Setenta veces siete




Lo sé, es pecado capital. Recordar la fecha de la primera publicación de este blog no es sino un acceso preocupante de vanidad. Emplearé como defensa el simbolismo del solsticio de verano y la noche de las hogueras, la asociación del nacimiento de este diario con la necesidad de desprenderme, al menos verbalmente, de muchas de mis obsesiones relacionadas con el baloncesto, esas que ahora se consumen en el fuego permanente de la red.

Pero más allá de ser un sumidero de obsesiones, depósito natural de ideas, dudas y temores, este diario ha sido también un asa a través del cual agarrar, aunque sea con la punta de los dedos, el sentido de la vida. Sin hijos a los que alimentar, sin el valor para encarar proyectos filantrópicos que justifiquen interiormente, más allá de teorías biologicistas, mi existencia, tras comprobar que no hay victorias excesivamente duraderas ni (sobre todo esto) derrotas catárticas, la escritura regular en este cuaderno me ha servido para reforzar los finos hilos que me sujetan al gran titiritero que mueve el mundo.

Sin embargo, en la medida en que esta terapia ha adquirido una cierta (y bienvenida) apertura, y se ha convertido en una carta abierta a quien la haya querido leer, debo incorporar, con siete años de retraso, las prevenciones que debí incluir en el contrato inicial. Tómenlas como cláusulas con efectos retroactivos, reciban de buen grado mis disculpas y multiplíquenlas por setenta si Mateo, 18: 21-35 es una de sus lecturas de cabecera.

1. Perdón por el ritmo irregular de las entradas. Si quisieron convertir su lectura en una rutina, no se lo puse fácil.

2. Perdón por la elección de los temas. Seguramente muchos fueron inapropiados; otros insulsos o descontextualizados. Muchos temas de actualidad merecieron una entrada –o una entrada mejor y más reposada, mejor documentada– y otros un silencio que no supe guardar.

3. Perdón por echar mano del humor en situaciones trágicas o por ser demasiado solemne cuando el trance demandaba una vis cómica. No es fácil saber de qué caprichoso modo se está repitiendo la historia en cada momento.

4. Perdón (en realidad no) por ser un Celtic y no ser objetivo con la mejor franquicia de la historia, con mi ídolo de adolescencia (Paul Pierce) y con las expectativas de un equipo, el actual, que a duras penas ganaría la Euroliga (pese a jugar muy bien y contar con un gran entrenador).

5. Perdón por poner sobre la mesa temas incómodos: la relación entre entrenadores y padres, la ausencia de vocaciones, las graves taras de la educación. Perdón, sobre todo, por no ofrecer ninguna solución viable, por acabar cada artículo con una sucesión de dudas.

6. Perdón por no acusar a Orenga, por criticar a uno de los popes del baloncesto, por no acertar un pronóstico sobre los playoff de la NBA. Por salir en defensa de quienes sí fueron profetas en su tierra (aunque no se lo reconozcan), por contar mi experiencia en los cursos de entrenador y de cuantas aventuras consideré suficientemente relevantes para los despistados que van dejándose caer, cada vez más, por este espacio de encuentro.

7. Perdón, en definitiva, por esta autobiografía en movimiento disfrazada a través de historias, crónicas, reseñas de libros, semblanzas biográficas de leyendas, diccionarios de términos y, fundamentalmente, reflexiones sobre un deporte que sigue quitándome el sueño, desvelándome y haciéndome preguntas. Preguntas que seguiré compartiendo, no sé si siete años más.


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Poco que decir




Durante la temporada NBA he guardado un respetuoso silencio basado en dos hechos incontestables: no he podido seguirla con la atención de otros años y, en relación con la anterior, no tenía nada que aportar a la visión del aficionado, una visión cada vez más experta gracias a la ayuda de divulgadores del nivel de Piti Hurtado. Algo parecido me sucede tras haber asistido a unas finales de relumbrón, un evento que ha citado en la misma pista a los dos jugadores más relevantes de la década junto a los dos bases mejor dotados técnicamente (en conjunto) de la historia del baloncesto.

Pero la NBA tiene un problema, o eso me parece a mí. La coincidencia en el tiempo de la ampliación de los límites salariales y la cultura del “si no puedes con tu enemigo, únete a él” ha generado dos “trusts” en Cleveland y San Francisco que se saltan todas las leyes de la competencia e invalidan el equilibrio que propicia el sistema de draft. La NBA tiene un amplio arsenal de talento a disposición de las franquicias, pero el más despampanante se concentra en solo dos. Esto ha conducido a unos playoff claramente aburridos, a una liga a la escocesa que no ha dejado margen a las “Cincerella stories”.

Ahora bien, si en el choque de trenes en que se convirtió la final ganaron los Warriors fue por la dosis extra de talento, sí, por la mayor profundidad de banquillo, claro, pero especialmente por estar mucho más rodados tácticamente, especialmente en defensa. Más rodados y más implicados. Más responsabilizados de que no hubiera tiros abiertos, canastas debajo del aro o en transición. Se demuestra una vez más que los tipos de traje en el banquillo tienen mucho que ver en el juego de sus equipos, también en la gestión de los egos. Si en los Cavaliers todo pasa por Lebron, por las caras que pone, por su lenguaje corporal; en los Warriors todo pasa por Kerr, un entrenador que ha hecho de la modestia y un liderazgo tranquilo e inteligente las bases de su carisma.

Estas finales han puesto a prueba también la resistencia de los nostálgicos, su capacidad para no pulsar el botón rojo de los mandos de su televisor. La ausencia de interiores de verdad, canalizadores del juego ofensivo de sus equipos, el ritmo desenfrenado, alocado que dirían mis amigos noventeros, y el abuso del triple, aunque amparado por la estadística, les lleva a proponer medidas reglamentarias que limiten el circo en que se ha convertido este deporte tan serio. No sé, quizá pueda alejarse la línea o elevarse la canasta, pero la tendencia es imparable. La polivalencia, la capacidad de jugar a 105-110 posesiones por partido, la precisión para ejecutar acciones a este ritmo y el tiro exterior como amenaza habilitadora de espacios, son las cualidades que necesita todo jugador de élite, mida 1,80 o 2,21, para disputar unas finales de la NBA.


Si Boston no lo remedia dando buen uso a la primera elección del próximo draft, si Houston no acompaña y adapta el talento de Harden hacia el logro colectivo o si San Antonio no rodea mejor a Kawhi Leonard, apuesten por una cuarta entrega de las finales, por la consolidación de una rivalidad que, si bien puede equipararse en números a la de Celtics y Lakers en los 80 nada tiene que ver, en cambio, en cuanto a la pasión desplegada o el “odio” deportivo que se profesaban unos y otros. Nuevos tiempos.  

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS