Contra la experiencia





De Perasovic a Ivanovic. De Ivanovic a Perasovic pasando por Ivanovic. De Pesic a Pesic pasando por Ivanovic. ¿De Mourinho a Mourinho? Faltó poco. No hace falta ser criminólogo para acertar con el perfil de las personas que eligen a estas otras personas para hacerse cargo de alguno de los más grandes proyectos deportivos de nuestro país. A buen seguro son hombres de más de cuarenta años, o casi, con una larga trayectoria empresarial y un espíritu profundamente conservador. Todos estos factores explican los continuos nombramientos de machos alfa con amplia experiencia y pasado en el club, lo que implica una cierta relación personal, una afinidad que puede resultar clave en períodos de crisis. También un poso de pereza (y una agenda saturada), que les desaconseja abordar una búsqueda exhaustiva, iniciar el proceso de selección que un proyecto de estas características demandaría. A este por lo menos lo conocemos, piensan.

No pretendo negar con ello la oportunidad de la experiencia; en la segunda acepción del diccionario se define como práctica prolongada que proporciona conocimiento o habilidad para hacer algo. Me chirría más la tercera: conocimiento de la vida adquirido por las circunstancias o situaciones vividas, luego me explicaré. Admito la experiencia como un valor a tener en cuenta, un añadido indiscutible a la calidad de un entrenador que debe ser estimado por la dirección deportiva de los clubes, pero niego la mayor.

Vean, o no, este órdago. España gana dos Eurocopas y un mundial con una selección bastante joven e inexperta, dotada de un talento inmenso y, sobre todo, ignorante de la palabra “derrota”. La arrogancia con la que Iniesta, Xavi, Ramos, Casillas, Villa y compañía extinguieron los fantasmas del fútbol patrio se basó en una cucharada de calidad y otra de inocencia. Otro, esta vez a pares. La mejor temporada de la historia del fútbol de clubes la firma un equipo entrenado por un entrenador novel, hecho que está a punto de costarle el puesto en la tercera jornada. Pep Guardiola llegó del filial, con la impronta de su carrera como jugador detrás, es cierto, para demostrar que se puede jugar bien (muy bien) y ganar. Laterales largos, dos centrales abiertos y un mediocentro acudiendo muy atrás para salir de la presión sin patadones a seguir, juego a dos toques y la estrella descolgada entre líneas. Y la estrella, he dicho.

Retomo el tema que insinué y por el que me rebelo contra la experiencia, la misma que ha hecho mejor conocedor de mi “yo” y de mi entorno; la que me permite responder a situaciones conocidas y relativizar la tensión dramática de los conflictos y las pérdidas, pero la que me lastra, muchas veces de manera inconsciente, negándome la capacidad del asombro, entregándome al prejuicio, cuadriculando los redondeados contornos de una existencia que sería mucho más espléndida, aunque incierta, con los colores y las formas del Impresionismo, es decir, sin ninguna.

Matizo, por lo tanto, el título de esta entrada, no para conseguir el favor de quienes dejaron de leer hace tiempo, asqueados por la osadía de esta juventud, sino porque, como tantas otras veces, no es el concepto, sino el uso, el que define su valor. Lo que demanda una gran trayectoria, para no ser reduccionista y avalar el factor experiencia es una flexibilidad extrema, una capacidad para contextualizar cada evento en sus coordenadas y traer al presente la dosis justa de ese realismo mágico que es el recuerdo del pasado, un período de tiempo fantástico en el que seres con nuestros nombres actuaban con personajes y circunstancias que ya no existen.

Cualquier excusa es buena para traer a colación la siguiente frase de Ramón Gómez de la Serna, pero es cierto, cada día amanece todo el tiempo. El alba renueva la necesidad de cuestionarnos, nos permite/exige ser creativos, jugar a ser esos personajes sin nombre ni pasado que tan bien interpretaba Humphrey Bogart, nacer a la vez que lo hace el resto del mundo (y del tiempo) y alumbrar nuevos pactos y compromisos con nuestro entorno más cercano, también con nuestro equipo y con un deporte que tiene 128 años y plantea, cada poco, nuevos desafíos, entre ellos el de la alegría en el quehacer diario. Luego experiencia, sí, como fuente de interrogantes y no de certezas: el gato está y no está muerto. Nunca pasó nada siempre. O sí. 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Open





Termino la lectura de Open, la autobiografía de Andre Agassi, con una mezcla de emoción y gratitud. El libro ha conseguido su objetivo, pues, aunque no pasa desapercibida su intención deliberadamente autocomplaciente, ha hecho que me involucre con los avatares de su protagonista, que me identifique con muchos de los pensamientos que lo recorrieron y angustiaron durante una carrera de más de veinte años, durante una vida que se aproxima a los cincuenta y que incluye ocho torneos del Grand Slam y una medalla de oro en los Juegos Olímpicos.

Ahora comprendo lo absurdo de animar a Sampras en aquellas batallas, una máquina mucho más perfecta, una máquina, el resto es pleonasmo. No justifican aquella posición la elegancia de sus voleas, o la del revés cortado, mucho menos aún la tiranía que ejerció sobre el circuito en las pistas de hierba y cemento. Sampras era un monolito siempre a cubierto, Agassi un desierto de arenas movedizas expuesto a todos los agentes meteorológicos, a noches de helada y mediodías abrasadores. Agassi representaba la existencia humana, con todas sus contradicciones, mientras que Sampras era el paradigma del “deber ser”, en cuya aspiración caemos siempre derrotados. Repito, no había motivos para ser de Sampras.



Como entrenadores, el constante carrusel emocional y, por lo tanto, la inconsistencia de las rachas de juego de Andre, son una fuente de información muy valiosa. El propio determinismo de su vida –nació condenado a jugar al tenis– nos informa de un tipo particular de individuo, cada vez más habitual, adoctrinado a conciencia y, bajo el prisma del sentido común, en exceso. Sin embargo, al mismo tiempo, su éxito, como el de otros tantos, nos informa del estrecho espacio que la excelencia concede a los que aspiran a habitarla. ¿Estamos dispuestos a perseguirla obsesivamente?

Andre odiaba el tenis porque la pista, que puede ser un universo de infinitas posibilidades, por fijadas que estén sus medidas, adquirió pronto el aspecto de una jaula. El “dragón” le enviaba las bolas tal y como determinaba su padre y este había de devolverlas al lugar que este nuevamente indicaba. No había espacio para la creatividad. El juego encerraba unas reglas biomecánicas que el cuerpo debía memorizar sin cuestionarse. Esta es una cuestión que ha llegado hace poco al mundo del baloncesto, antes partícipe, a su manera, de estos métodos de entrenamiento que ahora se debaten por su falta de contexto, tanto que el trabajo por cero se reduce drásticamente o se matiza con la inclusión de una toma de decisiones que va más allá del “read & react” por incluir nuestro juego, el baloncesto, una mayor suma de combinaciones posibles. ¿Dónde está el equilibrio?

Acepto como buena una realidad a priori objetiva que afirma que el tenis es un deporte individual. Pero ojo, el tenista juega solo, sí, pero entrena en equipo. Es más, diría que un jugador de tenis profesional se encuentra más arropado que un jugador de baloncesto a lo largo de todo el proceso. Durante un entrenamiento, cada pelota lanzada, cada proceso de toma de decisiones particular, o la fijación de una estrategia, es consensuada por un equipo, el mismo que estará sentado en los palcos habilitados para ello actuando a favor de su jugador, recordando con simples gestos, o con su mera presencia, todo lo hablado durante días, meses o años.

El jugador de baloncesto, sin embargo, se diluye en la masa informe que representa el conjunto, se presta a lo que se le pide, es juzgado antes que acompañado. Entra a la cancha sin una idea clara del orden del día y la abandona sin un feedback concreto, no, al menos, tan completo como el que recibe un tenista. Su soledad, contra todo pronóstico, es superior a la del jugador de tenis, también en los partidos, donde no tiene un palco al que mirar, ni siquiera un entrenador dedicado en exclusiva a recordarle sus puntos fuertes. Creo que se ganarían más partidos con un cuerpo técnico volcado en el trabajo de visualización de sus jugadores, el entrenamiento individualizado y una comunicación a medida que con cuatro hombres de traje rodeando al entrenador. ¿Qué opináis?

Por mucho que conozcamos a nuestros jugadores, su número nos obliga a simplificar la información que tenemos de ellos, lo que conduce inevitablemente al prejuicio. En la ausencia de comunicación, muchas veces determinada por un calendario asfixiante, una y otra parte inventan para alimentar las teorías que necesitan, rellenan como pueden los huecos. De hecho, la imposibilidad de canalizar tantos mensajes distintos, tantos metapensamientos, conduce a muchos entrenadores a la opción de neutralizarlos. Disciplina máxima, aquí nadie piensa, aquí se hace lo que yo digo, que soy el único que valora la globalidad. ¿Cabe otra opción? Tal vez sí: fijar mensajes grupales, autorregularnos desde la comprensión de nuestra “humanidad”, con todos sus pecados capitales.

La pregunta es obvia y se impone al discurso mantenido hasta ahora. Quien se apunta a un deporte colectivo, quien acepta jugarlo, ¿renuncia a su individualidad, acepta no pensar, se encarama al árbol y ocupa únicamente la rama que le ha sido asignada? Y si esto es así, que me parece que en cierta medida puede serlo, ¿estarán las nuevas generaciones preparadas para ello: para ser acompañantes del héroe, testigos directos, sujetos “amaestrados” para la realización de una labor muy concreta, sobre la que están impedidos para emitir un juicio?

En fin, mi consejo es que lean Open, un repaso a la carrera de uno de los tenistas más interesantes de la historia, y que abran su mente a extrapolar lo que allí se dice a una realidad muy distinta: la de su día a día, también como entrenadores.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

El payaso interior




*Todas las frases que apararecen rotuladas en negrita y cursiva pertenecen a la obra El payaso interior, escrita por el filósofo ya fallecido Fernando González, que pude leer gracias a la generosidad de mi buena amiga Sara, a cuyo corazón colombiano dirijo este abrazo baloncestístico, apenas literario.


La semana pasada fue especialmente divertida. Los jugadores del equipo rival empezaron a difundir rumores sobre altas y bajas en sus filas, dificultando la habitual tarea de estudio del oponente previa a la disputa del partido, cuestión que me atañe principalmente a mí. Aprovechando la clandestinidad con la que se desarrolla una liga como la LEB Plata –cuna de futuras promesas al tiempo que incubadora de gérmenes en forma de irregularidades administrativas y comportamientos miserables–, los rumores cobraron forma y, a modo de farol, se colaron en la partida más como método de desestabilización y motivo de burla que con un valor efectivo. Al ganar sentimos satisfacción por nuestra fuerza: ya sea por la habilidad o por el favor que nos dispensa la suerte. ¿El instinto de superar debe buscar eso de que el juego ocupe todo nuestro ser?

A veces dudo del tipo de motivación que me lleva a levantarme cada día pensando en baloncesto. Unos días es, desde luego, el instinto aprendido de ayudar a jóvenes adultos a evolucionar en su profesión, dándoles herramientas técnicas, tácticas y psicológicas para afrontar las demandas del juego, directamente conectadas con las de la vida. Otros, pienso, me dedico en exclusiva a cultivar mi amor al baloncesto, con quien me sentiré siempre en deuda, tras haberme acompañado en los peores momentos de orfandad, física y espiritual. Ninguna, pienso, aunque seguro me miento a mí mismo, me limito a cumplir un deber, a ganarme el sueldo de una manera cínica, esto sí me avergonzaría. Un hombre enamorado, decimos, ve el mundo como los locos, es un verdadero loco. Pues lo mismo pasa, aunque no sea tan visible, con todo hombre. A través de una pasión, de un motivo, vemos siempre la vida.

Recupero la frase anterior. A través de una pasión, de un motivo, vemos siempre la vida. Qué miedo, ¿verdad? Qué simplificación tan burda de un universo tan complejo, a todos luces inaprehensible. Vuelvo a darle vueltas a lo del juego, esa fiesta del disfraz que, tal vez, nos permite ser como verdaderamente somos al despojarnos de esa máscara a la que, como diría Oscar Wilde, corremos el riesgo de terminar pareciéndonos. Y sigo teniendo dudas. Me dan miedo los debates que se generan en torno a ellos, cómo se cuela la violencia por los resquicios que dejamos abiertos los que debiéramos guardar con celo su nobleza fundacional. Todas mis dudas son dudas, antes, sobre mí mismo. ¡Qué alegre se hace el espíritu cuando tiene fe en su misión! ¡Qué tristes son las amargas dudas que nos acechan en la ruta gritando: no creas en tu destino: a los grandes hombres los atormenta la duda en sí mismos.

Pero seguiré jugando. Entre otras cosas porque prefiero hacerlo en un tablero preparado para ello, con los excedentes pensados para el circo y no para el pan. Prefiero disimular las eternas dudas del escéptico en ese escenario llamado cancha que en un quirófano o en una actividad pública o política, campo abonado para la bellaquería y el dogmatismo, y la mencionada fe en la misión, aunque todos sepamos que persigue antes un interés particular que público. Seguiré jugando, entre otras cosas por lo siguiente: El juego es uno de los placeres más intensos, más misteriosos, que hacen vivir al hombre más años enteros en una hora.

Seguiré jugando mientras cada día, cada semana, obtenga un estímulo para crecer más allá del terreno de lo táctico o estratégico, mientras no se me ocurra orquestar una estrategia de desconcierto para intentar ganar un partido, mientras no se me olvide que debajo de una camiseta con un número grabado en el dorsal hay un ser humano recorrido por una infinidad de contradicciones. Y sí, sé que esto me puede hacer menos competente/competitivo en un terreno donde triunfan los que creen por encima de sus posibilidades reales, los que consiguen poner en práctica el siguiente aforismo: gran respeto infunde el hombre enérgico y testarudo. Y el dogmático, y el cínico que convence a sus jugadores de que la victoria lo justifica todo, hasta defraudar la confianza del amigo sirviéndose de ella. Seguiré jugando, quiero decir entrenando, como sigo escribiendo, porque aspiro a llegar a ser, un día, el sujeto paciente de esta frase: Cómo me enloquecen de placer aquellos libros que muestran que sus engendradores tuvieron el ansia de inventar un nuevo paisaje para sus ojos y una nueva visión para su espíritu.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Contra la globalización... Creatividad





Qué invento este, el de la globalización, tan inevitable como sorprendente, tan abrumador como sutil. Nunca un juguete duró tanto en las manos de un niño; supongo que se trata de su habilidad para mutar, evolucionar y reproducirse, cada día, a partir de sus propios esquejes.

A la globalización le debemos estar agradecidos. En su vertiente de comunicaciones y transportes, posibilitó el intercambio que hizo que el baloncesto llegara a nuestras fronteras y le diéramos la bienvenida, primero como instrumento escolar y educativo y, poco a poco, como servicio de entretenimiento, obra de teatro sin guion protagonizada por seres inusualmente hábiles, atléticos y especialmente altos.

Pero sobre la globalización, al mismo tiempo, podemos emitir muchos y variados reproches, sobre todo en su faceta estandarizante, esa que da valor a las modas, lo uniforme, homogéneo o correcto censurando, con el silencio, al diferente. Cuesta creer que, ahora que todos los seres conectados en red son portavoces cualificados de opiniones y pensamientos, estas sean todas tan parecidas entre sí, tan políticamente correctas o tan semejantes a las de los líderes y abanderados.

Lo mismo ocurre en baloncesto, donde se analizan datos sobre el pasado para predecir comportamientos futuros, donde el peso de la tradición sigue marcando la enseñanza de los fundamentos, con escaso sentido crítico, y donde la respuesta para todas las preguntas, que también son las mismas, por supuesto, sigue siendo el “citius, altius, fortius” que pronunciara el Barón de Coubertin hace casi ya 125 años.

Está claro. Sin Claver, su físico portentoso y su intuición para acudir donde se le necesita, hoy no hubiéramos ganado a una Serbia más fuerte, más alta y más rápida. Pero, no sé si coinciden, hoy hemos ganado por “creativitas”, una palabra inventada que encuentra su definición en cada control sin sujetar el balón, en cada acción con agarre a una mano, en cada solución táctica de Rudy para jugar contra la sobremarca de las líneas de pase (pase al siguiente y triangulación, trayectorias en curva hacia el balón para recibir tras bloqueo,…) o en cada toma de decisiones en defensa contra todo manual o sentido común baloncestístico, yendo a robar en muchísimas situaciones donde el pensamiento único recomienda ser conservador y poner, simplemente, un cuerpo entre el balón y la canasta, no saltar o solo fintar.

Y me alegro. Me alegro por todos los poetas del 98 y el 27 que quedaron fuera del canon de Bloom, entre otras cosas por no hablar el idioma de la nueva religión. Y por todos los jugadores que vieron cortada su progresión por un entrenador que no alcanzaba a ver tan lejos como ellos, ni a la misma velocidad (y les pidió ver menos cosas, y jugar más despacio). Y un poquito, solo un poquito, por oposición a los correligionarios del nuevo dogma del Big Data y la estadística avanzada, a quienes me declaro deportivamente enfrentado, no en la búsqueda de la razón, que sin duda los avala, sino por quererme explicar punto por punto un juego que me enamoró cuando, precisamente, no entendía nada.

Para esta España del siglo XXI, que aún vive de los genios que rozan o pasan de los 30, ser competitiva es sinónimo de ser más creativa. También de ponerle eso que hace falta, un poco más de sacrificio, un tanto de mala leche y mucha concentración, por supuesto. Pero sobre todo creatividad para dar respuestas técnico-tácticas distintas donde otros ponen siempre un poco más de lo mismo, aunque más rápido, más alto y más fuerte.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

De vuelta de los campus





Tengo muchos motivos para seguir acudiendo cada verano a diferentes campus. En todos ellos, de manera más o menos casual, coincido con buenos amigos (el concepto de amistad es más laxo cuando se trata de basket, nos basta con respetarnos cuando hablamos de baloncesto), me reencuentro con chavales –sí, aunque no sean los mismos reencontrar es la palabra exacta– cuya ilusión aún no se ha visto corrompida y entreno a mi cuerpo, entre otras cosas por el modo en que se alargan las reuniones nocturnas, para lo que le espera durante la temporada. Tras tres semanas casi consecutivas, agradezco el parón pero, al mismo tiempo, echo de menos la pista y la enseñanza, también las bromas que nos cruzamos, muchas de ellas ácidas, sobre esto que, no sin cierta sorna, llamamos profesión.

Este año, además, concretamente durante el Campus Gigantes que tuvo lugar en Valladolid, sufrí una suerte de revelación. Una epifanía que me ha llevado a replantearme el modo tradicional de enseñanza, basado, por más que se debata (acompáñenme, si no, por los colegios de cualquier ciudad), en la adquisición de una serie de herramientas motrices relacionadas con los tres elementos que definen el baloncesto respecto a otros deportes: el bote, el pase y el tiro. Toda una putada para los chavales, cuya mano es infinitamente más pequeña que la del balón y su musculatura se encuentra aún por desarrollar. Toda una aberración desde el punto de vista del cuidado de la autoestima, por más que haya que sembrar sin pensar en el fruto, por más que crea firmemente en la idea de plantar árboles que no veremos crecer.

Todo lo que hacen los jugadores pequeños es compensar su falta de fuerza con gestos que el día de mañana habrá que borrar de su memoria muscular (giro de caderas, que conduce a rodillas mal alineadas, y hombros, apertura exagerada y posición heterodoxa de los pies, manos demasiado juntas en el balón,...). Cuando lleguen a tener un cuerpo de adulto su tiro será totalmente diferente (un gran entrenador de tiro les pedía quedarse cortos, pero tirar bien. Quedarse cortos, repito), y lo mismo sucederá con cada uno de los fundamentos, viciados de origen para no sufrir el ostracismo, el aislamiento social que sufre el que no es hábil o diestro a juicio de los demás (menos mal que somos libres). Menuda putada, insisto. Con la cantidad de cosas que podrían aprender –tocar el piano, hablar idiomas, relacionarse,…– mientras van de cono en cono adquiriendo una coordinación excesivamente específica que, en el mejor de los casos, les podría servir para imitar el caminar de un borracho.

Ello por no hablar de lo que les ocurre a los jugadores grandes. Incapaces de poner un balón en el suelo sin que sea rapiñado por los hambrientos roedores en esa selva de características evidentemente darwinianas en que se convierte, demasiado pronto, la cancha. Niños que tienen que hacer un esfuerzo enorme para mover palancas excesivamente amplias sin tener la fuerza necesaria en el otro extremo de las mismas. Niños que llegan tarde a todo porque mientras accionan el movimiento de echar a andar, o a correr, los demás ya han llegado a la otra pista. Para eso que les compren entradas a pie de pista en el Staples.

Luego te encuentras con que apenas cuatro o cinco gatos contados llegan a selecciones sub 16 o sub 18 después de haber sido los mejores en minibasket. Y con casos bastante habituales de chicos, más chicos que chicas, que empezaron a jugar hacia el final de su adolescencia (Embiid, Willy, Raúl Pérez, sí, el tirador) y que llegaron a dominar las herramientas antes mencionadas en muy escaso tiempo Y te llenas de argumentos para retrasar el inicio de la competición, como ya hacen en algunos países avanzados como Canadá donde insisten en el "learn to train" y el "train to train", o para invertir el tiempo que dedicamos a la técnica y a la táctica individual (y hasta para cambiar el nombre de estos tecnicismos), priorizando la práctica de la intuición, de la inteligencia espacial, del ingenio en la búsqueda de soluciones, sobre los conceptos que, a veces sin darnos cuenta, empezamos a implantar reduciendo el vasto número de posibilidades que encontraría un niño si en vez de un mapa del mundo le enseñáramos eso, el mundo.




Urge sustituir el concepto por la metáfora (la puerta atrás es una colleja al defensor despistado o una palmadita por lo bien que lo ha hecho). Hay que celebrar el error como si fuera un triple sobre la bocina en vez de ser conservadores para intentar ganar el partido del próximo domingo, aunque sea la final del Campeonato de España mini en San Fernando, pidiendo pases de pecho o consumir las posesiones. Hay que eliminar el sesgo pavloviano con el que seguimos educando (silbatos, conos, rutinas,...) en la búsqueda de un silencio absoluto, un orden perfecto, un juego que se ajuste a las categorías que llevamos preconcebidas, reduciéndolo a algo tan infinitamente pobre en comparación con lo que podría llegar a ser que me doy hasta vergüenza a mí mismo por haberlo hecho tantas veces (y las que vendrán).

Y volveré a los campus, claro, a verme de nuevo con los viejos amigos, a reencontrarme con los jóvenes aún enamorados del baloncesto. Eso sí, si me dejan, y aunque no me dejen si consigo que siga grabada en mi piel esta sensación que apenas me deja escribir, la próxima vez lo haré diferente. Al menos pretendo celebrar como un gol por la escuadra el pase que termine en la grada buscando una línea de pase que yo no vi. Que no nos jugamos la vida en cada partido, coaches. Que seguimos sin gobierno y aquí no ha pasado nada. 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS. 

Balance y reflexión





Asumirlo todo como viene, lo que no elimina la posibilidad del descubrimiento, el entusiasmo o la perplejidad. Cerrar una temporada como quien se desata las zapatillas, se ducha y acuesta de nuevo, del mismo modo que ayer y todos los días anteriores. Abrazar el devenir incierto con la ausencia de preguntas con la que conduce el carrito de bebé la mujer morena que pasea ensimismada al otro lado de la vitrina. Repasar los errores, dando por hecho que los aciertos se repetirán de un modo natural cuando se sucedan idénticas circunstancias, presunción de la que no puedo estar seguro. Reflexionar ahora que se han agotado el ruido y la furia poniendo a prueba mi libertad de pensamiento, esto es, ¿por qué pienso lo que pienso? ¿Por qué esto y no otra cosa?

31 años no parece una edad para debutar. Uno se inicia con granos y espinillas en la cara, pelo aún suave en las axilas y en el pubis, no con cicatrices, aunque hoy le dé las gracias a cada una de ellas. La edad, me parece, es un elemento clave para desenvolverse en el mundo profesional. Los años, si no pasaron en balde, conceden mesura al juicio, cuando no lo eliminan del todo, ordenan por criterio de densidad los valores poniendo, si la educación sirvió para algo, por encima de todos la generosidad, el trabajo honesto y la lealtad. Y, si bien es cierto que los errores se repiten con una absurda tozudez, al menos uno se hace consciente y, si no está a tiempo de rectificar, entiende que lo mejor es reconocerlos sin insistir en ellos o tratar de exculparse.

Dos preguntas: ¿quién entrena al entrenador? ¿Quién ayuda al ayudante? No puedo negar mi fortuna. Las fronteras de mi baloncesto se han expandido hasta límites insospechados dejando obsoletas las viejas cartas de navegación con las que me movía por las canchas. Acompañar a Jenaro Díaz me ha recordado que las cimas estaban cubiertas de nieve antes de que las escalásemos. Como un jugador recién llegado al equipo, he sido equipado de numerosas fórmulas, teorías y antiteorías para poder estar a la altura del oficio, esto es, ayudar. Pero a colación de las dos preguntas antes mencionadas, me gusta la tradición de los preparadores serbios, que siempre tienen un maestro al que acudir para compartir los éxitos o encontrar en él consejo, o simple escucha, cuando la nave zozobra. La soledad del entrenador pesa, se siente, y un entrenador ayudante solo puede actuar como testigo doliente, creo.

Humano soy, es verdad, pero mucho de lo humano me toca los cojones, lo que no quita que en el futuro, puede que por cabezonería, siga pecando de exceso de fe en los individuos. Es labor de todos transmitir amor y respeto por el baloncesto, un juego con más de cien años de historia que ya estaba cuando llegamos y que a buen seguro nos sobrevivirá. Eso y desechar, de paso, el culto a los números, estadísticas o salarios que tienen secuestrada la pasión con la que los equipos deberían pasarse la bola para encontrar una cómoda situación de tiro o bailar coordinadamente para evitar que el equipo contrario consiga ese mismo objetivo.

Lo cierto es que salgo vivo y contento de la aventura, consciente de que podía haber acelerado el proceso de aprendizaje, de que algunas veces, tal vez cansado, me puse por encima de los intereses del equipo renunciando a los sacrificios que demanda un determinado nivel de exigencia. Pese a amar el silencio no siempre atendí a los tres filtros socráticos de la comunicación, por lo que muchos de los mensajes que compartí no fueron útiles (distrajeron del foco o restaron energía) ni cien por cien verdaderos (absolutamente contrastados) –con la bondad quiero pensar que cumplí–. En ocasiones, por una mezcla de relativismo y humildad, como un Bartleby cualquiera, preferí no hacer lo que ahora sé que tenía que haber hecho.

Hoy deseo que la reflexión conduzca a la acción, lo que no siempre ocurre, y que haya nuevas oportunidades para equivocarnos de más y más originales formas. Y para seguir ligado al baloncesto, aunque cada derrota anuncie dos o tres días de luto y, lo que nació como un juego, nos enfrente a decisiones moralmente complejas, a noches en vela y a un evidente abandono de las personas amadas, duerman o no al otro lado del colchón.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Confianza o sospecha




Juventud y ansiedad son términos que avanzan de la mano, aunque al cumplir años lo olvidemos y pensemos que la madurez que nos dio el paso del tiempo venía incorporada en nuestro ADN. Es natural que el joven quiera publicar su primer libro, debutar en un gran teatro, acceder a puestos ejecutivos y cobrar tanto como sus padres antes de haber tropezado siquiera, sin concederle un margen de probabilidad al fracaso, con el que tardará en aprender a convivir –de forma tan oblicua lo tratamos en casa y en la escuela, tan de soslayo como la muerte o el pecado.

Son jóvenes, en su mayoría, los jugadores que entrenamos. Jóvenes para el baloncesto y más aún para la vida, por la que empiezan a transitar. Jóvenes y sin referentes, pues de sus ídolos no quisieron conocer más que sus tardes de éxito; de sus padres, su oficio y salario; de cualquier actividad no más que su lado brillante y cuidadosamente pulido; nunca sus noches negras. A muchos de ellos, además, les guía el instinto natural de supervivencia, revestido en ciertos mundos de una dosis probablemente necesaria de soberbia que los vuelve invulnerables frente a la crítica, lástima que también ante la lección o el aprendizaje; delgada es la línea que perciben los jugadores entre ser entrenados o atacados, sintiéndose muchas veces agredidos ante una corrección que cualquier trabajador manual, artista o ingeniero, agradecería como pertinente y necesaria.



El baloncesto, juego primero y oficio después, complica esta relación entre maestro y alumno, pocos aceptamos de pequeños que nos digan cómo tenemos que jugar. Así, mientras que el trabajo parece una imposición de las sociedades –contribuye para que te retribuyan– el juego parece anclado a nuestro íntimo “yo”, aunque se practique en equipo, una mera convención que posibilita el disfrute, que lo multiplica al ritmo que sus posibilidades e incertidumbre.

De ahí que parezca un acto de hechicería conseguir que todas esas voluntades ansiosas, jóvenes, necesariamente vanidosas, que quieren seguir jugando con la impunidad del niño que fueron, colaboren entre sí –contribuyan para ser retribuidos– por el bien de una entidad que les facilita el ejercicio de una profesión, seguir jugando ya de adultos, cobrar por ello. Justo cuando el individuo se desprende de la categoría familiar, al alejarse del núcleo de protección que representa su hogar, en un momento en el que el estado ha perdido gran parte de su crédito como invisible aunque omnipresente guardián de nuestros valores sagrados (¿valores? ¿sagrados?) y no es posible hablar de un destino común por el que hacer sacrificios (familia, estado, destino, son las tres determinaciones sustanciales que definió Kierkegaard), ¿cómo obrar este milagro?

No lo tengo claro, la verdad. No sé qué tipo de estructura podría facilitar un grado de cooperación satisfactorio, orientado hacia la búsqueda de los objetivos comunes. No estoy seguro de si deberíamos tratar a los miembros de un equipo como una comunidad de intereses “te va bien, nos va bien; nos va bien, te va bien” o como una red de cuidado mutuo “me preocupo por ti porque te preocupas por mí”, pues ambas son frágiles y pueden quebrarse ante mínimos desvíos provocados por envidias, desconfianza, ausencia de resultados,… Tampoco creo que los jugadores estén dispuestos a relacionarse como una familia, no solo por ausencia de consanguinidad, sino porque llevaría mucho tiempo tejer los vínculos que conducen a esa relación de tipo fraternal en la que hay confianza para decirse de todo al tiempo que nadie duda de que el otro hará lo necesario por ti.




Por ello comprendo a los entrenadores que tienen una visión autoritaria del oficio, que tratan a sus jugadores como súbditos que han de contribuir a la hacienda común movidos por una mezcla de temor al poder que atesora (cuya ejercicio arbitrario, frente a toda lógica, muchas veces refuerza y consolida) y lo seductor o fascinante de un discurso que hasta el propio Cicerón podría tildar de falaz o manipulador. Cuanto más seguro se muestre un entrenador sobre asuntos sobre los que es imposible alcanzar ninguna certeza, más seguro y dispuesto a acatar su autoridad se sentirá el jugador, en cuanto que súbdito y proveedor de diezmos y prebendas a cambio de victorias o fama. O su mera promesa.

Pero no me conformo. Aspiro a encontrar esa célula de convivencia que nos permita jugar como niños y trabajar como estibadores, soñar como individuos, aunque los sueños de la razón produzcan monstruos, y hacernos responsables del destino que nos aguarda. No renuncio a aplacar los efectos nocivos del ego que nos maltrata, que juega con nosotros, que impone las reglas al tiempo que nos crea la falsa ilusión de que somos nosotros los que controlamos la vida desde los mandos de este avatar de dos piernas sobre el que tenemos que depositar, tuya es la elección, entrenador, confianza o sospecha.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

El gran teatro del basket




“No olvides que es comedia nuestra vida y teatro de farsa el mundo todo” 

(Francisco de Quevedo)

La final de la Copa del Rey no ha hecho sino alimentar las pasiones, ya de por sí bien nutridas, de un pueblo, el español, que asiste asombrado y paralizado al espectáculo lamentable que sus políticos protagonizan a diario, citándolo a las urnas, porque no pueden hacerlo a las armas, bajo el paraguas de una retórica sectaria y revanchista. La contienda entre Real Madrid y Barcelona, epítome de la lucha de contrarios, se convirtió, en función del punto de vista que elijamos, en un relato perfectamente tramado, con un encadenamiento de circunstancias favorables, o adversas, al que sigue un giro dramático de los acontecimientos que concluye con una escena de enorme suspense que, como la buena literatura, genera debates más allá del punto y final de la obra.

Desde bien pequeño, acompañando a una sarta de tópicos, escuché aquello de que compensar es equivocarse dos veces, lo que por otra parte parece irrefutable. Desde un punto de vista lógico, casi kantiano, cada acción debería ser juzgada de manera aislada por seres desprovistos de prejuicios, corazón, alma y, por supuesto, conciencia. Algunos madridistas, incapaces de ponerse en el lugar del otro, recurren a este principio para atribuir la derrota a la actuación arbitral proponiendo símiles que justifican su postura. Olvidan esa máxima del derecho civil que dice que el daño debe ser reparado, la situación previa a una actuación ilegal, restituida. El Barça debería haber tenido dos tiros libres para sentenciar el partido, cuando no dos tiros y posesión. Los árbitros, errando dos veces, es verdad, se aproximaron más a la noción tomista de justicia, dar a cada uno lo suyo, que si solo lo hubieran hecho obviando la falta de Singleton y juzgando con atención a la física y el sentido común lo que todos pudimos comprobar en el instant replay: no cabía interpretar interferencia.

Pesic, cambiando a Heurtel cuando veía el aro como los anillos de Saturno, actuó como solo lo puede hacer un hombre que está en paz consigo mismo. Laso, dando las llaves de la nave a Llull, demostró ser lector de novela épica, ese género en el que la fuerza de los ejércitos queda reducida a la personalidad de un solo hombre. La lesión de Rudy, fulcro de cualquier balanza, fue determinante. Como lo fue también perder dos balones en la salida de presión, tardar en solicitar el tiempo muerto o en ingresar a Tavares en pista para poder presionar en el perímetro con la garantía que solo puede ofrecer su presencia en la zona. Dicho esto, como seguidor del Real Madrid, no puedo sino darle las gracias a Pablo y todo su equipo por su trabajo diario y las bondades del plan que ejecuta diariamente al frente de la sección.

Se duerme mal, pero algo mejor, pensando que los responsables de las derrotas fueron los árbitros (¿alguien sabe cómo durmieron ellos?), tal es el efecto paralizador de la noción de culpa en nuestra cultura. Sin embargo, una de las muchas cosas que me llevaré para siempre de este año junto a Jenaro Díaz, entrenador del C.B. Clavijo, es que nos equivocamos al derivar la responsabilidad, al buscar fuera de nosotros lo que pasa y nos pasa. Nada alivia más –y otorga más libertad– que un “me equivoqué, aprendí, la próxima vez estaré mejor preparado”. Eso es lo que cabría esperar del capitán, Felipe Reyes, íntimo, a estas alturas de su carrera, de esos dos impostores que son las victorias y las derrotas.

Comprendo perfectamente a cada uno de los espectadores del Palacio de los Deportes. Querían drama, emoción, intriga, suspense,… Y lo tuvieron. A cada uno de los que siguieron el partido en sus casas y celebraron y lamentaron canastas propias y ajenas como si las vida se les fuera en cada lance. Pero no a la gente del deporte que alimenta estos debates, que se deja llevar por la ira dejando que las áreas del cerebro relacionadas con la ecuanimidad y el juicio razonable queden envueltas en la bruma.

Entrenar es algo más que ensayar para la obra y ponerla en escena, aunque todos queramos llegar con el guión aprendido y el método por la mano a su estreno. Pero si solo aspirásemos a legar un palmarés que consultarán nuestros descendientes mucho después de muertos, estaríamos relegando a un plano secundario lo que tiene de especial este oficio, la conexión íntima y personal que, inexplicablemente, dos aros, un balón y diez jugadores en ejercicio simultáneo de sus facultades, facilitan. Igual que el compromiso del pintor se circunscribe a la obra, al arte en sí mismo, el pacto del entrenador debe ser con su equipo y el arte de entrenar, no con el diablo de la victoria, que ofrece efímeros orgasmos a cambio de sentimientos de ira, venganza, resentimiento o enajenación que, estos sí, y no la culpa, ni las derrotas, deberían abochornarnos.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

El lazo eterno





¿Sabes lo que nunca pude entender, entrenador? Por qué abandonaste las clases de lengua inglesa. Es evidente que sientes verdadera pasión por la literatura”. Sus ojos comenzaron a brillar, como cada vez que evocaba un recuerdo feliz. “¿Sabes, Kareem? Mientras estuve en la Marina recibí varias cartas de mis jugadores de baloncesto, pero muy pocas de mis estudiantes de inglés. (…) Eso me hizo pensar que algo relacionado con el deporte, no sé muy bien qué, algo relacionado con la competitividad o la persecución de objetivos comunes, nos hacía estar íntimamente unidos”.

Muerto Dios, asesinado el padre, caídos los ídolos, puesta en duda la razón y relativizado el valor de los símbolos, los seres humanos nos hemos colocado en una difícil situación. Sin embargo, tal y como anunciaba Hemingway, el paso del tiempo no implica que ya no necesitemos héroes: somos adultos, es verdad, pero el camino de la supervivencia es cada vez más arduo.

No es fácil elegirlos. Sobre todo a raíz de descubrir que Gokuh es un personaje de ficción y no quien habría de acudir al rescate del planeta. Y la búsqueda se complica cuando hablamos de deporte y entrenadores en la medida en que la alta competición, con la presión que conlleva, suele poner de relieve la debilidad del espíritu humano, sus conflictos internos, los automatismos aprendidos, sus decisiones inconscientes. Es más, el proceso mismo de entrenar parece exigir, muchas veces, un histrionismo perfectamente ensayado que no es siempre distinguible de una pérdida de control o descarrilamiento emocional, que desacredita la bondad de la profesión.

También John Wooden, el referente al que sigo cuando miro a los ojos a los jugadores y pienso en liderazgo y ejemplaridad moral, cometió errores en sus inicios. Los revela Kareem Abdul Jabbar en el libro que le ha dedicado a su entrenador, un ensayo de base autobiográfica que, si bien adopta la fórmula del top ventas norteamericano, en el contenido recuerda, salvadas las distancias, a los diálogos de Platón, aunque Wooden, al contrario que Sócrates, ya hubiera dejado expuesto por escrito gran parte de su pensamiento.

Si la comparación con el filósofo ateniense les parece exagerada, este oriundo de Indiana y ciudadano adoptivo de Los Angeles puede ser considerado uno de los grandes maestros del aforismo, esa sentencia breve que resume de forma concisa un principio o una regla y que todos los entrenadores, por sus bondades a la hora de traducir nuestro pensamiento, deberíamos dominar. Les dejo con algunas citas, propias del Coach Wooden o prestadas de sus escritores preferidos, que se incluyen en el libro y que me atrevo a afirmar que deberían figurar en el banquete diario de todo entrenador, al menos como aliciente para pensar sobre el sentido de nuestra tarea y hacer más completa la experiencia personal de los jugadores que tenemos la fortuna de liderar.

1. Preguntarle a un deportista si le gusta ganar es como preguntarle a un broker de Wall Street si le gusta el dinero. Seguro, queremos ganar, pero, seguro, ganar no es nuestro objetivo.

2. Ganar es el subproducto del trabajo duro como la perla es el resultado del duro esfuerzo de la ostra en su lucha contra un parásito o un grano de arena.

3. Preocúpate más de tu carácter que de tu reputación, porque el carácter es lo que realmente eres, mientras que la reputación es solo lo que otros piensan de ti.

4. Las películas de baloncesto que tratan de equipos sin aspiraciones no deberían terminar con ese equipo logrando el campeonato, sino con ese equipo una vez aprendida la lección. Es decir, con los chicos saltando a la pista felices por haber alcanzado nuevas cuotas de sabiduría, esto es, el inicio del juego seguido de los créditos.

5. Las personas que luchan nunca pierden el partido. Sucede, simplemente, que no llegan a tiempo para hacerlo.

6. La peor consecuencia de la muerte es que separa a los supervivientes de la vida.

7. Un entrenador tiene la extraña suerte de poder educar sin provocar resentimiento.

8. Enseñar los mecanismos de la compasión es tan importante como conducir al éxito.

9. “El miedo a la muerte es el resultado de tenerle miedo a la vida. Un hombre que vive plenamente está preparado para morir en cualquier momento” (Mark Twain).

10. ¿Acaso no termino también con mis enemigos convirtiéndome en su amigo?

11. La meta de un hombre debería estar más allá de su entendimiento, ¿para qué, si no, existe un cielo? (Robert Browning).

12. Lo peor que puedes hacer por aquellos que realmente amas es hacer por ellos lo que pueden hacer por sí mismos.

En fin, diez títulos universitarios, sí, pero sobre todo el respeto de centenares de jugadores que aprendieron a calzarse el primer día que llegaron a UCLA, pues, como pronto comprendieron, una arruga en el calcetín podía provocar una rozadura, y una rozadura podría dejarles fuera del partido, lo que debilitaría las opciones del equipo. El respeto y la certeza de haber estado unidos por el lazo eterno, símbolo de una unión perenne que sobrevivió a la muerte del maestro como lo hará con la de todos sus alumnos.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Que se diviertan





Ayer una persona del baloncesto me decía que todo lo que tienen que hacer los chicos en una pista es divertirse, regresar a casa con una sonrisa, contando anécdotas, aunque sean sobre un compañero que se tropezó al ir a solicitar el cambio o sobre las zapatillas rosas del árbitro (que, por supuesto, pedirá para su cumpleaños). No le dije, porque suponía abrir un debate en un foro que no era el apropiado, que para el tipo de diversión de la que él me hablaba existen piscinas de bolas, hinchables, restaurantes de comida rápida, pintacaras,… Actividades y centros de ocio que no deberían constituir una competencia para el baloncesto de formación al que en otra entrada definí como “su asignatura favorita”.  

Entre otras cosas porque en un hinchable o en una piscina de bolas el entretenimiento es esencialmente egocéntrico: gana el que se lo pasa mejor, aunque sea empujando al de al lado, no respetando los turnos de juego o luciéndose de cara a los adultos, tres comportamientos incompatibles con ser un buen jugador de baloncesto. Por el contrario, en el seno de un equipo, la diversión o es colectiva o no es, porque las satisfacciones derivan de acciones conjuntas en las que al menos dos jugadores intervienen. Es más, incluso cuando los protoonanistas compulsivos amasan el balón necesitan la colaboración de un segundo y un tercero que, con sus movimientos le proporcionen espacio.

Es más, en baloncesto, como en todos los deportes de equipo, un factor clave es la concentración, incompatible a todas luces con esa diversión exhibicionista y egocéntrica de la que esta persona me hablaba. La desconcentración vuelve inútiles los esfuerzos de quienes hacen lo correcto, genera desconfianza, siembra discordia y, por lo tanto, impide esa diversión colectiva de la que yo hablo. Del mismo modo, para que el baloncesto sea entretenido, al menos desde mi punto de vista, no caben comportamientos irresponsables, autovaloraciones generosas de las acciones de uno mismo, la típica exculpación que sigue al lloro de un niño que acaba de romper un recuerdo de Benidorm: “se habrá caído solo”. Tampoco dedos que señalan, que apuntan como la mira del rifle a quien no dio un pase que, en el noventa por ciento de los casos, no vio.

De ahí que el entrenador deba convertirse en la pesadilla del ochenta por ciento de los padres (aunque yo he dado casi siempre con el veinte restante), incómodos observadores de los sacrificios de sus hijos, sufridores por cuenta ajena de sus minutos en el banquillo, de las correcciones tras una mala decisión. Es lo que tiene asistir in situ a la reunión de evaluación, donde se discuten las notas y, en este caso, se reparten los minutos, las oportunidades de lanzar, el rol dentro del colectivo. Surgen así las comparaciones y, como casi siempre, cuesta alegrarse por el vecino que se ha comprado un Mercedes y aceptar que el 600 ya no funciona como antes.

Por eso huyo del “que se diviertan”, de la ligereza con la que lo pronuncian aquellos que nunca estuvieron en la trinchera defensiva o asediando el fuerte contrario. Los estándares de exigencia, cada vez más bajos, son los mismos que los de la diversión, un sustantivo que pierde peso cada día que lo convertimos en sinónimo de distraimiento, pereza autocomplaciente o narcisismo. Ahora que tememos por un retroceso en los derechos sociales, haríamos bien en alinearnos también en contra de esta  espiral de banalidad que impregna relaciones, compromisos laborales y, quizá lo más grave, también el juego, esa cosa tan seria.

Pero que se diviertan, claro, sacrificando el cuerpo para forzar una falta de ataque y evitar una bandeja (aunque lleguen magullados a la comida familiar del domingo), esprintando para llegar los primeros al ataque, pero también a la defensa (aunque lleguen reventados a casa), jugando sin balón, haciendo lo correcto (aunque no se vea); regulando los impulsos egoístas, no los esfuerzos. Que se diviertan, claro, aplaudiendo las buenas acciones de sus compañeros (también de los rivales, por qué no), comunicando sus puntos de vista con humildad, no con soberbia, aceptando la honestidad y la falibilidad del árbitro (cuestionarla es cuestionarnos a nosotros mismos), entendiendo que si no crearon una ventaja otro lo podrá hacer por ellos, pues no son superhéroes. Son humanos, felizmente humanos. Y jugadores de baloncesto, no simplemente niños que confundieron, guiados por un mensaje equivocado, ese lugar sagrado de la solidaridad y el sacrificio, que es una cancha, con una piscina de bolas.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Competir o el trabajo de pensar







La escritura no brota de forma espontánea, requiere de un esfuerzo. Hay que pensar. Pero pensar puede ser difícil, una tortura, incluso extenuante. La naturaleza humana se resiste a este esfuerzo. En palabras del pintor inglés Joshua Reynolds (1723-1792), “una persona recurrirá a cualquier tipo de táctica con tal de evitar el auténtico trabajo de pensar”.

(Leído en “La escritura transparente, cómo contar historias”)

Últimamente he estado leyendo sobre diferentes temas que, sin saber muy bien cómo, se entrelazan e intersectan con sorpresiva naturalidad. Voy de la cancha a la biblioteca procurando encontrar qué hay detrás de estos nudos y siempre termino rindiéndome cuando me asalta el hambre y me detengo en la cafetería a pedir un café con leche y un pincho de tortilla. Nada me empuja a llegar al final del razonamiento, a buscar nuevas conexiones, por locas que parezcan, entre el pick and roll, la educación sentimental y la creación literaria. Requiere menos esfuerzo hundir el tenedor sobre el huevo apenas cuajado y mirar al frente con un falso aire de curiosidad –en realidad, lo reconozco, solo pienso en saborear la tortilla--.

Berta de Vega, con su artículo “Ni notas en clase ni marcadores en baloncesto: el fin de la competitividad de los niños burbuja”, publicado en El Mundo papel el pasado 3 de enero, ha abierto de nuevo el viejo debate de la competitividad, una suerte de Caja de Pandora donde tantos unos como otros nos posicionamos en función del sistema con el que fuimos enseñados y su posterior evaluación. Así pues, es posible que fuéramos educados en el rigor y la competitividad y nos sintamos orgullosos por ello, o que detestemos el monstruo en el que nos convirtió (cuando uno no es competitivo tiende a exculparse de todo lo que le pasa, siendo los culpables el sistema, los padres o el cometa Halley en el mejor de los casos). Por otro lado, tal vez sintamos la nostalgia de todas aquellas redes de cuidado en las que fuimos educados sin la necesidad de ser los mejores. Aun desafinando, golpeando el balón con la uña o bailando fuera de ritmo, nuestras familias, tal vez aceptando su cuota de responsabilidad, nos dieron cariño y asilo.

El problema, una vez más, es que el debate se plantea en términos de máximos y por competir se hacen equivaler sinónimos de corte belicista como machacar o aniquilar, creyendo ver en cada partido, evaluación o casting un todo o nada que en realidad nunca es tal. En todo caso, y hablo ya de baloncesto, la derrota es solo la antesala de una nueva oportunidad para demostrar las mejoras, los frutos visibles de un trabajo silencioso que es, en definitiva, la verdadera recompensa. Ya saben, “un esfuerzo total es una victoria completa”.  

Estoy convencido de que competir es la mejor forma de aprender las reglas, pues solo en el fragor de la batalla se observa la necesidad de pelear bajo unas leyes, usos o costumbres que eviten comportamientos caprichosos o arbitrarios del rival (¿se acuerdan de aquel listo cuyos tiros siempre entraban, aunque pasaran por encima de la sudadera que hacía de poste?). También de aprender la compasión, quién mejor que quien ha sido derrotado para comprender el dolor de quien se encuentra sobre la arena.

Compitiendo uno aprende a responsabilizarse de sus acciones, se explora a sí mismo, lo que le lleva a conocerse mejor, se compara, sí, lo que de la mano de un buen maestro puede llevar a un aprendizaje por imitación o referencia (y no a envidias o hundimiento de la autoestima). Y si además lo hace en un deporte de equipo aprenderá a poner al servicio de los demás su talento, se sentirá arropado para probar nuevas habilidades y adquirirá otras impulsado por el afán de contribuir más y mejor al colectivo.

Estoy de acuerdo en el que el suspenso no puede ser una pena pública o sambenito, y en que es de buen profesor corregir en privado (también elogiar, desde mi punto de vista) evitando cualquier sombra de escarnio innecesario. También en que la motivación debe surgir del interior de cada individuo y el trabajo y la mejora ser fines en sí mismos, no medios ni herramientas. Pero no veo que todo esto sea incompatible con que un marcador, una nota o un rechazo nos digan dónde estamos (no quiénes somos) en comparación con un rival, la media de una clase o la opinión de un experto.

La verdadera derrota del sistema es abandonar la competición como laboratorio de ensayo o escenario de una obra de teatro que se parece, aunque vagamente, a la vida. Plegarse a este buenismo que conduce a la pereza y la inacción, al “qué hay de lo mío” y “a ver quién me salva el culo esta vez”. Quizá no sea más que otra forma de conducirnos lentamente a la apatía y la aquiescencia con la que aceptamos que nos llamen gilipollas a diario.


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS