuadir y convencer a todos aquellos que dudaban sobre la calidad de los productos. “Nunca necesitó que le repitieran las instrucciones”, añadió.



Todos los que conocen a Brad Stevens recalcan su ambición. “Mucha gente cuestionaba su capacidad (no sé por qué, pero no me extraña), pero él estaba deseando hacer todo lo que hiciera falta, desde acompañar a los chicos al aeropuerto hasta a invertir horas y horas viendo vídeo”. Así le describía su primer jefe dentro del mundillo (mundillo es la palabra, sobre todo si hablamos de entrenadores) del baloncesto, el actual entrenador de Ohio State, Thad Matta. Tras seis años como ayudante, en 2007, tras la renuncia de Todd Lickliter y con sólo 30 años, este oriundo de Indianapolis accedió al cargo de primer entrenador del programa de la Universidad de Butler, un modesto proyecto con serias limitaciones a la hora de reclutar jugadores, la hermana pequeña de Indiana, Indiana State, Purdue o Notre Dame. El patito feo dentro de un estado que suda baloncesto.



De aquellos años en el departamento de ventas Stevens heredó una gran afición por los números y los análisis estadísticos. A pesar de que el mundo de los productos farmacéuticos no tenga ningún parecido, a priori, con la práctica del baloncesto, este entrenador se distingue por haber trasladado estas técnicas al mundo de la competición, a la valoración de las fortalezas y debilidades de sus oponentes. 



Curiosamente, este honrado profesional amante de las matemáticas y la economía, jugaba al baloncesto con un cierto grado de inconsciencia y anarquía, con las cualidades, en definitiva, que definen a un buen tirador. Sin embargo, a pesar de esta fama, el Brad Stevens jugador se retiraría de la práctica activa del deporte una vez finalizado su ciclo de instituto con un promedio anotador inferior a los ocho puntos y un gran arsenal de comentarios ofensivos a su alrededor.



Éste fue siempre su sino, pelear con tirachinas frente a ejércitos con una logística mucho más avanzada. Así se abrió paso en el mundo empresarial ante graduados y “maestros” de Harvard o Stanford. Así le llegó su primera oferta como entrenador ayudante en Butler, ante candidatos mejor preparados y con mayor experiencia. Y así, cuenta la leyenda, aunque puede que sea verdad, le respondió su superior cuando Stevens le anunció que dejaría la empresa para ser el ayudante de Thad Matta en esta universidad. “¿Es ser entrenador aquello en lo que piensas cuando te levantas, algo que deseas más aún que comer o dormir? ¿Serás capaz de alimentarte, vestirte y alojarte por tu cuenta? ¿Entiendes la dificultad que acarrea esta decisión?" El joven Brad, claro, respondió que sí. Sí a todo. Sin matices.



Doce años después, tras recoger el testigo de Lickliter y tras conducir a su equipo a dos finales consecutivas en 2010 y 2011, Brad Stevens ha demostrado que aquel sí afirmativo y contundente no estaba vacío de contenido. Este verano, ante la incredulidad de propios y extraños, ha visto cumplido uno de sus sueños, entrenar en un lugar y en una organización donde el nivel de exigencia es equivalente al que él mismo se impone. Y es que en Boston sólo vale la excelencia, aunque la excelencia, en estos momentos de reconstrucción, equivalga únicamente, que ya es mucho, a formar jugadores y planificar el futuro con la garantía de que un día, no muy lejano, vuelvan a jugar en el Garden los mejores baloncestistas del planeta. Y éstos, recuerden, no son los que más camisetas venden, sino aquellos que entendieron el secreto que aún custodia el gran Bill Russell. 


Si Stevens fue capaz de adoptar técnicas estadísticas propias del marketing al baloncesto, cabe esperar que pueda, con ligeros retoques, trasladar la filosofía y estilo de juego de sus equipos en Butler al mundo profesional y, en concreto, a estos Celtics en plena fase de transición. Esperen, por lo tanto, defensas individuales con aroma a zonas de ajustes, posesiones largas y múltiples variantes de ese sistema universal tan bien conocido en el mundillo como es el Flex (todo ello, claro, si es capaz de venderle el producto a un base con cierto ego como Rondo o si éste sale del equipo una vez que recupere su valor de mercado tras demostrar, ojalá, que está totalmente recuperado de su lesión de rodilla). 



Stevens cuenta con el apoyo firme de Danny Ainge, con quien comparte una misma filosofía y ética de trabajo, con el respeto de la profesión y el pálpito de los aficionados. Algo se mueve en la capital de Nueva Inglaterra, aunque harán falta años para saber cómo y hacia dónde. Lo prioritario es, ahora, ver si Rondo está dispuesto a participar de la renovación de la plantilla y del propio período de aprendizaje a través del error (inevitable y saludable error) de su técnico, conocer cuántos de los actuales jugadores en nómina tienen ese espíritu ganador, ese gen celta, y terminar de sacar la basura de un período que se prolongó más de la cuenta, Y es que amores que se dan prórrogas por temor o complacencia dejan heridas difíciles de suturar. Hablo de los Celtics, pero tengan cuidado, porque cuando escribo de los Celtics, escribo, también, aunque sólo un poco, de la vida.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS