Borges y el baloncesto, tal vez

 



En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una ciudad, y el mapa del Imperio toda una provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un mapa del Imperio que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puramente con él.

 

Hace unos días, en uno de los numerosos viajes que emprendo rumbo a un polideportivo de nuestra región o país, pude continuar la lectura de Nuccio Ordine y su obra Clásicos para la vida, cuyo título no pudo estar mejor elegido. En él se recogía el extracto que he empleado como entradilla a este artículo de opinión, inserto en El hacedor, libro de Borges en el que este reúne poemas, relatos y ensayos de varias épocas en torno al eje común de su visión del mundo y sus preocupaciones.

 

Si la preocupación de Borges versaba sobre los peligros del rigor científico, de la búsqueda de la perfección en ese hilar tan fino que es solo la antesala de un nuevo descubrimiento y que provocaría que la investigación perdiera todo su valor, volviéndose esclava de sí misma, esta también es la mía en el mundo y tiempo en el que yo me muevo. Un mapa del tamaño del Imperio es, sin duda, preciso, fiel reflejo de la realidad, pero en todo caso inútil para sus fines, al igual que toda esa ingente masa de datos que nos explica al milímetro lo que es y debe ser el baloncesto.

 

No se confundan, amo el hecho de conocer por conocer, la investigación sin finalidad aparente, ensimismada y críptica por definición para quienes no están familiarizados con ella. Pero también creo en la investigación que es consciente de sus límites y se debe a la causa mayor que persigue, sea la cura de enfermedades, la fluidez del tráfico rodado en las grandes ciudades o la mejora de las posibilidades de triunfo de un equipo sobre otro en una cancha de baloncesto.

 

Al igual que el estudio de la retórica y el discurso y sus efectos en las conciencias que lo recibían han hecho de la política, otrora un noble arte, un escenario ruin en el que se miden cara a cara argumentos bien armados, pero en su mayoría zafios, el baloncesto corre el peligro de convertirse en un plano-secuencia ideado en torno a la eficacia no siempre bien contextualizada de determinados jugadores, jugadas, metodologías o, en fin, de la propia tecnología en sí misma.

 

Si bien fueron necesidades cotidianas las que hicieron avanzar la trigonometría; si la carrera espacial nos ha traído adelantos tecnológicos que han hecho más cómoda y, por lo general, mejor nuestra existencia, esta carrera sin límites por la acumulación de datos y su interpretación, la mayor de las veces basada en muestras pequeñas, sesgada por la limitada capacidad de sus glosadores, se me parece mucho a la de esos cartógrafos que quisieron, sin poder, radiografiar el mundo sin poder encontrar una escala más propicia y exacta que la del 1:1.

 

De lo contrario, tal y como sucede ahora, en un escenario multifactorial y multivariable como el del baloncesto, recurrir a análisis que para ser significativos se ven obligados a descartar, a sabiendas, gran parte de la información que los descuadra o invalida, es un auténtico brindis al sol que tranquiliza conciencias y genera un halo científico alrededor de un mundo que es esencialmente mágico, humano, incierto.

 

Ojo, pese a ser un escéptico por definición, no por negar el valor de la ciencia, sino por considerar provisionales, como es lógico, todas sus conclusiones, sí creo en la necesidad de la incorporación de los datos en el desarrollo de metodologías en el cuidado de la salud del jugador e incluso en la conformación del aparato técnico-táctico de los equipos. Pero siempre desde la conciencia de que, hasta el momento, esta base estadística nos explica el futuro en base al pasado pretendiendo que ambos se parezcan, en la medida en que toda la toma de decisiones va a venir orientada por esta información antigua que, de no ser considerada obsoleta desde su nacimiento, bien puede contribuir a esa redefinición de los patrones venideros. Es decir, se trata de información que se justifica y explica a sí misma: su valor radica en la fe en sus conclusiones. 

 

Pueden ser múltiples las paradojas. Se me ocurre, por ejemplo, que, en la distancia, dos planteamientos tácticos idénticos conduzcan a resultados muy dispares porque dispares son los jugadores, los contextos o los rivales. O que dos combinaciones de dos jugadores que incluyan a un mismo jugador resulten idóneas o letales para un mismo equipo (¿es responsable del éxito o del fracaso?). En fin, nos movemos en un mundo multifactorial, enormemente variable, en un entorno con tal número de combinaciones posibles que este intento de sofisticación no conduce más que a conclusiones poco certeras, a visiones estáticas de una realidad dinámica y a una imagen que, si en algo se parece en la realidad, es en que algunos la consideran profética y hacen todo lo posible por que se reproduzca fielmente, milímetro a milímetro y a través de sus decisiones, en el gran mapa en tamaño real que es el baloncesto.

 

En fin, discúlpenme, pero siempre me fascinó el comienzo de Las ruinas circulares, también de Borges: Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que estás aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma Zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Ronnie o los límites del entrenamiento




Desde hace unos años sigo con gran interés el snooker, un deporte que podría parecer muy simple, pero que, sin embargo, encierra en sí mismo dosis impensables de estrategia, táctica y, por supuesto, técnica y habilidad. También de preparación física, pues tanto la resistencia como la elasticidad son dos componentes esenciales para seguir pensando con claridad al cabo de varias horas y para alcanzar la posición de algunas bolas realmente complicadas. Por no hablar del apartado psicológico en ese duelo que se libra en la distancia: mientras uno juega el otro mira (o no) siendo muy difícil ocultar la desconfianza, el miedo o el sentimiento de intimidación.

 

Pues bien, el pasado domingo, Ronnie O´Sullivan, de 48 años, se hacía con su octavo trofeo del Masters sumando así un nuevo entorchado de la llamada triple corona, distinción que también acompaña al Uk Championship, que ha ganado también en ocho ocasiones, y el Campeonato del Mundo, cuyo trofeo ha levantado siete veces. En el caso de los dos primeros torneos, Ronnie es ya el campeón más joven y el más “viejo”. El UK lo logró con solo 17 años y el Masters con 19, y ahora de nuevo ambos con 48.

 

Hasta ahora había sido muy partidario del acceso paulatino a la competición, de la práctica del multideporte, de la adquisición de una base atlética previa a cualquier intento de especialización. Y en realidad sigo siéndolo, pues opino esto para el 99% de los casos y retraso cuanto puedo el reparto de roles en los equipos de cantera que dirijo pues no me atrevo a hacer pronósticos sobre las necesidades perceptivas y coordinativas que los jugadores podrían llegar a tener en el día de mañana en virtud de la evolución futura de sus cuerpos, de su ambición o de las demandas de sus futuros entrenadores.

 

Pero los genios son otra cosa y nos ponen en nuestro sitio. A nosotros, los entrenadores, y al conjunto de la población, a quien muestran sin piedad todas sus limitaciones al situarnos ante un espejo en el que ni siquiera podemos vernos reflejados. Lo que llegan a hacer Ronnie O´Sullivan, Djokovic, Jokic o Messi queda fuera de las fronteras del entrenamiento, de la práctica deliberada o de toda aquella práctica organizada en torno a unos estándares marcados, queriendo o sin querer, por el individuo promedio, el deportista común, la mediana de nuestra particular curva de capacidades y talento. Y la de nuestros grupos.

 

Elevar los estándares de exigencia es clave para conseguir mejoras significativas en el rendimiento de los grupos, pero los puntos de partida son muchas veces las anclas que nos impiden echarnos a la mar. La capacidad de aprendizaje motor, de comprensión de los espacios, para resolver problemas… Todas estas cuestiones nos vienen dadas y pueden limitar las progresiones grupales e individuales de nuestros equipos. Ayer mismo observaba cómo uno de mis preinfantiles se quedaba mirando el balón que volaba tras un tiro en tres ocasiones consecutivas obteniendo el mismo resultado: le quitaban el rebote. Está bien, mi parte de responsabilidad está clara, el hábito no está creado ni consolidado, pero extrapolando la situación más allá del teatro de la pista, lo cierto es que un individuo se encontró con el mismo problema en tres ocasiones y quiso o pudo (por decirlo de alguna manera) aplicar la misma estrategia tres veces con idénticos resultados negativos.

 

La capacidad para resolver problemas, para adquirir patrones motores, para percibir el entorno y emitir juicios acertados sobre lo que está pasando a nuestro alrededor son elementos muy vinculados a lo que podríamos llamar talento y, además, dotan al individuo de una autopercepción de la competencia y la capacidad que lo invitan a entrenar más duro y de manera más creativa. Es decir, gran parte de los objetivos que podremos alcanzar con nuestros equipos se basarán, en gran medida, en las bases sobre las que se sustentan, no solo a nivel atlético, sino también en cuanto a la velocidad de toma de decisiones y su nivel de éxito. ¿Podemos escapar de este laberinto? Vayamos a por uno más complejo. 

 

Por otro lado, creo que el entrenamiento puede llevarnos a alcanzar una meseta de capacidades mínimas, conocimientos necesarios para la competición, pero que el último salto va a estar en manos de los jugadores y una adquisición autónoma en entornos ajenos al de la práctica formal. Aquí poco nos queda más que ser incentivadores del entrenamiento fuera de pista y ver con mejores ojos todos esos ratos que los chicos pasan con sus padres y hermanos mayores y cuyo rendimiento avalan las estadísticas que muestran cómo la herencia de ese capital cultural y deportivo conduce a una sobrerrepresentación de los "hijos de" (jugadores, entrenadores, gente vinculada al baloncesto) en selecciones autonómicas y nacionales.

 

La perpetuación de los mejores en la élite en deportes individuales como el tenis o el snooker nos alerta de la presencia de genios, talentos irrepetibles que no veremos en generaciones, pero también nos muestra que el entrenamiento tiene unos límites y que los puntos de partida, los estándares de autoentrenamiento, la percepción de las propias capacidades y su inmediata consecuencia ─la resolución de problemas cada vez más complejos con un éxito progresivamente creciente─, son aspectos propios del deportista y su biografía sobre los que los entrenadores solo podemos orientar desde una posición humilde y, en el caso de estos genios, de pura y dura admiración.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS


¿Un arma cargada de futuro?


 


Ya no me ocurre. Con el baloncesto ya no me pasa, no siempre al menos. No estoy seguro de quererlo más que ayer y menos que mañana, como sí ocurría en un principio. Ni siquiera de saber más cada día, lo que puede que sea probable, pero no siempre percibo como tal, a pesar de estar rodeado de numerosos estímulos que facilitan este aprendizaje: grandes profesionales y muy buenos jugadores cerca y la propia práctica como gran maestra.

 

Pero no estoy seguro, decía, porque creo que, en el baloncesto, como en tantas otras facetas de la vida, las nuevas tendencias no critican y asumen parte del legado de aquellas otras que lo fueron en el pasado. Es decir, tengo la sensación de que los argumentos que avalan las nuevas tendencias invitan a una suerte de tabula rasa, crean nuevas realidades que no facilitan el intercambio con el pasado u otras fórmulas. Por lo tanto, conocer lo nuevo no es siempre conocer lo mejor, aunque objetivamente lo sea en la medida en que lo nuevo se ha aceptado como lo real y casi único y obtenga resultados en la cancha.

 

Contribuye también a esta suerte de desaliento la necesidad de hiperespecialización. La visión humanista y holística del baloncesto como un todo en el que los apartados personales y humanos prevalecen ha dejado paso a una era pseudocientífica en la que los datos (no siempre relevantes o suficientes) construyen narrativas y predestinan la realidad en la medida en que sus intérpretes profesan una fe inquebrantable en su esencia divina.

 

Se complica la creación de equipos, la determinación de causas colectivas, de horizontes a alcanzar como grupo. Los vectores que representan las carreras individuales no siempre se alinean con el de los objetivos del equipo. En una era en la que todo el mundo te dice lo bueno que eres, te ayudan a disimular las carencias, discuten con quien sea necesario para demostrar que su hijo/representado/ahijado/amigo está en lo cierto la voz de la autoridad se resquebraja y el entrenador se convierte en un encantador de serpientes que intenta captar el voto del trabajador y el pensionista, por diferentes que sean sus motivaciones.

 

Lo mismo sucede en el baloncesto de formación, donde educamos a doce (en mi caso quince)  seres que son lo más importante para otros dos, tres o cuatro, a los que no siempre podemos pedir una visión objetiva de nuestra labor educativa, pues acuden a las gradas con una suerte de prismático que sigue las evoluciones de su hijo, al que suelen ver desanimado o falto de confianza cuando juega poco o se ciñe a su papel dentro de un colectivo donde las oportunidades, en el campo federado, terminan obedeciendo a una mezcla de méritos y virtudes. Hablo a menudo con los padres y creo que a veces se sienten culpables de no haber engendrado un atleta o un superhombre. Y alguno hasta se pasa hora con los chicos intentando suplir la carencia de estos dones dotándolos de una técnica exquisita, redoblando esas sensaciones de ansiedad.

 

Es esta tendencia hacia la competitividad que debe conducirles a una suerte de bienestar físico y emocional la que me hace pensar si no somos antes que entrenadores terapeutas, curadores de almas claramente sobreestimuladas y al mismo tiempo adormecidas que soportan el carrusel de tareas que se les impone con un espíritu demasiado sumiso. A veces echo de menos preguntas en los entrenamientos. Esto por qué y para qué. Me gustaría crecer espiritualmente y estar por encima de lo que siempre ha significado el entrenamiento como tarea preparatoria para una competición o método que provoca un incremento del rendimiento deportivo. Me gustaría ser un procurador de oportunidades, un provocador, en el buen sentido, lanzar una llamada a tener un pensamiento propio y original.

 

Se me quedan cortos los objetivos tradicionales del baloncesto de formación para cubrir y responder ante lo que veo. Ahora que se acercan las segundas vueltas de la competición federada, me parece pobre la idea de competir mejor, de conseguir mejores resultados. Hay decenas de recursos estratégicos o tácticos que pueden ocultar mil carencias técnico-tácticas individuales. A nosotros nos han anotado con conceptos que no aparecen en nuestra programación, es decir, nos dan lecciones pertenecientes a otro curso. Y no vamos a responder de igual manera, no vamos a actuar como autómatas si no hay una comprensión previa de los elementos espacio-temporales básicos, un control suficiente del propio cuerpo, una relación dichosa entre el jugador y el balón.  

 

Para ello necesito crecer espiritualmente. Todavía mis rotaciones han estado demasiado informadas por el intento de competir mejor, de pelear el resultado. Me ha guiado en exceso el ego del entrenador y me he olvidado de los objetivos educativos y deportivos que están por delante. La competición puede ser un laboratorio si proveemos a todos los participantes de los materiales necesarios, principalmente minutos, y, en todo caso, es una herramienta volcada al futuro, no una radiografía del presente que es tantas veces un diagnóstico del pasado.

 

Esto le pido al baloncesto en 2024 en este ánimo de recuperar aquel viejo entusiasmo: que se convierta, como decía Celaya de la poesía, en un arma cargada de futuro. Los datos y los rendimientos actuales de los jugadores jóvenes no pueden determinar a qué jugamos, quiénes somos y seremos. Que lo hagan las ideas y el entusiasmo con el que acuden cada día a entrenar. Y que tengamos la mente abierta y el espíritu suficientemente generoso para no dejarnos guiar por la inmediatez y la rigidez de un sistema hecho para crear máquinas y consumidores, no seres libres, ni siquiera jugadores libres.  

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS