Confianza o sospecha




Juventud y ansiedad son términos que avanzan de la mano, aunque al cumplir años lo olvidemos y pensemos que la madurez que nos dio el paso del tiempo venía incorporada en nuestro ADN. Es natural que el joven quiera publicar su primer libro, debutar en un gran teatro, acceder a puestos ejecutivos y cobrar tanto como sus padres antes de haber tropezado siquiera, sin concederle un margen de probabilidad al fracaso, con el que tardará en aprender a convivir –de forma tan oblicua lo tratamos en casa y en la escuela, tan de soslayo como la muerte o el pecado.

Son jóvenes, en su mayoría, los jugadores que entrenamos. Jóvenes para el baloncesto y más aún para la vida, por la que empiezan a transitar. Jóvenes y sin referentes, pues de sus ídolos no quisieron conocer más que sus tardes de éxito; de sus padres, su oficio y salario; de cualquier actividad no más que su lado brillante y cuidadosamente pulido; nunca sus noches negras. A muchos de ellos, además, les guía el instinto natural de supervivencia, revestido en ciertos mundos de una dosis probablemente necesaria de soberbia que los vuelve invulnerables frente a la crítica, lástima que también ante la lección o el aprendizaje; delgada es la línea que perciben los jugadores entre ser entrenados o atacados, sintiéndose muchas veces agredidos ante una corrección que cualquier trabajador manual, artista o ingeniero, agradecería como pertinente y necesaria.



El baloncesto, juego primero y oficio después, complica esta relación entre maestro y alumno, pocos aceptamos de pequeños que nos digan cómo tenemos que jugar. Así, mientras que el trabajo parece una imposición de las sociedades –contribuye para que te retribuyan– el juego parece anclado a nuestro íntimo “yo”, aunque se practique en equipo, una mera convención que posibilita el disfrute, que lo multiplica al ritmo que sus posibilidades e incertidumbre.

De ahí que parezca un acto de hechicería conseguir que todas esas voluntades ansiosas, jóvenes, necesariamente vanidosas, que quieren seguir jugando con la impunidad del niño que fueron, colaboren entre sí –contribuyan para ser retribuidos– por el bien de una entidad que les facilita el ejercicio de una profesión, seguir jugando ya de adultos, cobrar por ello. Justo cuando el individuo se desprende de la categoría familiar, al alejarse del núcleo de protección que representa su hogar, en un momento en el que el estado ha perdido gran parte de su crédito como invisible aunque omnipresente guardián de nuestros valores sagrados (¿valores? ¿sagrados?) y no es posible hablar de un destino común por el que hacer sacrificios (familia, estado, destino, son las tres determinaciones sustanciales que definió Kierkegaard), ¿cómo obrar este milagro?

No lo tengo claro, la verdad. No sé qué tipo de estructura podría facilitar un grado de cooperación satisfactorio, orientado hacia la búsqueda de los objetivos comunes. No estoy seguro de si deberíamos tratar a los miembros de un equipo como una comunidad de intereses “te va bien, nos va bien; nos va bien, te va bien” o como una red de cuidado mutuo “me preocupo por ti porque te preocupas por mí”, pues ambas son frágiles y pueden quebrarse ante mínimos desvíos provocados por envidias, desconfianza, ausencia de resultados,… Tampoco creo que los jugadores estén dispuestos a relacionarse como una familia, no solo por ausencia de consanguinidad, sino porque llevaría mucho tiempo tejer los vínculos que conducen a esa relación de tipo fraternal en la que hay confianza para decirse de todo al tiempo que nadie duda de que el otro hará lo necesario por ti.




Por ello comprendo a los entrenadores que tienen una visión autoritaria del oficio, que tratan a sus jugadores como súbditos que han de contribuir a la hacienda común movidos por una mezcla de temor al poder que atesora (cuya ejercicio arbitrario, frente a toda lógica, muchas veces refuerza y consolida) y lo seductor o fascinante de un discurso que hasta el propio Cicerón podría tildar de falaz o manipulador. Cuanto más seguro se muestre un entrenador sobre asuntos sobre los que es imposible alcanzar ninguna certeza, más seguro y dispuesto a acatar su autoridad se sentirá el jugador, en cuanto que súbdito y proveedor de diezmos y prebendas a cambio de victorias o fama. O su mera promesa.

Pero no me conformo. Aspiro a encontrar esa célula de convivencia que nos permita jugar como niños y trabajar como estibadores, soñar como individuos, aunque los sueños de la razón produzcan monstruos, y hacernos responsables del destino que nos aguarda. No renuncio a aplacar los efectos nocivos del ego que nos maltrata, que juega con nosotros, que impone las reglas al tiempo que nos crea la falsa ilusión de que somos nosotros los que controlamos la vida desde los mandos de este avatar de dos piernas sobre el que tenemos que depositar, tuya es la elección, entrenador, confianza o sospecha.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS