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Equipos Infantil Naranja y Cadete Blanco en Torneo Internacional de Santa Marta |
El pasado 31 de
marzo, el día después de una derrota del primer equipo del San Pablo Burgos en Valladolid, y
en la previa de una visita a Ávila con la cantera, me automediqué un paseo sin
rumbo por Salamanca, una de esas recetas mágicas que de vez en cuando curan el
alma, aunque sea de forma provisional o con el riesgo de una recaída aún más fuerte
como amenaza futura. Pese a todo, hacia las siete y media de la tarde, aún con
sol debido a que de madrugada habíamos cambiado la hora, regresaba a casa
apesadumbrado, no solo por el dolor derivado de aquel partido perdido, sino
también temiendo las posibles consecuencias que podría traer. El paseo no había
surtido el efecto buscado, pero, afrontando el último recodo del camino, doblando
la esquina del bloque familiar, apareció Rubén, capitán y jugador de referencia
de los equipos que entrené en el colegio Trinitarios, en la Avenida Filiberto Villalobos
del Barrio San Bernardo, el lugar en el que aprendí a multiplicar, escribir,
jugar al fútbol sala y entrenar, o algo parecido, baloncesto.
Y descubrí que a
Rubén, con quien mantuve una estrecha amistad mientras ambos vivíamos en
Salamanca, le va muy bien en la vida. No sin gran esfuerzo ha alcanzado un puesto
de prestigio y responsabilidad en el oficio que siempre imaginó. El suyo es un
caso de éxito de manual, pero también de éxito en el concepto machadiano, pues
en su carrera hacia la posición que ocupa actuó siempre con una honradez
exquisita y un corazón de oro. En fin, el encuentro con Rubén logró todo
aquello que el Huerto de Calixto y Melibea, la Plaza de Anaya o la Calle
Compañía no habían conseguido: sonreía de nuevo, volvía a desear ir a Ávila con
los jugadores de cantera: renovaba así el derecho a ser y sentirme entrenador.
Aquel encuentro
resume de alguna forma una temporada en la que he aprendido mucho de Lolo
(Encinas), Jota (Cuspinera) y Jorge (Álvarez), entrenadores del primer equipo,
hombres de baloncesto que han leído y andado mucho y, por ello, ven mucho (y
bien) y saben mucho. También de todos y cada uno de los jugadores del primer
equipo, maestros de la técnica y la táctica individual, muchos de ellos
internacionales con sus selecciones, muchos de ellos hijos de los mejores
programas de desarrollo de jugadores de nuestro país. Estar cerca, a pie de
pista, me ha permitido observar con todo lujo de detalles los movimientos que
hacen pensando y, más aún, los que realizan sin pensar en ese camino que va
desde la necesaria consciencia hasta la bendita inconsciencia.
En esta
temporada he conectado directamente con sesenta y cinco jugadores y, en muchos
casos, también con sus familias. A los catorce jugadores que en algún momento
de la campaña han formado parte del primer equipo he de sumar a los seis
jugadores distintos que han pasado por el grupo de tecnificación y a estos
veinte los cuarenta y cinco jugadores que han entrenado y jugado en Junior Blanco,
Cadete Blanco e Infantil Naranja, cada uno en un estadio de su desarrollo
distinto, con circunstancias personales y familiares también distintas. En
conjunto, podría decirse que he asistido en vivo a una representación teatral
de la adolescencia masculina y su evolución. He entrenado a chicos de doce años,
menos de 1,50 y aproximadamente 40 kilos y a chicos de más de 1,90 (por no
citar a los profesionales) y cerca de 95 kilos. Y he intentado ser lo que decía
Whitman que somos: multitudes.
Probablemente,
mi capacidad de multiplicarme y atender necesidades socioafectivas y también
baloncestísticas tan diversas no haya alcanzado para alcanzar el ideal tomista
de justicia de dar a cada uno lo suyo. Por fortuna, las redes sociales de cada
equipo, en base a la actuación generosa y ejemplar de los líderes que han ido
surgiendo durante la marcha, han hecho que su funcionamiento interno haya sido
impecable. Hemos sido equipo en la victoria y, más aún, en la derrota, entre
otras cosas porque hemos perdido más que ganado, al menos en el marcador.
No se engañen,
hemos ganado mucho más que perdido en la medida en que los grupos han crecido
en disciplina, entusiasmo, comprensión del juego, en la medida en que los
individuos han crecido en disciplina, entusiasmo y comprensión del juego. No,
no se me ha ido la cabeza: los individuos se han exprimido en favor del grupo para
luego beber de la fuente común. Hemos conseguido igualar energías, conciencias
y esfuerzos. Hemos valorado por igual la destreza y el sacrificio. Hemos hecho avanzar
en paralelo al grupo y sus miembros.
Y yo también he
ganado. Principalmente esa capacidad de ser camaleónico, de comprender mejor el
baloncesto y sus necesidades conceptuales y didácticas al estar en contacto con
realidades tan distintas. He ganado capacidad de comunicación, intentando
conectar con generaciones tan distanciadas en el tiempo. He ganado a Roberto,
Javier y Manu, compañeros de batallas, mucho más que asistentes. He ganado un sitio
en el que poder crecer y seguir aprendiendo y he vivido en una ciudad que
también es muchas ciudades y que todavía, al contrario que la Ítaca de Ulises,
tiene mucho que ofrecerme. Y, por encima de todo, he multiplicado las
posibilidades de encontrarme un día de marzo cualquiera, tras una dolorosa
derrota, en cualquier eventual esquina cercana a mi domicilio, con Gonzalo, Dani, Pablo, Álvaro, Nicolás o
Juan, y que me cuenten cómo les va la vida mientras yo sonrío y me olvido de la
tristeza. Y renuevo el derecho a ser y sentirme entrenador.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS
Un plan intachable
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Es absurdo y,
sin embargo, no tengo ninguna explicación para estas lágrimas de felicidad que
recorren mis mejillas al ver a los Celtics, a mis Celtics, celebrar la
consecución del título de la NBA. Han pasado dieciséis años desde el anterior
anillo, la mitad de treinta y dos, que fueron los años que mediaron entre la
sexta y la séptima Copa de Europa del Real Madrid, el otro equipo al que
irracionalmente entrego mi corazón y con cuyos éxitos y fracasos me fundo.
Pero más allá de
lo emocional, este triunfo de los Celtics pone fin a un curso baloncestístico
en el que algunas notas dominantes deben iluminar el camino de los proyectos
que empiezan a urdirse en las oficinas de los distintos clubes. Y, aunque el
inciso previo es que no hay ingrediente secreto que conduzca irremediablemente
al éxito de los equipos, creo que esta temporada, y especialmente el triunfo de
los Celtics, debe dar que pensar a los distintos responsables, a todas las
áreas deportivas de las distintas organizaciones que se dedican en cuerpo y
alma al baloncesto, antes una ciencia social que una rama de las matemáticas,
antes una derivada de la química elemental que un subproducto de un moderno laboratorio.
1. Una mente maravillosa, un plan intachable. La mente, claro, la
de Brad Stevens; el plan, obviamente, todo el entramado de nodos y redes que ha
ido creando en este tiempo a través de movimientos que, tal vez, concebidos
aisladamente no tenían mucho sentido. Brad Stevens sabía cómo debía atacar su
equipo para ser casi imposible de defender y cómo debía defender su equipo para
ser casi imposible de desarbolar. El entrenador debía creer en esta fórmula en la
que la capacidad de desequilibrio de unos y la amenaza de otros dentro de un
particular spacing lo es todo. El entrenador debía creer en que la
versatilidad defensiva dentro de un contexto de hombres altos de brazos largos rematada
por un plus de intimidación los haría casi invulnerables. Él se encargaría
de juntar las piezas para hacer funcionar la idea. La clave, por tanto, la
fusión de conocimiento e imaginación que dio lugar al plan. La clave, por
tanto, tener en el puesto de máxima responsabilidad de una organización
deportiva, a un sabio y a un innovador responsable y comprometido con la
franquicia y con el baloncesto.
2.
Binomios entrenador-organización. En Joe Mazzulla los Celtics
no vieron en ningún momento a ese entrenador que multiplica los panes y los
peces o transforma el agua en vino, esa figura a la que se aferran tantos
directores deportivos en Europa para ahorrarse, quizá, la concepción del plan
del que hablaba en el anterior punto. Brad Stevens no se ponía en manos de Joe
Mazzulla, de 33 años y sin apenas currículum en aquel momento, para que
resolviera todos los problemas de la organización, entre otras cosas porque no
había ningún problema que resolver. No estaba llamado a ser un apagafuegos,
solo una pieza más, importante, dentro de un engranaje, este sí, perfecto. Este
relevo encuentra un cierto parecido en la transición tranquila que encarna Chus
Mateo en otra institución, el Real Madrid, que avanza con paso firme e
intenciones claras desde hace más de doce años. No es tanto el entrenador,
sino la coherencia, los principios que encarna, su preparación para ejecutar el
plan y darle ciertos matices. No es tanto el chamán como el líder de un grupo
humano. Y la estabilidad, claro.
3.
La diferencia entre nostalgia y responsabilidad con el pasado.
Que los Celtics son una franquicia con una enorme historia detrás es un hecho.
Que los Celtics se aferraron durante muchos años al polvo que inundaba la sala
de trofeos puede que también. Pese a la conocida cita de Marx ─ «la historia
está llamada a repetirse, unas veces como tragedia y otras como farsa»─, o
precisamente por ella, es necesario utilizar esta historia como un elemento
motivador, no como una excusa para la parálisis y un injustificado aferramiento
a las fórmulas que fueron victoriosas en el pasado y que, como es lógico, en
contextos nuevos y en el marco de una competición en la que la única constante
es el cambio, están llamadas al fracaso. El ejemplo es claro: si los Celtics
hubieran actuado con nostalgia, Marcus Smart hubiera seguido en la plantilla.
4.
La alquimia y los indispensables. Es cierto, Joe Mazzulla (o
la extensión de Brad Stevens en la cancha) confió en más gente y amplió la
rotación que solía emplear Ime Udoka y que él mismo replicó en su primer año en
el banquillo. Pero esto también ocurrió gracias a que había más jugadores
preparados y menos jugadores necesitados de un protagonismo que no podrían
tener en un equipo llamado a pelear el título de la NBA. Es cierto, el
modelo de juego facilita que haya tiros para todos y el ejercicio de humildad
de los Jays para entender que debían ser antes generadores que anotadores
compulsivos, también colaboró con la asunción de roles, la mayor y mejor
distribución de los minutos, la diversificación de la ofensiva y, finalmente,
como consecuencia de todo esto, la química en el vestuario. Desde luego,
fue clave deshacerse de un “amasabalón” como Smart y cambiarlo (aunque en
realidad no fue un cambio directo) por un jugador como Holiday, mejor defensor,
más capacitado para jugar sin balón y menos pagado de sí mismo. Esto y
empoderar aún más a White,
una especie de Xabi Alonso o Busquets del baloncesto que da sentido a cada
balón que pasa por sus manos.
5.
Veteranos con alma de niño. Está muy bien ese discurso que
alaba la presencia de veteranos en el vestuario, pero yo añadiría que esos
veteranos deben tener hambre de mejora y alma de niño. Hay mucha diferencia
entre jugadores que se dan por amortizados y acuden a jubilarse a un equipo
poniendo sus derechos por delante y aquellos otros como Horford o el actual
Llull que están enamorados del juego, comprenden las necesidades del equipo y
preguntan, nada más llegar el primer día al vestuario, «qué se necesita» o «en
qué puedo ayudar».
6.
Dividir y doblar como forma de vida. Va a parecer naïf u
oportunista, pero los Celtics juegan al baloncesto como un muy buen equipo
infantil. En los Celtics no hay bases, aleros y pívots, hay generadores de
ventajas, amplificadores de ventajas y rematadores que pueden jugar cerca de la
línea de fondo o más allá de la línea de tres. Todo se basa en el uno
contra uno, como tantos critican, sí, pero también en leer y castigar la
respuesta defensiva de modo que la distribución de las piezas ofensivas impida
una reacción efectiva o gratuita. Así, ya sea como consecuencia de la
primera ventaja, o de segundas o terceras ventajas derivadas, los Celtics
aspiran a terminar su ataque con un tiro de alto porcentaje, ya sea una bandeja
próxima al aro o un tiro de tres puntos con los pies encarados a la canasta.
Todo ello tras haber desgastado a la defensa y haberse provisto, así, de muy
buenas oportunidades de rebote y de una muy buena disposición inicial para el
balance. Y para todo ello, en fin, vuelven a ser claves los cuatro fundamentos
básicos del ataque bajo mi punto de vista: el driblin, el pase, el tiro y el
juego sin balón en su doble vertiente ejecución/decisión.
7.
La capacidad para cambiar, la vida en mismatch. El de los
Celtics ha sido el segundo mejor defensive rating en liga regular y el tercero
en Playoff, por lo que en esta mitad de la pista debemos encontrar quizá algo
más que la mitad de su éxito. Hasta cinco defensores se encontró Doncic en
su camino al anillo porque incluso más de cinco jugadores de los Celtics podían
llegar a defender, con un poco de ayuda, al jugador más talentoso de esta
generación. En ese perfil versátil y cineantropométrico de los jugadores de
Celtics reside gran parte de su éxito. También en los esquemas, en los detalles
técnicos y, sobre todo, en la convicción de que no se pueden alcanzar éxitos
tan grandes como un anillo de la NBA sin atender lo que sucede en defensa. Es
más, quiero pensar que en la concesión del MVP de las finales a Jaylen Brown,
además de una petición implícita de disculpas por no haberlo valorado en su
justa medida anteriormente, también había un reconocimiento al nivel físico, de
manos y contactos que puso en este lado del parqué.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS
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Tal vez, después
de todo, no merezca la pena. Ni esta queja ni lo que hacemos a diario los que
nos enfrentamos a la tarea del baloncesto de formación. Quizá solo sea un grito
en busca de consuelo o comprensión al universo Internet, a ese ente etéreo en
el que nos cobijamos mientras llueve, graniza o nieva fuera (porque llueve,
graniza y nieva, vaya que sí). Ni siquiera sé si estas conclusiones son
certeras, seguramente estén sesgadas, sean parciales y no estén del todo
ajustadas a la realidad. Pero aquí que las comparto, solo sea como terapia.
Las hago tras un
partido infantil perdido por 46 puntos. También tras un partido junior igualado
y vencido (es lo de menos, de verdad) que fue arbitrado por un jugador de otro
equipo de la competición con el que media, aunque a mí me importe bastante
poco, una rivalidad local bastante enconada. Este chico es un gran chico, lo
conozco personalmente, pero no puede asumir esta responsabilidad, debió
declinar la designación de este partido, aunque solo fuera por no levantar
sospechas, seguramente infundadas. Probablemente con justicia, porque llegamos
tarde intentando defender duro, el saldo de faltas fue de 23 a 14 a nuestro favor:
de estas victorias poco se habla.
Lo que me preocupa
de verdad es que entrenemos a un deporte durante la semana y el domingo juguemos
a otro. Que intentemos defender respetando las normas, el uso legal de las
manos, la verticalidad en los contactos contra el finalizador, y que nos
enfrentemos a una aplicación del reglamento totalmente distinta el fin de
semana. Hoy he estado mal, porque he estado muy mal alentando a mis jugadores para
intentar que se defendieran, ante un equipo de un año más, de un continuo uso
ilegal de manos y de continuas faltas de respeto al principio de verticalidad
que quedaban repetidamente sin sanción. Claro, no me quedó otra que emplear
expresiones como “pegad”, “sujetad” o “agarrad” para igualar la contienda.
Mirad si lo hicimos mal (pegar, sujetar o agarrar) que nos fuimos con 79 puntos
encajados y “solo” 17 faltas. Aquí volvimos a ganar: el rival solo hizo ocho
(claro).
El uso repetido y continuado de las manos del defensor sobre
el cuerpo del atacante debe ser siempre sancionado de forma inmediata.
Erróneamente, en muchas ocasiones se han interpretado estas situaciones como
innecesarias de ser sancionadas, empleando el lema de que "hay que dejar
jugar". Precisamente si el arbitro sanciona falta en esas situaciones,
entonces es cuando dejará jugar al que realmente quiere hacerlo.
Copio y pego una
interpretación del club del árbitro para un partido profesional. A lo mejor es
que en cantera, mini o preinfantil, prevalece un “dejar jugar” que es, en
realidad, un “impedir jugar” porque el sujeto en proceso de aprendizaje tiene
muchas menos herramientas para salir de esa presión “en falta” autorizada por
unos árbitros jóvenes que han sido mal instruidos. Para intentar cambiar las
caras de cordero degollado con la que me miraban en busca de consuelo mis
jugadores no he podido permanecer callado, no he podido ejercer la empatía
habitual con los árbitros que empiezan, algo que suelo aplicar,
pero su criterio era claramente desfavorable e incompatible con la educación en
baloncesto.
Es un craso
error que convirtamos el mini y la categoría infantil en selvas o anillos de
boxeo. De ahí que tantas veces me haya mostrado contrario a la competición
temprana, sobre todo cuando está regulada de esta manera para que venzan los
mejores atletas y pierdan, porque pierden en cada combate, los jugadores más
habilidosos o creativos, que a duras penas pueden defenderse del nivel de
contacto permitido y avalado por los distintos estamentos federativos. Al final,
para compensar este hecho, la intensidad y el ritmo de entrenamiento se
convierten en mantras necesarios para poder competir, relegando la enseñanza de
la técnica y táctica individual, que son muy poco útiles cuando se puede impedir
el avance del poseedor con dos manos, con un uso del antebrazo claramente fuera
del cilindro o a "caderazos".
2.6.2 Principio de verticalidad. Si
un jugador abandona su posición vertical (cilindro), saltando hacia detrás,
hacia delante o lateralmente y provoca un contacto con un adversario que
cumple el principio del cilindro, este jugador será el responsable del contacto por abandonar su
cilindro, sea defensor o atacante.
Toda esta semana
habíamos estado trabajando la finalización con contacto. Buscábamos provocarlo
antes de iniciar la acción de canasta o, en el peor de los casos, aguardarlo
preparados y conscientes del mismo, con una base suficientemente estable para
soportarlo, absorberlo y emplearlo a nuestro favor. Pero claro, cuando este
contacto se produce en el aire, ante individuos con una base de fuerza aún no
constituida, los fallos se sucedían ante la mirada impasible de los dos jóvenes
árbitros. 2 a 18 fue el saldo favorable de tiros libres (para el rival), poco se habla, también, de estas derrotas.
En fin, debo
disculparme con los jugadores y con las familias, también con los árbitros si
de verdad, como parece, lo hicieron lo mejor que supieron y cumplieron, como
buenos funcionarios, las órdenes de sus instructores. Normalmente me gusta ver
los partidos sentado, dar algunas correcciones, avivar de vez en cuando una
intensidad que, la verdad, no conseguimos tener con regularidad, pero hoy, amén
de querer salvar la diferencia existente exigiendo constantemente atención y
agresividad a los jugadores, he tenido que proclamar en voz alta, de manera
airada y, como digo, errónea, nuestro derecho a defendernos de un criterio
arbitral que corre el riesgo, por la incoherencia con el propio reglamento y
sus interpretaciones y, por tanto, con lo que deberíamos enseñar a diario, de
acabar con la justicia y los incentivos a querer mejorar técnica y tácticamente.
Podría haberlo
dejado estar, tragarme la bilis, relativizar y mañana seguir entrenando baloncesto
como creo que debe ser jugado, a expensas de ser poco competitivos en el
baloncesto del fin de semana. Pero he querido dejarlo por escrito, aunque sea
como una particular, por original, disculpa con mis jugadores y sus familias,
por elevar el tono en un juego que debe ser sobre todo de precisión, y por
tener que recurrir a esta "catilinaria", ─porque no creo en los cauces oficiales ni
las conversaciones de buen rollo con las que habitualmente nos toman el pelo─,
para expresar por escrito lo que pienso y siento.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS
Borges y el baloncesto, tal vez
En aquel
Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola
Provincia ocupaba toda una ciudad, y el mapa del Imperio toda una provincia.
Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de
Cartógrafos levantaron un mapa del Imperio que tenía el tamaño del Imperio y
coincidía puramente con él.
Hace unos días,
en uno de los numerosos viajes que emprendo rumbo a un polideportivo de nuestra
región o país, pude continuar la lectura de Nuccio Ordine y su obra Clásicos
para la vida, cuyo título no pudo estar mejor elegido. En él se recogía el
extracto que he empleado como entradilla a este artículo de opinión, inserto en
El hacedor, libro de Borges en el que este reúne poemas, relatos y
ensayos de varias épocas en torno al eje común de su visión del mundo y sus
preocupaciones.
Si la
preocupación de Borges versaba sobre los peligros del rigor científico, de la
búsqueda de la perfección en ese hilar tan fino que es solo la antesala de un
nuevo descubrimiento y que provocaría que la investigación perdiera todo su
valor, volviéndose esclava de sí misma, esta también es la mía en el mundo y
tiempo en el que yo me muevo. Un mapa del tamaño del Imperio es, sin duda,
preciso, fiel reflejo de la realidad, pero en todo caso inútil para sus fines,
al igual que toda esa ingente masa de datos que nos explica al milímetro lo que es y
debe ser el baloncesto.
No se confundan,
amo el hecho de conocer por conocer, la investigación sin finalidad aparente,
ensimismada y críptica por definición para quienes no están familiarizados con
ella. Pero también creo en la investigación que es consciente de sus límites y
se debe a la causa mayor que persigue, sea la cura de enfermedades, la fluidez
del tráfico rodado en las grandes ciudades o la mejora de las posibilidades de triunfo
de un equipo sobre otro en una cancha de baloncesto.
Al igual que el
estudio de la retórica y el discurso y sus efectos en las conciencias que lo
recibían han hecho de la política, otrora un noble arte, un escenario ruin en
el que se miden cara a cara argumentos bien armados, pero en su mayoría zafios,
el baloncesto corre el peligro de convertirse en un plano-secuencia ideado en
torno a la eficacia no siempre bien contextualizada de determinados jugadores,
jugadas, metodologías o, en fin, de la propia tecnología en sí misma.
Si bien fueron
necesidades cotidianas las que hicieron avanzar la trigonometría; si la carrera
espacial nos ha traído adelantos tecnológicos que han hecho más cómoda y, por
lo general, mejor nuestra existencia, esta carrera sin límites por la
acumulación de datos y su interpretación, la mayor de las veces basada en
muestras pequeñas, sesgada por la limitada capacidad de sus glosadores, se me
parece mucho a la de esos cartógrafos que quisieron, sin poder, radiografiar el
mundo sin poder encontrar una escala más propicia y exacta que la del 1:1.
De lo contrario,
tal y como sucede ahora, en un escenario multifactorial y multivariable como el
del baloncesto, recurrir a análisis que para ser significativos se ven obligados
a descartar, a sabiendas, gran parte de la información que los descuadra o
invalida, es un auténtico brindis al sol que tranquiliza conciencias y genera un
halo científico alrededor de un mundo que es esencialmente mágico, humano,
incierto.
Ojo, pese a ser un escéptico por definición, no por negar el valor de la ciencia, sino por considerar provisionales, como es lógico, todas sus conclusiones, sí creo en la necesidad de la incorporación de los datos en el desarrollo de metodologías en el cuidado de la salud del jugador e incluso en la conformación del aparato técnico-táctico de los equipos. Pero siempre desde la conciencia de que, hasta el momento, esta base estadística nos explica el futuro en base al pasado pretendiendo que ambos se parezcan, en la medida en que toda la toma de decisiones va a venir orientada por esta información antigua que, de no ser considerada obsoleta desde su nacimiento, bien puede contribuir a esa redefinición de los patrones venideros. Es decir, se trata de información que se justifica y explica a sí misma: su valor radica en la fe en sus conclusiones.
Pueden ser múltiples
las paradojas. Se me ocurre, por ejemplo, que, en la distancia, dos
planteamientos tácticos idénticos conduzcan a resultados muy dispares porque
dispares son los jugadores, los contextos o los rivales. O que dos combinaciones de dos jugadores que incluyan a un mismo jugador resulten idóneas o letales para un mismo
equipo (¿es responsable del éxito o del fracaso?). En fin, nos movemos en un mundo multifactorial, enormemente variable, en
un entorno con tal número de combinaciones posibles que este intento de
sofisticación no conduce más que a conclusiones poco certeras, a visiones
estáticas de una realidad dinámica y a una imagen que, si en algo se parece en
la realidad, es en que algunos la consideran profética y hacen todo lo posible
por que se reproduzca fielmente, milímetro a milímetro y a través de sus
decisiones, en el gran mapa en tamaño real que es el baloncesto.
En fin, discúlpenme,
pero siempre me fascinó el comienzo de Las ruinas circulares, también de
Borges: Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de
bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que
el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas
aldeas que estás aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma
Zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS
Desde hace unos años sigo con gran interés el snooker, un deporte que podría parecer muy simple, pero que, sin embargo, encierra en sí mismo dosis impensables de estrategia, táctica y, por supuesto, técnica y habilidad. También de preparación física, pues tanto la resistencia como la elasticidad son dos componentes esenciales para seguir pensando con claridad al cabo de varias horas y para alcanzar la posición de algunas bolas realmente complicadas. Por no hablar del apartado psicológico en ese duelo que se libra en la distancia: mientras uno juega el otro mira (o no) siendo muy difícil ocultar la desconfianza, el miedo o el sentimiento de intimidación.
Pues bien, el
pasado domingo, Ronnie O´Sullivan, de 48 años, se hacía con su octavo trofeo del
Masters sumando así un nuevo entorchado de la llamada triple corona, distinción
que también acompaña al Uk Championship, que ha ganado también en ocho
ocasiones, y el Campeonato del Mundo, cuyo trofeo ha levantado siete veces. En el
caso de los dos primeros torneos, Ronnie es ya el campeón más joven y el más “viejo”.
El UK lo logró con solo 17 años y el Masters con 19, y ahora de nuevo ambos con
48.
Hasta ahora
había sido muy partidario del acceso paulatino a la competición, de la práctica
del multideporte, de la adquisición de una base atlética previa a cualquier
intento de especialización. Y en realidad sigo siéndolo, pues opino esto para
el 99% de los casos y retraso cuanto puedo el reparto de roles en los equipos
de cantera que dirijo pues no me atrevo a hacer pronósticos sobre las
necesidades perceptivas y coordinativas que los jugadores podrían llegar a
tener en el día de mañana en virtud de la evolución futura de sus cuerpos, de
su ambición o de las demandas de sus futuros entrenadores.
Pero los genios
son otra cosa y nos ponen en nuestro sitio. A nosotros, los entrenadores, y al
conjunto de la población, a quien muestran sin piedad todas sus limitaciones al
situarnos ante un espejo en el que ni siquiera podemos vernos reflejados. Lo
que llegan a hacer Ronnie O´Sullivan, Djokovic, Jokic o Messi queda fuera de las
fronteras del entrenamiento, de la práctica deliberada o de toda aquella
práctica organizada en torno a unos estándares marcados, queriendo o sin
querer, por el individuo promedio, el deportista común, la mediana de nuestra particular
curva de capacidades y talento. Y la de nuestros grupos.
Elevar los
estándares de exigencia es clave para conseguir mejoras significativas en el
rendimiento de los grupos, pero los puntos de partida son muchas veces las anclas que nos impiden echarnos a la mar. La capacidad de aprendizaje motor, de
comprensión de los espacios, para resolver problemas… Todas estas cuestiones
nos vienen dadas y pueden limitar las progresiones grupales e individuales de
nuestros equipos. Ayer mismo observaba cómo uno de mis preinfantiles se quedaba
mirando el balón que volaba tras un tiro en tres ocasiones consecutivas obteniendo
el mismo resultado: le quitaban el rebote. Está bien, mi parte de responsabilidad
está clara, el hábito no está creado ni consolidado, pero extrapolando la situación
más allá del teatro de la pista, lo cierto es que un individuo se encontró con
el mismo problema en tres ocasiones y quiso o pudo (por decirlo de alguna manera)
aplicar la misma estrategia tres veces con idénticos resultados negativos.
La capacidad para
resolver problemas, para adquirir patrones motores, para percibir el entorno y
emitir juicios acertados sobre lo que está pasando a nuestro alrededor son
elementos muy vinculados a lo que podríamos llamar talento y, además, dotan al
individuo de una autopercepción de la competencia y la capacidad que lo invitan
a entrenar más duro y de manera más creativa. Es decir, gran parte de los
objetivos que podremos alcanzar con nuestros equipos se basarán, en gran
medida, en las bases sobre las que se sustentan, no solo a nivel atlético, sino
también en cuanto a la velocidad de toma de decisiones y su nivel de éxito. ¿Podemos escapar de este laberinto? Vayamos a por uno más complejo.
Por otro lado,
creo que el entrenamiento puede llevarnos a alcanzar una meseta de capacidades
mínimas, conocimientos necesarios para la competición, pero que el último salto
va a estar en manos de los jugadores y una adquisición autónoma en entornos
ajenos al de la práctica formal. Aquí poco nos queda más que ser incentivadores
del entrenamiento fuera de pista y ver con mejores ojos todos esos ratos que
los chicos pasan con sus padres y hermanos mayores y cuyo rendimiento avalan
las estadísticas que muestran cómo la herencia de ese capital cultural y deportivo
conduce a una sobrerrepresentación de los "hijos de" (jugadores, entrenadores, gente vinculada al baloncesto) en selecciones autonómicas y
nacionales.
La perpetuación
de los mejores en la élite en deportes individuales como el tenis o el snooker
nos alerta de la presencia de genios, talentos irrepetibles que no veremos en
generaciones, pero también nos muestra que el entrenamiento tiene unos límites
y que los puntos de partida, los estándares de autoentrenamiento, la percepción
de las propias capacidades y su inmediata consecuencia ─la resolución de
problemas cada vez más complejos con un éxito progresivamente creciente─, son aspectos
propios del deportista y su biografía sobre los que los entrenadores solo
podemos orientar desde una posición humilde y, en el caso de estos genios, de
pura y dura admiración.
Ya no me ocurre.
Con el baloncesto ya no me pasa, no siempre al menos. No estoy seguro de
quererlo más que ayer y menos que mañana, como sí ocurría en un principio. Ni
siquiera de saber más cada día, lo que puede que sea probable, pero no siempre percibo
como tal, a pesar de estar rodeado de numerosos estímulos que facilitan este
aprendizaje: grandes profesionales y muy buenos jugadores cerca y la propia
práctica como gran maestra.
Pero no estoy
seguro, decía, porque creo que, en el baloncesto, como en tantas otras facetas
de la vida, las nuevas tendencias no critican y asumen parte del legado de
aquellas otras que lo fueron en el pasado. Es decir, tengo la sensación de que
los argumentos que avalan las nuevas tendencias invitan a una suerte de tabula
rasa, crean nuevas realidades que no facilitan el intercambio con el pasado
u otras fórmulas. Por lo tanto, conocer lo nuevo no es siempre conocer lo
mejor, aunque objetivamente lo sea en la medida en que lo nuevo se ha aceptado
como lo real y casi único y obtenga resultados en la cancha.
Contribuye
también a esta suerte de desaliento la necesidad de hiperespecialización. La
visión humanista y holística del baloncesto como un todo en el que los
apartados personales y humanos prevalecen ha dejado paso a una era pseudocientífica
en la que los datos (no siempre relevantes o suficientes) construyen narrativas
y predestinan la realidad en la medida en que sus intérpretes profesan una fe
inquebrantable en su esencia divina.
Se complica la
creación de equipos, la determinación de causas colectivas, de horizontes a
alcanzar como grupo. Los vectores que representan las carreras individuales no
siempre se alinean con el de los objetivos del equipo. En una era en la que
todo el mundo te dice lo bueno que eres, te ayudan a disimular las carencias,
discuten con quien sea necesario para demostrar que su
hijo/representado/ahijado/amigo está en lo cierto la voz de la autoridad se
resquebraja y el entrenador se convierte en un encantador de serpientes que
intenta captar el voto del trabajador y el pensionista, por diferentes que sean
sus motivaciones.
Lo mismo sucede
en el baloncesto de formación, donde educamos a doce (en mi caso quince) seres que son lo más importante para otros
dos, tres o cuatro, a los que no siempre podemos pedir una visión objetiva de
nuestra labor educativa, pues acuden a las gradas con una suerte de prismático
que sigue las evoluciones de su hijo, al que suelen ver desanimado o falto de
confianza cuando juega poco o se ciñe a su papel dentro de un colectivo donde
las oportunidades, en el campo federado, terminan obedeciendo a una mezcla de
méritos y virtudes. Hablo a menudo con los padres y creo que a veces se sienten
culpables de no haber engendrado un atleta o un superhombre. Y alguno hasta se
pasa hora con los chicos intentando suplir la carencia de estos dones dotándolos
de una técnica exquisita, redoblando esas sensaciones de ansiedad.
Es esta tendencia
hacia la competitividad que debe conducirles a una suerte de bienestar físico y
emocional la que me hace pensar si no somos antes que entrenadores terapeutas,
curadores de almas claramente sobreestimuladas y al mismo tiempo adormecidas
que soportan el carrusel de tareas que se les impone con un espíritu demasiado
sumiso. A veces echo de menos preguntas en los entrenamientos. Esto por qué y
para qué. Me gustaría crecer espiritualmente y estar por encima de lo que
siempre ha significado el entrenamiento como tarea preparatoria para una
competición o método que provoca un incremento del rendimiento deportivo. Me
gustaría ser un procurador de oportunidades, un provocador, en el buen sentido, lanzar una llamada a tener un pensamiento propio y original.
Se me quedan
cortos los objetivos tradicionales del baloncesto de formación para cubrir y
responder ante lo que veo. Ahora que se acercan las segundas vueltas de la
competición federada, me parece pobre la idea de competir mejor, de conseguir
mejores resultados. Hay decenas de recursos estratégicos o tácticos que pueden
ocultar mil carencias técnico-tácticas individuales. A nosotros nos han anotado
con conceptos que no aparecen en nuestra programación, es decir, nos dan
lecciones pertenecientes a otro curso. Y no vamos a responder de igual manera,
no vamos a actuar como autómatas si no hay una comprensión previa de los
elementos espacio-temporales básicos, un control suficiente del propio cuerpo,
una relación dichosa entre el jugador y el balón.
Para ello
necesito crecer espiritualmente. Todavía mis rotaciones han estado demasiado
informadas por el intento de competir mejor, de pelear el resultado. Me ha
guiado en exceso el ego del entrenador y me he olvidado de los objetivos
educativos y deportivos que están por delante. La competición puede ser un
laboratorio si proveemos a todos los participantes de los materiales
necesarios, principalmente minutos, y, en todo caso, es una herramienta volcada
al futuro, no una radiografía del presente que es tantas veces un diagnóstico
del pasado.
Esto le pido al
baloncesto en 2024 en este ánimo de recuperar aquel viejo entusiasmo: que se
convierta, como decía Celaya de la poesía, en un arma cargada de futuro. Los
datos y los rendimientos actuales de los jugadores jóvenes no pueden determinar
a qué jugamos, quiénes somos y seremos. Que lo hagan las ideas y el entusiasmo
con el que acuden cada día a entrenar. Y que tengamos la mente abierta y el espíritu
suficientemente generoso para no dejarnos guiar por la inmediatez y la rigidez
de un sistema hecho para crear máquinas y consumidores, no seres libres, ni siquiera jugadores libres.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS
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Los Estados Unidos del Baloncesto
Viaje con
nosotros si quiere gozar. Ya la están cantando, ¿verdad? Viaje con
nosotros a mil y un lugar. Y disfrute de todo al pasar. Qué gozada, nunca
mejor dicho, esta canción de la Orquesta Mondragón con letra de Luis Alberto de
Cuenca. Tanto que creo que es la que iba tatareando Fernando Mahía (A Coruña,
1990) en su viaje por Estados Unidos a bordo de una Dodge Grand Caravan de
2001 y del que extrajo el magnífico libro Coast to coast (Contra, 2022). Un viaje al corazón del gran imperio guiado por el hilo conductor del
baloncesto, tal vez no el deporte más popular, pero sí el que mejor representa
el carácter mestizo y la condición multiétnica y multicultural del país.
No es
arbitraria, se lo dice un geógrafo, en ningún caso, la división por regiones
que introduce el autor para planificar su viaje. Estados Unidos es también un
país de contrastes, un país en el que poco más de doscientos años de historia
han dado para mucho y han contribuido a explicar su actual distribución.
Senderos, cordilleras, océanos y climas explican una parte, pero puritanos, forajidos,
indígenas, políticos e incluso vaqueros, la mayoría hombres, pero también (y
cada vez más) algunas mujeres terminaron de configurar su territorio como un
mosaico en el que es fácil distinguir, como hace Fernando Mahía, al menos cinco
espacios diferenciados: Nueva York (y alrededores), El cinturón del óxido (
fundamentalmente El Medio Oeste), El Corazón de América (los Apalaches y las
grandes praderas), el Sur Profundo (marismas y casonas en torno al Delta del Mississippi)
o un concepto amplio del Oeste a partir de la expansión decimonónica a costa de
la población nativa y más allá de las Rocosas en busca de tierra virgen e
incluso oro.
En todos estos
lugares nos cruzamos con el baloncesto. ¿Por qué? Por lo universal de su
lenguaje, su equitativo, aunque a veces injusto, mensaje. Una canasta fue
suficiente para que Larry Bird no heredara el destino de su padre (alcohólico y suicida). Una canasta fue
muchas veces el horizonte que guiaba el sueño americano, más allá de que su
final fuera triste o crudo. Fernando Mahía no evita cruzarse con los hitos
fundamentales de la historia del baloncesto, visita estatuas a las puertas de pabellones
y puntos de interés arqueológico donde estuvieron los templos ya derruidos.
Pero va mucho más allá y ahonda en los personajes secundarios de ciudades no
siempre conocidas por el gran público.
Hay muchos más
perdedores que triunfadores en este libro, aunque no hay derrota completa en
sus biografías ni historia exenta de pasajes dorados. Pero lo cierto es que al
autor le cuesta mucho dar con ellos, pues su existencia es anónima, ya sea
por vocación o necesidad. De la mano del autor conoceremos mendigos que fueron
pioneras, antiguas estrellas reintegradas en comunidades indígenas o globetrotters
que aceptaban su papel, y lo disfrutaban, a sabiendas del carácter
exhibicionista que tenía este equipo, una suerte de «bomberos torero»
del parqué. Entretenimiento para blancos ofrecido por empresarios blancos y
trabajadores negros.
Me gusta mucho
la mirada de Fernando, el modo en que esta traspasa el espeso muro de lo evidente
o, peor, de lo aparente; la falsa verdad que ya existía en el paisaje antes de
que su mortífero veneno llegase a los informativos y los espacios de debate. Y
me gusta mucho más aún su oído, presto siempre a escuchar a quienes conservan
una historia, presto siempre a distinguir de entre el ruido aquellas melodías
que constituyen la banda sonora del país, de sus ciudadanos y también del
baloncesto, tal vez el denominador común que mejor representa a una y otra
nación, a todos los Estados Unidos y a un mundo en general que, aunque critica el
modelo, no deja de imitarlo. En Coast to Coast hay jazz, hay blues, hay salsa, merengue,
hay soul, hay sonido motown, hay hip hop, hay rock, hay pop en el sentido
amplio. Quizá por eso, por no tener que elegir entre tanta buena música, entre
tanta historia resumida en acordes y notas diferentes, yo también canturreo el Viaje
con nosotros… mientras os invito a subiros en la Dodge de Fernando y viajar
sin viajar por los Estados Unidos del baloncesto. Disfruten de todo al pasar.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS
Entrenar el inconsciente
José Manuel López Navarro, autor
de Entrenar el inconsciente, la obra que he tenido el placer de leer en
estos días, cuenta con una formación y una experiencia especialmente diseñada
para ser el entrenador de corte humanista que se anuncia a través de este libro.
Su experiencia en la Armada como especialista en submarinos, su colaboración en
el deporte de los deportes, el atletismo, y su bagaje como preparador de
equipos en clubes como Estudiantes de Madrid, conforman un currículum difícilmente
igualable, no solo por el cuánto, que es mucho, sino por el qué, que es diverso
y polivalente.
En este caso, libro y autor no
pueden caminar por separado, pues Entrenar el inconsciente es ante todo
el producto íntimo de la reflexión sobre la experiencia acumulada. Una
reflexión orientada por un saber adquirido tanto a través de la teoría (se
citan numerosos libros muy interesantes) como fundamentalmente a raíz de la
práctica. Una reflexión en torno a una visión que probablemente sea anterior,
pues la consideración del deportista, del hecho deportivo y del entrenamiento, el
punto de partida desde el que nos aproximamos a la enseñanza de un deporte probablemente
proceda de un impulso anterior a su racionalización. Si José Manuel López
Navarro cree en una enseñanza basada en el deportista como protagonista, en un
enfoque holístico y en una metodología integral y esencialmente flexible no es
porque su trayectoria profesional lo haya orientado de esta manera, que
también, sino porque había un impulso previo, una forma de ser y estar en el mundo
en la que sus educadores tuvieron mucho que ver.
De aquí nuestra responsabilidad
como entrenadores: algunas de las consecuencias de nuestras medidas y nuestros
actos van a permanecer en el tiempo en forma de recuerdo o cicatriz más o menos
consciente o visible. De aquí que debamos ser autocríticos, estar en permanente
formación y planificar. En este sentido, aboga por el desarrollo personal de
los formadores, quienes deben ser prohombres de su generación, sabios o
conscientes de su ignorancia y ejemplos intachables de conducta. Humanos, sí; falibles,
sí, pero no más de lo necesario.
El libro hace un recorrido más o menos
ordenado del entrenamiento deportivo en torno a sus dos grandes protagonistas, el
deportista y el entrenador, sin desatender la importancia que pueden tener
otros actores, la competición y el entorno. Y en este recorrido,
aunque es muy completo, nos vamos a cruzar a menudo con algunas de las palabras
clave y obsesiones del autor: el liderazgo del entrenador, el forjamiento del
carácter de los deportistas y el entrenamiento del inconsciente, aquel que
queremos que aflore el día D y en la hora H a base de haber invertido muchas
horas de práctica deliberada y repetición consciente.
Reconozco que me gustaría estar
más en desacuerdo con José Manuel López Navarro, que alguno de sus principios
chocara con los míos y que del debate pudiera surgir un nuevo principio
mejorado y útil para ambos. Pero, aun así, aunque mi visión del entrenamiento (aunque
mi formación y aproximación al deporte sean muy distintas de las suyas) es
semejante a la suya, he aprendido mucho. Sin pretender ser demasiado técnico, el
autor aclara muy bien conceptos propios del baloncesto a través del uso de
ejemplos. Sin procurar aleccionar, pues la narración destaca por su humildad y
modestia, su lectura, en pleno período de renovación de ideas y planificación y
programación de la próxima temporada, me ha resultado especialmente
clarificadora.
Por todo ello, que es mucho más
que la mera suma de sus partes, recomiendo la lectura de Entrenar el
inconsciente, idealmente antes de planificar y encontrarnos con la plantilla, pero
también después, para ponernos frente al espejo de José Manuel López Navarro y
confrontar nuestra experiencia con la suya, que es amplia y diversa, algo que
no siempre podemos hacer con nuestro director deportivo, con nuestros compañeros
o con nosotros mismos por falta de tiempo. De ahí mi consejo: que la fuerza de
este libro os acompañe en esta y en próximas temporadas.
UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA
TODOS
Oro, pero no de la misma madera
![]() |
Imagen encontrada en la web de la fbm |
De Murcia, Valladolid,
Palma, Sevilla, Barcelona, Alhaurín y, por supuesto, también de Badalona o
Madrid al cielo. La selección junior española escribió ayer una bonita
historia venciendo a Francia en la final del campeonato del mundo sub 19 y
reeditando un título, el de 1999, que es el mismo pero distinto, pues se ha
logrado con claves absolutamente diferentes.
1.
Los chicos crecen y ensanchan. Nada tienen que ver Rafael
Villar y Sergio Larrea, bases de nuestra actual selección, con Raül López o
Carlos Cabezas. El base del Barcelona y el de Valencia Basket rondan o pasan
holgadamente el 1,90, mientras que el genio de Vic y el de Málaga se movían en
torno al 1,80. Este hecho les ha permitido contribuir en facetas del juego como
el rebote, la defensa toda la pista, incomodar la acción de los bases rivales a
la hora de iniciar y ejecutar los sistemas y plantear sistemas defensivos
distintos a los que un base de antropometría clásica pudiera haber hecho.
2.
Navarros, pero de escuela (y más altos, largos y físicos).
Juan Carlos Navarro fue, posiblemente, el héroe del campeonato junior de
Lisboa. Allí muchos conocimos su famosa “bomba” y su determinación para asumir
balones calientes en los minutos finales de los partidos como ayer hizo Jordi
Rodríguez, también con el número 7, especialmente en la canasta que concedió el
empate tras un fallo previo y con Baba Miller abierto a su derecha. Jordi
Rodríguez no anda lejos de los 2 metros, juega las acciones de bloqueo directo
con pausa, ha pasado por la escuela de Badalona y maneja todas las caras del
balón, bastante bien ambas manos y tiene un tiro de manual. También Lucas
Langarita se aproxima a este perfil, tras años de escuela y despensa en
Zaragoza, añadiendo a todo lo dicho un salto vertical que le permite hacer
mates por encima de los hombres grandes del rival.
3.
Jugadores de rol más fuertes y rápidos. Y más necesarios aún
de lo que lo eran en 1999. Sediq Garuba e Isaac Nogués han sido jugadores
clave de la mejor defensa del campeonato, una defensa basada en el esfuerzo y
la agresividad en las primeras líneas que se iniciaba con un esfuerzo titánico
en la lucha del rebote ofensivo y en la defensa del outlet, en un next muy
agresivo (sin mirar atrás), amparado en las veloces rotaciones y en las figuras
protectoras de Almansa o Miller como último recurso. En el marco de este
sistema defensivo, que a veces intercalaba flashes agresivos, casi 2x1 en los
bloqueos directos, los dos jugadores antes mencionados se han convertido en
auténticos valladares, cuyos robos, pérdidas forzadas, malos tiros que daban
lugar a rebotes claros… Han alimentado nuestro juego en transición y han
desquiciado a los mejores jugadores rivales. Su inclusión en la lista y la
importancia que se les ha concedido en la jerarquía del equipo son uno de los
grandes aciertos del cuerpo técnico, pues Nogués no ha pasado de los 6 puntos y
6 rebotes en la EBA y el pequeño de los Garuba ha firmado números también modestos,
6 puntos y 3 rebotes en Cartagena, LEB Plata. Ojalá puedan mejorar áreas
muy específicas de su juego (básicamente el tiro exterior) para que su carrera,
lejos de parecerse a la de nuestro querido Souleymane Drame, lo haga a la de
jugadores de rol que se han hecho hueco en equipos de Euroliga o NBA, como fue el caso del otro titán de aquella selección: Berni Rodríguez.
4.
De las alcachofas de Sant Boi al mestizaje. Si Pau Gasol era
ET para Andrés Montes, una rara avis que el periodista quiso explicar a partir
de su alimentación, Almansa y Miller son dos productos del mestizaje, de la
mejora de la especie que se da por la vía del intercambio, dos auténticos
privilegiados, nacidos para jugar al baloncesto y que, sin embargo, solo lo
pueden hacer de esta magnífica forma por la evolución de los métodos de
entrenamiento y de los preparadores, así como por la generación de ecosistemas
que permiten a jugadores tan altos formarse en el manejo de muy distintos
fundamentos, aunque su principal aval sean su altura y su envergadura. Su juego
de pies, su instinto para el rebote, el tiro de Miller… En fin, ellos simbolizan
también, amén de una mejora genética y epigenética, el éxito de los
entrenadores españoles de provincias (Murcia y Palma en este caso), también de
los de la capital (ambos pasaron por el Madrid), aunque ahora hayan
decidido hacer las Américas para dar el último paso previo al profesionalismo,
algo que se comprende muy bien.
El triunfo de
anoche habla muy bien del trabajo silencioso de los formadores, de los avances en la preparación física, de la
implicación y saber estar de las familias y también del trabajo de la
federación en la monitorización de los perfiles, la conformación de los cuerpos
técnicos (el de la U-19, sin ir más lejos, realizó una labor impecable) y la
creación de sistemas de competición que han demostrado tener éxito en esta
primera escala formativa, al menos en el cuidado de los mejores jugadores (hace
poco discrepaba sobre lo que los campeonatos de edad, en etapas cada vez más
tempranas, pueden hacer en los casos de maduración más tardía y también sobre
la brecha mental que generan entre los que están y quedan fuera por las
necesidades de hoy y no la visión del mañana).
Ahora el reto es
trasladar esta estructura a la siguiente etapa, un período clave que va desde
los 20 hasta los 23-25 años y en la que es habitual observar cómo los jugadores
consolidados, los tocados por la varita, llegan por sí solos (entre otras cosas
porque ya están preparados) y aquellos a los que aún les falta trabajo por
hacer se pierden en la maraña de las ligas LEB o actuando como cupo en ACB. Recuerdo
casos como los de Miguel González, veo el estancamiento de Sergi Martínez, asisto
a las dificultades para consolidarse en la élite de la generación de 1998, felicito
a Pablo Pérez, un jugador que debutó en ACB y coincidió conmigo en Clavijo por
sus éxitos personales, ya lejos del baloncesto. No quiero verter sombras sobre
un gran triunfo, sino invitar a que, al igual que los éxitos de Gasol, Navarro
y cía animaron a los padres de estos chicos a apostar por el baloncesto quizá
con una mayor implicación de lo que lo hubieran hecho en su ausencia, el éxito
de estos nuevos juniors de Oro venga acompañado por cambios en las ligas o al menos
en la voluntad de los que las rigen y gobiernan, para que la proporción de estos
magníficos átomos que finalmente cristalice sea cada vez mayor. Estaremos atentos.
Comienza un gran verano.
UN ABRAZO Y BUEN
BALONCESTO PARA TODOS