Homo Deus

 


Ayer fue una de esas noches. Bajo el cielo estrellado del otro lado del parabrisas del autobús de Riojacar que nos trajo de vuelta a Logroño en la madrugada, me vi como Humphrey Bogart, Rick en Casablanca, reflexionando sobre lo poco que importan los problemas de dos o tres, o cinco, pequeños seres en este loco mundo. El autobús avanzaba desde la nada y hacia la nada más absoluta, aunque en el origen de su viaje hubiera un partido de baloncesto que ponía el punto final a una larga semana de trabajo que, tras tres intensas prórrogas, culminó con una decisión arbitral que esta vez no nos favoreció. Con el reloj a cero, los árbitros se vieron forzados a ser dioses y erraron como seres humanos que son, guiados por las emociones, con el intelecto en suspenso, de vacaciones, como cada vez que intervienen las emociones más primarias, puede que esta vez fuera el miedo. 

 

El deporte tiene estas cosas. Somos mercaderes de sentimientos, guías espirituales que intentan racionalizar todo lo que sucede para que luego el azar (una rueda pinchada, la cinta de una red de tenis), las decisiones de terceros o la genialidad de algunos jugadores especialmente talentosos nos expliquen qué fue lo que pasó (aunque nuevamente juguemos, a  posteriori, a racionalizarlo todo, buscando causas y efectos donde solo hubo circunstancia y acontecimiento). En una batalla como la de ayer, el entrenador a veces tiene que ponerse de perfil y observar cómo sus huestes se emplean en el campo de batalla regulando antes las emociones que la táctica, jugando a psicoanalistas y adivinos. Tanto trabajo para jugar a ser chamanes.

 

Las preguntas se agolpan. Lo hablaba con un compañero entrenador que ejerce el oficio de un modo distinto, amateur. Cuando tuvo la oportunidad de dar pasos hacia un futuro como entrenador profesional su visión cartesiana de la vida le recomendó no estar sometido a todos estos vaivenes de la fortuna. Quería desenvolverse en un marco más predecible y a priori seguro. Él es ingeniero y ha montado su propia empresa. Digamos que prefiere intentar ser dios antes que otros lo hagan por él, digamos que quiere que los aros sean un poco más grandes y la pelota algo más pequeña, trabajar a sesenta pulsaciones en vez de a ciento ochenta. Y en noches como esta, en fin, cómo no voy a entenderlo.

 

¿Cómo lo hubiera hecho Raúl? Este es un lema que siempre tenía en mente de adolescente, viendo al “7” del Madrid actuar en el campo con una actitud siempre modélica, mientras yo me volvía loco desde mi posición privilegiada como portero del equipo de mi colegio. Seguramente ayer tocaba dar la mano a los árbitros y desearles mejor suerte para la próxima ocasión, sin rencor alguno, con absoluta naturalidad, asumiendo que cuando la razón se ciega sus decisiones son tan imprevisibles como las de la red de Wimbledon. Pero estaba cabreado y les dije que su decisión era humana, pero cobarde, que lo sucedido me parecía tan evidente que no entendía cómo no podían haberlo visto. Sentía rabia, pensaba en las horas de trabajo, en las cinco horas de autobús que nos traerían de vuelta a Logroño para madrugar de nuevo en domingo lejos de mi pareja y mi familia. Me olvidé de Bogart y de Raúl. Tendré que ponerme otra vez Casablanca.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS