Cuentos de la Alhambra (V)




ANEXO

Esta última pieza del diario, escrita desde la aparente quietud del hogar, desde el espejismo de apacibilidad que encierra la palabra “casa”, es más bien un resumen, un compendio de todo lo vivido en estos cuatro días y tres noches bajo la Alhambra. Como he venido haciendo en entradas anteriores, para evitar estrujarme los sesos en busca de una estructura que articule el texto, voy a lanzar unos cuantos titulares que, en el caso de hoy, bien podrían ser considerados aprendizajes.

Viajar no es el estado natural del hombre. Por mucho que tengamos dos piernas, si el creador o la evolución hubieran querido que estuviésemos de aquí para allá nos hubieran librado de este pesado culo.

Me gusta trabajar con niños y adolescentes. No cuidarlos. Me gusta conocer cómo piensan porque yo quisiera seguir pensando como ellos, percibiendo el mundo a través de esa visión de túnel que ahora ya no puedo tener porque mi memoria actúa como retrovisor y en él aparecen todos mis miedos y mis fracasos. Me gusta incitarles a ser valientes, a responsabilizarse, a sentirse importantes, pero no imprescindibles. Me alivia, en cambio, saber que a las pocas horas –o a los pocos días, como fue el caso– acudirán a recogerlos sus padres.

Me cuesta actuar en equipo. Pido lo que no soy capaz de dar. Me las arreglo mejor solo y, sin embargo, demando de ellos todo lo contrario. Soy el verso que no rima por descuido del poeta, soy la métrica imperfecta de un endecasílabo impropio. A veces tengo ideas y no las comunico. A veces porque no le doy importancia. Otras, porque simplemente me olvido.

Entre la fatiga y el exceso de adrenalina. Un campeonato en formato concentración es un auténtico vaivén de sensaciones. El día que crees que vas a estar mejor, las piernas parecen de plomo. Cuando das por hecho que ya no queda gasolina en el tanque, la adrenalina irrumpe a borbotones. La primera tarde, después de ocho horas de viaje jugamos un buen partido. Ayer, para despedirnos, tras tres noches fuera de casa, jugando a las nueve de la mañana, bordamos el baloncesto durante veinte minutos. Al final, la voluntad lo es casi todo.

El equipo está bien. Reacciona a los estímulos, tiene orgullo y ambición. Nos molestó perder contra Algeciras y no nos sirvió como excusa la inferioridad física o que el arbitraje no fuera el mejor posible. La dinámica es positiva y en ella se integraron sin problema cinco chicos que no venían trabajando con nosotros. Ojo, no se equivoquen, mi mérito es el de un miembro más de esta familia que hemos formado cediendo todos un poquito, aceptando la esencia misma de la palabra “otro”.

Viva el basket, el deporte que con sus reglas y con su historia; con sus leyendas y sus nuevos ídolos, nos cita en torno a su seno y nos permite seguir acumulando experiencias y entablando amistades.

Cuentos de la Alhambra (I)
Cuentos de la Alhambra (II)
Cuentos de la Alhambra (III)
Cuentos de la Alhambra (IV)




UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Cuentos de la Alhambra (IV)



OBSESIONES

¿Qué fue del tiempo? Me da bastante apuro confesarles que tengo veintiocho minutos para redactar, publicar y difundir esta pieza de diario antes de dejar la maleta en el autobús, acudir puntual a la cena y dedicarle unos minutos a preparar el partido de mañana. El tiempo se me revela una vez más como la dimensión rectora de nuestra existencia. La inmensidad de Sierra Nevada queda en nada comparada con la fugacidad del tiempo. Al menos a la hora de organizar nuestras vidas.

Obsesiones. Enfrascado en el vaivén del torneo apenas he podido reflexionar sobre el atentado en Bruselas del mismo modo que Occidente, desde su estrechez de miras y su limitada empatía, ni siente ni padece cuando las víctimas le quedan lejanas. Es la indiferencia con la que actuamos una de mis grandes obsesiones. La otra, nuestra ignorancia, el modo en que nos desplazamos por la vida desconociendo el nombre, el potencial de desarrollo o el hábitat natural de las plantas que nos rodean, dando por hecho que el suelo por el que pisamos se asienta sobre cimientos firmes o aceptando que el contrato que firmamos no tiene una cláusula leonina.

Perdimos. Perdimos porque faltamos a las señas de identidad que habitualmente nos definen, porque sucumbimos al cansancio y jugamos como un equipo saturado de baloncesto y excesivamente mediatizado por la derrota de ayer ante el mismo rival. Nos equivocamos. Nos equivocamos porque quisimos hacerlo solos, guiados por una suerte de instinto heroico, de llamada divina. Como casi siempre en estos casos, se me vino a la cabeza la frase que empleó Doc Rivers en el sexto partido de las Finales de Conferencia de 2010 ante Cleveland: “Sé que todos queréis ganar, pero solo lo podemos lograr jugando juntos”.

Segundas oportunidades. Las que no tendrán los vilmente asesinados en Bruselas. La que no nos brinda el pasado, ese tiempo ya transcurrido que queremos hacer resucitar a través de la memoria. Pero las que sí nos ofrece el baloncesto y queremos aprovechar. Porque si la experiencia habrá sido buena y enriquecedora en cualquier caso, no así lo serán los seiscientos kilómetros que median entre este hotel y nuestra casa si mañana se pierde o se gana. Y ganar pasa, más allá del marcador, por no traicionarnos y por entender que solo lo podemos hacer JUNTOS.

*Este post ha sido redactado en dieciséis minutos. Lo siento.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Cuentos de la Alhambra (III)




TONGOS Y MARMOTAS

No se piensen. Estoy en Granada, pero desde la cafetería del Hotel la Alhambra es solo una postal. Esto para los que me dicen “disfruta” cuando se enteran que estoy visitando el último reducto de la dinastía nazarí, pensando que viajar con un equipo es hacer turismo a la japonesa (o a la española, que es una forma parecida solo que más superficial y calórica). Disfrutar disfruto, pero de las amistades que se entretejen a propósito del baloncesto, contribuyendo a ellas de manera más o menos discreta tratando, más que de acertar, de no equivocarme en exceso.

Qué curiosa es la génesis del sentido de pertenencia. Diría que no es más que una epifanía, una chispa que nos lleva a percatarnos de que vestimos el mismo color de camiseta, de que defendemos unos mismos principios y unas mismas ideas de fondo. Hoy, en una pista al aire libre, animando al Alevín “B” en su fantástica y denodada lucha por el partido, algunos chicos de otros equipos del club han empezado a preguntar, de manera más o menos guiada, “¿cómo vamos?” y no “¿cómo van?”.

No a la idea de tongo. Aunque el turbio mundo de las apuestas haya puesto en evidencia a numerosos deportistas envueltos en casos de corrupción, me niego a educar a los jóvenes en la idea del “tongo”. Hoy, ante algunas sugerencias en este sentido me vi obligado a reaccionar. No participaría de ninguna actividad si tuviera la más mínima sospecha de una adulteración interesada. Y ante la invitación que les hice a renunciar al baloncesto, la mayoría vino a otorgar con su silencio. Aunque siguieran pensando lo mismo.

El Día de la Marmota, absurdamente traducida en España como “Atrapado en el tiempo”, es una de mis comedias favoritas. Mañana, a las 11:15, en el mismo pabellón en el que hoy nos enfrentamos y perdimos contra Algeciras, jugaremos la semifinal ante el mismo rival. Por si acaso, para evitar que el caprichoso destino quiera colocarme en la posición del huraño presentador del tiempo meteorológico que interpretaba Bill Murray, pondré más tarde el despertador.




UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Cuentos de la Alhambra (II)



EL SUR


Nadal y Federer coinciden. Ambos se han hecho grandes mutuamente. De la lucha en la distancia, de la competición en la arena y en el cemento, se surtieron uno y otro en una especie de sinergia improvisada. Del mismo modo, disculpen si la analogía les parece forzada, el norte que ordena –que diría Benedetti en El sur también existe– engrandece con su presencia física a ese Sur que huele a jazmín y madreselva y que viene a ser, como afirma Borges a su manera, el propio poema.

Hace muchas horas, tantas que casi ni me acuerdo de haber estado allí, partimos del norte estepario habiendo dormido poco y mal a costa de una congestión ocasionada por una primavera que ha amanecido esquiva, casi ausente. Ello tras ver jugar a los Warriors como un equipo sin alma, como unos cuantos solteros con barriguita ante unos casados más hambrientos de juego. Como un cuerpo sin alma alcancé el autobús y entre cabezada y cabezada se me presentó el Sur como promesa, el Sur no solo como espacio icónico donde habita la leyenda, sino también como recipiente de guasa, de costumbres atávicas y extraña –por en desuso– hospitalidad.

En cuanto a lo deportivo, hoy jugábamos el partido más difícil; el del cansancio, el de la resistencia mental contra unas piernas que querían declararse en huelga tras horas transitando media España en autobús. Y se ganó, también en el marcador como objetivo secundario, que no menor en cuanto que acicate y señal que confirma que estamos en el buen camino.

Desde aquí, desde la cafetería del hotel, un diez para los chicos por no olvidar que es el baloncesto el que hace posible Granada, el que materializa todas las promesas que nos ofrece el Sur con solo existir.




UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Cuentos de la Alhambra (I)





LA LIBERTAD DE SER NADIE


Tras más de quinientas entradas, me permitirán que comience esta con una frase que, a buen seguro, aunque no pueda confirmarlo, ya he utilizado. Es de Vittorio Gassman y dice algo así como: “El único error de Dios fue no habernos dotado de dos vidas: una para ensayar y otra para actuar”. Lo cierto es que, a escasas horas de madrugar para viajar a Granada con los infantiles que tengo el placer de entrenar casi diariamente, me siento como el actor italiano, en rebeldía contra esta vida tan corta y que nos expone tantas veces ante escenarios nuevos e inexplorados; quizá para contemplarnos en plena improvisación, disfrutando de nuestras lógicas dudas de eternos adolescentes disfrazados de adultos, envueltos en ese ropaje de infalibilidad que hoy, Día del Padre, le otorgamos a las canas y a la experiencia de nuestros progenitores en un acto de fe como otro cualquiera.

Me ampara, nos ampara a todos los que entrenamos en cantera, el halo de lo inocente, el manto de lo amateur. No para enmascarar dejaciones de responsabilidad o huellas de inmadurez, qué va, pero sí para dotar a cada acto de su verdadero valor. No envidio en absoluto a los profesionales, a los Xavi Pascual o a los Pablo Laso de turno. No discuto que hayan tocado el techo de nuestro oficio, solo digo que, a veces, el mundo se asemeja a una suerte de estructura bifaz en la que cielo e infierno se hallan separados por una delgada frontera. La fama que da la élite es la libertad que concede el anonimato.

Así, desde este modesto cubículo, como entrenador de un equipo modesto de un club modesto de una ciudad de provincias; a punto de iniciar un viaje a ninguna parte en un autobús sin nombre por carreteras donde transitan, sonámbulos, vehículos cuya matrícula no es sino una estrategia de control administrativo, me puedo permitir llevar este pequeño diario de la experiencia –y decidir, incluso, si seguir adelante o abandonarlo– y no tener que declarar si hemos ganado o perdido, si la estrella brilló o pasó desapercibida, si el público nos aplaudió o nos abucheó o si hemos cumplido con las expectativas de los múltiples intereses corporativos que hay detrás de un gran club.

Desde mi no posición, desde este indefinido lugar de la blogosfera, me puedo permitir cerrar esta entrada sin una conclusión razonable que ponga orden a todos los pensamientos que he expuesto de manera caótica, algo que ningún medio de masas, podría permitirse. Hasta mañana.




UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

17 entre 100







Sports Illustrated, revista semanal perteneciente al gran grupo de comunicación Time Warner, con más de tres millones de suscriptores y más de veintitrés millones de lectores, acaba de publicar su particular clasificación de los cien mejores momentos de la historia del deporte. A pesar del claro sesgo geográfico-patriótico reconocido por los propios creadores de la lista, lo cierto es que se trata de un magnífico repaso de varios de los grandes hitos de la epopeya moderna. Su carácter polideportivo, con más de veinte deportes representados, genera una envidia sana entre quienes vivimos encadenados en el monopolio del fútbol y su vulgaridad asociada, para quienes, desasistidos, sufrimos una dieta repleta de caspa grasienta y mórbida.

Diecisiete de esos momentos son baloncestísticos. Uno de ellos, dosis escasa, hace referencia al ámbito femenino: la gesta de las Huskies de la Universidad de Connecticut al conseguir noventa triunfos consecutivos entre 2008 y 2010 y que ocupa la 73ª posición. Otros siete comparten con este hecho su carácter colegial. No podían faltar el momento del anuncio de la retirada de John Wooden (63º), dos días antes de conseguir su décimo y último título en 1975. Los Bruins de UCLA también están presentes en la posición 46ª gracias al partido “casi perfecto” de Bill Walton en la final de 1973 frente a Memphis State con 44 puntos en una serie de veintiuno de veintidós tiros de campo. Tienen lugar reservado, faltaría más, las grandes gestas de esos equipos modestos que se rebelaron contra el poder establecido: Villanova Wildcats 1985 (52º), North Carolina State 1983 (26º) y, por supuesto, los protagonistas de la película Glory road, el equipo de Texas Western (23º) que, con el primer quinteto compuesto únicamente por afroamericanos, venció a la poderosa escuadra de Kentucky en la final de 1966. Por último, en esta categoría universitaria, los periodistas del magacín decidieron destacar también el primer gran duelo entre Larry Bird (Indiana State) y Magic Johnson (Michigan State) en el que se impondría el college del segundo por 75 a 64 frente a una audiencia millonaria en lo que se podría definir como el punto de partida del baloncesto moderno (30º) y, finalmente “The shot”, es decir, el tiro anotado por Christian Laettner sobre la bocina y que le dio el triunfo a su universidad, Duke, frente a Kentucky en la Final Regional de 1992 (11º).



Sirviéndome de la final de la NCAA de 1979, tal y como he anunciado previamente, como punto de inflexión entre el baloncesto clásico y el moderno (más por la necesidad de no generar un párrafo de dimensiones ciclópeas que por rigor histórico), cinco de los nueve acontecimientos reseñados sobre NBA pertenecen al primer período. El primero de ellos, cronológicamente hablando, nos sitúa en 1957, en la fecha de la conquista del primer anillo de los Boston Celtics, en la génesis de la mayor dinastía del deporte mundial (89º). Cinco años después, el individuo quiso imponerse sobre la concepción colectiva del juego. Un 2 de marzo de 1962, Wilt Chamberlain elevó a 100 el récord de puntos anotados en un solo partido (16º). Tres años más tarde, la conjunción de un robo decisivo, el de John Havlicek tras el saque de Hal Greer en el séptimo partido de la Final de Conferencia entre Boston Celtics y Philadelphia Seventy Sixers, y una narración orgiástica, la del siempre recordado Johnny Most, colocaron este acontecimiento en el sexagésimo primer puesto de la lista. El 8 de mayo de 1970, de manera inesperada, Willis Reed, ausente en el sexto partido por una grave lesión de rodilla, pudo saltar a la cancha del Madison para meter los cuatro primeros puntos de su equipo y generar el ambiente propicio para que los Knicks vencieran a los Lakers de Chamberlain, Baylor y West y obtuvieran, así, el primer anillo (38º). Por último, antes de que Bird y Magic irrumpieran en la escena, nuevamente los Celtics, protagonistas omnipresentes de este período, aparecen en la lista como copartícipes y vencedores del considerado “mejor partido de la historia del baloncesto”, el quinto de las finales de 1976 que les enfrentó a los Phoenix Suns de Paul Westphal (79º).



Por último, destacar los cuatro eventos reseñados en la era “después de Magic y Bird”. El primero, cómo no, le corresponde al primero de ellos, a sus 42 puntos, 15 rebotes y 7 asistencias en el séptimo partido de las finales de 1980 ante Philadelphia y en ausencia de Kareem (66º). El segundo, para el segundo de ellos y su robo milagroso en el quinto partido de las finales de la Conferencia Este entre Boston Celtics y Detroit Pistons y que se tornaría finalmente decisivo. Vean completo, si pueden, el transcurso de la acción y valoren cómo un hombre, humillado por un tapón, puede levantarse y protagonizar el mejor y más importante robo-asistencia de la historia (95º). El tercer momento es también para Magic y su MVP en un All Star, el de 1992, cargado de simbolismo tras haber anunciado meses antes que había contraído el VIH (40º).



Por último, su nombre merece un párrafo aparte, destacar el duodécimo puesto que la revista le reserva al sexto partido del sexto anillo conseguido por Michael Jordan y los fantásticos Chicago Bulls de los noventa (12º). Sin duda, el atleta que más portadas ha protagonizado en este magacín, debía quedar notoriamente representado en esta lista a través de uno, quizá el más icónico de todos, de entre los cientos de momentos en que nos ha deleitado gracias a su excepcional talento y ética de trabajo.



Finalizado el repaso, solo me queda invitarles a que naveguen por este museo de la historia del deporte que es la revista Sports Illustrated y, más concretamente, por este especial dedicado a los cien momentos que consideran más relevantes. Y si echan en falta alguno especialmente, por favor, comenten. 


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Lo crean o no





Miente, estoy seguro, el que presume de haber sido consciente de la importancia histórica de un acontecimiento, a priori menor, en el momento de su concepción; el que toma a un recién nacido, hijo de nadie y de su mujer, le corta el cordón umbilical y anuncia inmediatamente al mundo tener una intuición mesiánica. No se equivoquen, incluso aunque fuera cierto, peca de vanidad el que incurre en la tentación de la verborrea; el que dice recordar, perfectamente, habérselo dicho a los amigos y tener testigos de ello.

Y si no miente, da igual. Lo importante es el hecho. Y el hecho ocurrió el 25 de julio de 1999, en una (la probabilidad juega a favor de la memoria) cálida tarde de Santiago. Fue en Lisboa, en las antípodas literarias de Ítaca, en la ciudad que mejor representó la idea de partida durante la Baja Edad Media. E igual que navegantes portugueses fueron capaces de avanzar hacia lo desconocido y doblar el Cabo de Buena Esperanza superando los temores asociados al mito, los juniors españoles, abanderados por un base y un escolta, a falta de que un tres larguirucho se destapara como el mejor jugador de nuestra historia, consiguieron vencer a los Estados Unidos y poner en marcha el imparable periplo de nuestro baloncesto hacia destinos ignotos.

El escolta se llama Juan Carlos Navarro y aún conserva la ambición de disputar sus quintos Juegos Olímpicos en Río. En aquellos días de julio, muchos de nosotros descubrimos su “bomba” y admiramos su incansable afán anotador. Sin embargo, no hacía falta tener activados los cinco sentidos para darse cuenta de que el Gran Capitán de aquellos victoriosos tercios no era él, sino un tipo aún más pequeño, un base con el sello de La Penya, pero investido además de un genuino sabor a playground. Raül López.

Raül, hasta la segunda lesión grave en la rodilla, acaecida en un amistoso contra Rusia el verano de 2002, mezclaba el vértigo y el sosiego, el orden y el caos, con deliciosa naturalidad. Su físico, sin ser el de un gran atleta, le permitía improvisar, de vez en cuando, osadas penetraciones que si no culminaban en canasta lo hacían en un pase al más puro estilo Magic Johnson. Por aquel entonces, cuando aún podía ejecutar lo que imaginaba, su juego, sin dejar de ser eficaz, evocaba casi sin querer la palabra entretenimiento.

Todo lo cambiaron las malditas lesiones, aquellas que se iban sucediendo con una suerte de macabra periodicidad, justo unos meses después de saborear el reencuentro con las pistas, al tiempo mismo de empezar a coger sensaciones. Una de ellas, sucedida ya en las filas de Utah Jazz truncó la que estaba siendo una buena experiencia en la NBA. Como suplente de Carlos Arroyo, Raül disputó muy buenos minutos llevando la manija del equipo entrenado por Jerry Sloan, un entrenador nada dado al elogio y que no dudó, en cambio, en comparar el juego del base de Vic con el del gran ídolo de la parroquia local, John Stockton.

Pero tocó regresar y reinventarse. Ser, ahora sí, el base modélico que se enseñaba en las escuelas de baloncesto a comienzos de siglo (antes de que Curry se graduara en primaria), el heredero de los Solozábal, Corbalán, Rafa Jofresa y compañía. De díscolo jugón amante del riesgo, Raül pasó a ser la justa medida, la prudencia; el balance a tiempo, el tiro correcto, la ortodoxia más pura. Por suerte, como pidiendo perdón a su público, de vez en cuando aún se destapaba con una acción genial, con un resquicio de ese genio reconvertido a la fuerza en oficio.

Y así llegaron los títulos y los reconocimientos. El mayor, sin duda, el que le brindó Aíto llamándolo para Pekín, donde jugó unos minutos brillantes y decisivos en la semifinal contra Lituania haciendo lo que debe hacer un buen base: cuidar el balón y meter los tiros libres. Quién se lo iba a decir a él, al caudillo de aquella generación victoriosa; quién le iba a decir que volvería de la nada para compartir nuevamente la gloria con esos amigos que habían dejado de girar en su órbita para pasar a formar sus propias galaxias.

Finalmente, esta semana, meses después de que lo hiciera Kobe Bryant, otro eterno luchador perseguido por el infortunio en forma de lesiones, Raül López ha anunciado que esta será su última temporada, que nos deja definitivamente un poco más tristes y más huérfanos a todos los que, lo crean o no, fuimos perfectamente conscientes que en aquel verano lisboeta se estaba gestando algo muy grande de la mano de un gran base.




GRACIAS POR TODO RAÜL. UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS