La orfandad del autodidacta


Debió de apiadarse al ver que todas las bolas salían disparadas a la derecha con efecto de slice. A mis diecisiete años, recién iniciado en el golf por una especie de ingenuo enamoramiento, aún no era consciente de que la velocidad de desgiro de mi cuerpo era superior a aquella con la que el palo se desplazaba alrededor del mismo para impactar con la bola, de forma que siempre la alcanzaba con la cara abierta y hacia la punta. Yo solo quería imitar a los profesionales que veía en la tele, especialmente a Sergio García, un genio con un swing heterodoxo y extravagante; un mal ejemplo para un principiante, ahora no me cabe duda. Entonces llegó Dani, el profesor del club, juntó mis piernas y me obligó a hacer el swing sin desplazar el peso hacia la derecha, simplemente haciendo girar el palo en torno a mi tronco. Las bolas empezaron a salir rectas, con altura, bien golpeadas. Un mes después, tras verme realizar tres buenos movimientos y dar tres golpes largos y rectos, me invitó a pasarme por la casa club a firmar mi licencia federativa. Sin embargo, aquella solución que por momentos creí universal no me sirvió aquellas otras tardes en las que la bola salía baja y a la izquierda, topada o taconada provocando en mí una profunda desesperación.

Tampoco tuve entrenador en mi época como portero de fútbol sala, un puesto al que llegué por incompetencia pero en el que terminé sintiéndome profundamente realizado. Durante muchos años disfruté ordenando la defensa, siendo el último baluarte del equipo. En ese tiempo recibí consejos de todo tipo, a veces contradictorios y terminé desarrollando una suerte de instintos que me permitieron manejarme con cierta soltura y oficio bajo los palos. Sin embargo, echando la vista atrás, admito que me hubiera gustado contar con alguien que me acompañara en una de esas mañanas en las que la inspiración me dio de lado y la materia con la que están hechas mis manos parecía ser fácilmente traspasable por los balones del oponente.

Aprendí a jugar al baloncesto tratando de imitar a Herreros, Villacampa o Raül López, como un borracho que se cree Paul Newman abordando a una bella mujer a punto de que cierre el bar en el que consume su vida. Repetí muchas veces movimientos de forma inadecuada, desde una percepción equivocada de mis sensaciones corporales, creyendo estar ejecutando un gesto perfecto y no la contorsión circense (no precisamente de trapecista) que en realidad estaba llevando a cabo. A pesar de todo alcancé el límite de mis posibilidades, me divertí jugando de base con algunos amigos y acumulando ciertos méritos en ligas provinciales. No fantaseo con un presente mucho mejor de haber estado a las órdenes de Obradovic, pero sí hubiera querido que me hubieran ayudado a interpretar las claves motrices, técnicas y tácticas que veía en la televisión. Coño, y que me hubieran dicho que no podía tirar en suspensión como Tracy Mcgrady desde mi mucho más modesto 1,77 y mis veinte centímetros de salto vertical.

Y ahora quiero ser yo el entrenador. Enseñar sin haber sido enseñado, demostrar desde el orgullo con el que siempre abordé el autoaprendizaje que todo es posible, que no hay saber esotérico que quede fuera del alcance de quien tenga la motivación suficiente, la imaginación necesaria, el tiempo y una obstinación casi patológica. De ahí que mi método no pueda tener escuela, beber de fuente (o botella de ron) alguna, recordar a nadie más allá de a Nacho Iglesias, con quien tuve la suerte de coincidir una temporada en Santa Marta. Y lo echo de menos, sí. Echo de menos tener a quién llamar en esas noches en las que nada funciona, en las que el método no se traduce en aprendizaje y el fundamento no llega al entendimiento del chico que entrenas, de lo que te percatas cuando comprendes, con diez años de retraso, que su gesto técnico se parece al que hacías cuando en el parque pensabas que eras Kobe Bryant.


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Por si es la última




Siendo muy conscientes de que cualquiera puede ser la última cerveza, el último café. Sin aceptar el fatalismo que podía anunciar la gravísima lesión de Gordon Hayward, alero titular y rutilante adquisición del pasado verano, los Boston Celtics lideran con paso firme la NBA, más aún tras remontar y vencer en su cancha a los Golden State Warriors, máximos favoritos a conquistar de nuevo el anillo de campeón. Con esta son catorce las victorias consecutivas, muchas de ellas logradas sin el soporte de su particular Big Three y otras tantas superando diferencias en el marcador que a muchos equipos hubieran invitado a pensar en el partido siguiente.

Lo hacen liderados por un entrenador que, por su carisma y fácil entendimiento del juego y la naturaleza humana, está llamado a ocupar uno de los asientos de honor en las reuniones en las que, fantaseo, los más grandes de siempre se juntan para charlar de baloncesto. A sus 41 años, y tras lograr la proeza de llevar a Butler, una modesta universidad del estado de Indiana, a jugar dos años consecutivos el partido por el título, todo el mundo en Boston sabe que su futuro y el de los Celtics van a estar ligados mucho tiempo.

Así, aunque de férrea disciplina e infatigable trabajador, lo que más destaca de su método es la imperturbabilidad de ánimo con la que afronta la adversidad, la flexibilidad y originalidad en la búsqueda de alternativas. Tanto es así que en ocasiones lo miro y creo que se está repitiendo internamente aquel lema de la canción de Los mitos, ya saben, “es muy fácil, si lo intentas”. O ese otro que dicta “a cada problema una solución”. Eso es al menos lo que transmite, lo que me queda de haberlo ido siguiendo, partido a partido, en su particular curva de aprendizaje.

Marcus Morris decía de él, al finalizar uno de los últimos partidos de esta impresionante racha que es un gurú, lo que seguro que tiene que ver con la efectividad con la que los Celtics anotan tras tiempo muerto, pero más aún con el modo en el que sus jugadores se sienten protegidos y guiados en la pista. Creo que ningún equipo de la NBA, ni siquiera estos fenomenales y muy conjuntados Warriors, tiene tan asumido el reparto de roles y la idea de depositar en préstamo lo mejor de las esencias individuales para beneficio del colectivo. Esto es, la noción amplia del concepto “aportar”, mucho más allá de lo que pueda decir la tan pobre estadística.

Veo en Boston un equipo generoso, que se pringa en todas las acciones sin balón (bloqueos, bloqueo de rebote, lucha por los balones sueltos, bumps en la defensa de los cortes y de los bloqueos directos), que utiliza las manos, tanto sobre balón como en línea de pase, que se comunica, como bien demuestra su defensa de constantes cambios en los bloqueos y en el que es difícil apreciar un grano de egoísmo: un tiro mal seleccionado (que Irving fuerce situaciones es algo asumido por el conjunto de los compañeros), un balance sin hacer, un reproche con malas maneras,…

Miro a los Celtics –que son mis Celtics, es verdad, lo que resta objetividad a todo lo escrito hasta ahora– y veo a un equipo que transmite emociones, que siente verdadera devoción por el juego y en el que, a pesar de saberse parte de un negocio, sus miembros conciben de manera estrecha la convivencia, ese sentido de la urgencia en las relaciones humanas y en el disfrute del momento presente al que tantas veces restamos valor y que la muerte, como la que el miércoles golpeó tan duro a Jayleen Brown (falleció su mejor amigo del instituto y fue duda hasta escasas horas antes de un partido en el que fue el mejor jugador) suele traer al primer plano en forma de recordatorio póstumo y tardío.

Hay muchas explicaciones, muchos motivos que explican las catorce victorias consecutivas, pero uno fundamental es que los Celtics juegan con la pasión y la urgencia de quien sabe que cualquier cerveza puede ser la última.




UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

El arte de entrenar






Cuando uno comienza a entrenar equipos en el patio del colegio se dedica a solventar problemas, a plantear retos inconexos a sus jugadores, a trasladarles una visión del baloncesto necesariamente parcial. Son días de inventar sobre la marcha, de probar lo último que se ha visto o leído y de transmitir una pasión ingenua que puede, o tal vez no, sobrevivir en el tiempo. Entonces uno carece de método –tal vez ni siquiera se haya planteado que pueda existir uno–, desconoce el destino y, por lo tanto, le da igual cómo sople el viento y hacia dónde orientar sus velas. Repite dinámicas que ha probado como jugador o traslada a su realidad, y sin adaptación alguna, el entrenamiento individual del último MVP de la NBA y, a pesar de todo, por estar cerca de sus jugadores en términos de edad y aspiraciones, por gozar de un entusiasmo que aún no ha sido puesto a prueba por las dificultades propias del camino, engancha a los chicos.

Pasados unos años aprende, a base de acumular experiencias, qué es lo que hace falta para dirigir un grupo, crear un equipo competitivo y, por eso mismo, se dota a sí mismo de un plan y un método, en prácticas ambos, como es lógico. Adquiere también una mente analítica que va más allá de lo que está sucediendo en apariencia y reacciona con mayor prontitud ante los retos, de todo tipo, que inevitablemente surgen a lo largo de una temporada. Poco a poco, a través de charlas, diálogos con otros entrenadores, visualización de partidos y autocrítica va conociendo el oficio y adquiriendo una mayor variedad de respuestas. Así, al final de un largo proceso, con avances y retrocesos, ensayos y errores, convivencia con la presión exterior, pero también interna, podríamos llegar a hablar de un entrenador.

Si además se cuenta con un carisma especial, un don para la comunicación y la motivación, un conocimiento profundo del alma humana y de todos y cada uno de los fantasmas que la rodean; si uno tiene una capacidad por encima de la media para encajar los golpes, asumir los fracasos y extraer energías de la propia desesperación y, además, se alía con su causa el azar, estaremos hablando de un gran entrenador en términos profesionales. De un entrenador de talla mundial, capacitado para entrenar en ligas internacionales, universidades norteamericanas (si además aúna las virtudes éticas y disciplinarias propias del maestro) e, incluso, en la NBA.

Pero permítanme que reserve una categoría especial para aquellos que conciben, o concibieron, esto de entrenar como algo casi místico, una suerte de actividad artística desligada, si acaso, de alguno de sus cánones fundacionales, pero análoga en muchas otras de sus características. Aquí estaría el entrenador “genio”, enfermo del detalle, escultor incansable de piezas impolutas, que concibe su oficio como un ejercicio inevitablemente moral y deudor del que en el pasado ejercieron los grandes maestros a los que, por respeto, no aspira a imitar. Para ellos no importa tanto el método o el plan, pues lo dominan hasta tal punto, como la filosofía que quieren inspirar a través de su obra baloncestística. Y esta filosofía es la de la perfección.

Todo ello tras leer unas magníficas palabras que firma Stefan Zweig dedicadas a Arturo Toscanini, de las que rescato algunos párrafos que me hicieron pensar en todos los genios a los que he visto entrenar, aunque haya sido en televisión. Pongan ustedes, si quieren, los nombres.

Toscanini odia la conciliación en todas sus formas. Desprecia en el arte como en la vida la gentil conformidad, el compromiso, el mísero darse por satisfecho (…). Toda voluntad que se obstina continuadamente en alcanzar lo inalcanzable y en hacer posible lo imposible, logra en el arte y en la vida un irresistible poder.

Tan pronto como la voluntad de Toscanini se vierte sobre una obra, adquiere de inmediato el poder de su santo terror, una fuerza que primero paraliza el sentimiento extasiado y luego empuja hacia mucho más allá de sus propios límites. Con la potencia de una descarga agranda, como quien dice, el volumen sensitivo musical de cada persona fuera de la medida en vigor hasta entonces; aumenta las fuerzas y posibilidades de cada músico y, casi diríase, aún la del instrumento muerto

Ensayar no significa para él crear, sino nada más que adaptar los elementos a esa magníficamente exacta visión interior, pues Toscanini siempre ha terminado ya su labor plástica cuando los músicos inician la suya

¡Trabajo de titán, empresa aparentemente imposible: un grupo de temperamentos y talentos heterogéneos llamado a sentir y a realizar con fidelidad fotográfica, fonográfica, la visión general de uno solo! Pero precisamente esa tarea, aunque mil veces ya realizada con gloria, constituye el goce y el martirio de Toscanini; y todo el que venera el arte en sus formas más elevadas como manifestación de lo moral, percibe cual inolvidable lección el asistir a esa manera de transformar, por asimilación, una multitud en unidad, y de elevar lo informe, con fuerza tensísima, a la perfección.

Se hace el silencio, rodéale aferrado un vacío, y en ese silencio óyese la voz de Toscanini, un cansado, un malhumorado: “¡Ma no! ¡Ma no!”. Suena como un suspiro de desengaño ese reproche doloroso. Algo le ha despertado, ha desilusionado a su visión; el sonido vivo que vibraba perceptible a todos no era el mismo que él, Toscanini, había oído con su órgano interno. Muy tranquilo aún, atento, dominador, trata Toscanini de explicar a los músicos su modo de ver. Después levanta la batuta, se recomienza en la parte imperfecta, y ya la ejecucion se acerca más a lo que interiormente desea, pero aún no se ha logrado la última concordancia, aún no se ajusta la ejecución orquestal del todo a la visión interior. Vuelve Toscanini a golpear, interrumpiendo; su explicación es ya más agitada, más apasionada, más impaciente; deseoso de claridad, se hace más explicativo y, poco a poco, desarrolla todas las fuerzas de la convicción, y el don gesticulativo del italiano se convierte, en su cuerpo magníficamente expresivo, en verdadero genio.

Sírvese con creciente apasionamiento de todas sus fuerzas de convicción, pide, conjura, mendiga, reclama, gesticula, cuenta, canta, se transforma en cada uno de los instrumentos que se propone animar; se forman en sus manos, visiblemente, los movimientos que deben realizar los que tocan los instrumentos de cuerda, de viento y de percusión. Y un escultor que quisiera representar simbólicamente la expresión humana de ruego, impaciencia, ansia, tensión e insistencia, no podría encontrar un modelo más maravillo que el de esos gestos formadores de sonidos que realiza Toscanini.

Pero cuando a pesar de su animación, de esa nerviosa manera de hacer visible, la orquesta sigue sin comprender y sin alcanzar su visión personal, la pena por esa imperfección humana, por ese no-alcanzar, se convierte en Toscanini en verdadero dolor.

Este espectáculo de la lucha resulta más y más conmovedor cuando Toscanini pretende arrancar a los músicos la última, la extrema forma de la obra, aquello con que él soñara y que él escuchara en las esferas. Su cuerpo se estremece de emoción, tiembla como un luchador durante la pelea, su voz se vuelve ronca de tanta animación, el sudor corre por su frente; después de esas horas inconmensurables de trabajo infinito parece siempre envejecido, exhausto; pero él no cede ni una pulgada de la perfección, de su soñada perfección. Empuja y exalta con una energía constantemente renovada hasta que, por fin, la masa de los músicos se ha convertido íntegramente en expresión de su voluntad y, su visión, intachablemente en obra.


Nunca goza el presumido bienestar, nunca lo que Nietzsche llama “la dicha parda” de la distensión, del estar encantado de sí mismo. (…) Lo consume un indómito anhelo de siempre renovadas formas de la perfección, y no es de modo alguno una pose de artista en ese hombre sincerísimo cuando al final de cada concierto, en medio de aplausos tumultuosos, se retira del atril como una mirada cohibida, avergonzada, tímida y sorprendida, y cuando agradece el entusiasmo atronador de la multitud a disgusto y solo para cumplir con la urbanidad. 



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