Tradicional repaso



2016 ha sido un año de crecimiento en mi faceta de entrenador de baloncesto. Con el Infantil “A” de C.B. Tormes culminé la mejor temporada de mi corta carrera en términos de satisfacción y consecución de los objetivos deportivos y humanos. Los trece chicos que formaron parte de la aventura permanecerán muy presentes en la memoria, como también lo harán sus familias, artífices de un ambiente siempre cabal y festivo, como es propio –que no siempre común– de un contexto como este.

Por otra parte, la coordinación del PRD me permitió profundizar en la relación con muchos entrenadores de la ciudad a las que agradezco su trabajo voluntario y su fidelidad durante el desempeño de sus funciones con las selecciones provinciales prealevines, amén de codearme con situaciones nuevas que hubo que resolver principalmente desde el sentido común, la empatía y en atención al interés primordial de los niños y niñas que confiaron en todos nosotros. Esta labor me posibilitó, además, debutar en los campus que organiza la Federación de Baloncesto de Castilla y León. El campamento de minibasket de Béjar, coordinado por David Barrio fue, sin lugar a dudas, una grata experiencia.

Finalmente, gracias al entusiasmo de José Ángel Cortés Ramos, responsable del área de entrenadores de la Delegación Salmantina de Baloncesto, dispuse de la oportunidad de dirigirme a los compañeros de la provincia en dos charlas dedicadas a la mirada del entrenador y al sistema de formación más fecundo e imitado del mundo, el norteamericano. Acompañado de verdaderos referentes del baloncesto en Salamanca, más que enseñar me dediqué a aprender. Y más valdría que nunca dejáramos de hacerlo.

En cuanto a este blog, bitácora fiel con seis años y medio de existencia que hace las veces de hogar para todos los viajeros que quieran detenerse en ella, decir que han sido cuarenta y tres las entradas en este 2016. Un número modesto, inferior al de semanas, causado principalmente por la sequía creativa que vengo padeciendo desde agosto, mes en el que apenas presté atención a unos Juegos Olímpicos en los que España llevó a cabo más que un digno papel. Quizá fuera el hastío, no lo sé, o tal vez el haber dicho ya demasiado y tener miedo a escribir, sin darme cuenta, el mismo libro de nuevo.

En cualquier caso, rescataré temporalmente del olvido Lost intranslation, una reflexión sobre el acto de comunicación y su importancia en el acto de entrenar; El juego de las soledades, una referencia a los riesgos de la hiperespecialización y al diálogo de sordos al que da pie; Estado de la cuestión, un repaso a algunos indicadores que conviene tener en cuenta sobre el oficio de entrenador; 17 entre 100, un repaso a la clasificación que Sports Illustrated publicó sobre los momentos más épicos de la historia del deporte; Euforia, emoción y envidia, con la receta del éxito de la popularidad del baloncesto universitario en Estados Unidos; Dejadnos (mal)vivir en paz, acerca del amateurismo como práctica impuesta y consentida, tan necesaria para sacar adelante eventos como injusta e insolidaria; Claro que quieren ser Michael Jordan, un recordatorio para aquellos entrenadores que creen que los niños que entrenan solo van a pasar el rato; Abraza un proyecto, sobre lo necesario de pensar y construir(nos) a medio plazo; The Americangame, con la historia del juego como protagonista o Fracasa mejor, relacionado con el valor del error en la enseñanza del juego.

Cuarenta y tres entradas en trescientos sesenta y seis días en los que el baloncesto siguió actuando como fiel escudero. Lástima que nuestra locura nos impidiera escucharlo en algunas ocasiones.


FELIZ AÑO 2017. UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Felices 125



No creo que al profesor Naismith le importara demasiado que aquel deporte que ideó para motivar hacia la actividad física a estudiantes que se formaban para administrativos, cumpliera en el día de ayer ciento veinticinco años. Haciendo de la necesidad –del frío invierno de la costa este norteamericana y lo angosto del gimnasio del YMCA en el que trabajaba– virtud, este docente canadiense afincado en Massachusetts, convirtió un juego colaborativo en el germen de uno de los tres deportes más populares del mundo en nuestros días. Trece simples reglas bastaron. Trece preceptos planificados en una tarde de encierro en la habitación. En la soledad de su cuarto, practicando el aburrimiento y la imaginación –actividades relegadas por incómodas en nuestros días–, sentó las bases del baloncesto como deporte de cooperación, promotor de una filosofía humanista cristiana, y fundado en la base de la primacía de la habilidad sobre la fuerza, de la destreza en oposición a la violencia.  

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Failing to prepare...



No me gusta hablar de la actualidad de los equipos a los que entreno. Hacerlo sin violar el “pacto del vestuario”, que diría Louis Van Gaal, es complicado, pues siempre hay un lector que va más allá del verbo, que deduce de los espacios intersticiales entre una palabra y la siguiente cuestiones que no son. Que no son, al menos, como a él le parecen. Ello, a pesar de que la santidad del vestuario es más un símbolo de otra época. De aquellos equipos que guardaban con celo numantino su intimidad no quedan más que rescoldos. Instagram, Twitter, periodistas amigos, no necesariamente en este orden cronológico, han hecho de la privacidad un bien escaso, impropio de una época en la que la gente quiere saber más apelando a un no sé qué democrático.

Sin embargo, creo que es posible rescatar la moraleja de lo que he experimentado esta semana, como entrenador de un equipo cadete masculino de cierto nivel, tercero en este momento de la competición de Castilla y León. Tras seis victorias consecutivas, aprecié en mis carnes la tendencia del ser humano a acomodarse, a sentirse el rey del universo por cuestiones tan triviales como esta. Descubrí también que la edad adolescente encarna la esencia del ser humano, al ser en ella cuando, por norma general, se exageran todos los rasgos de nuestra condición. A los quince años están asentadas muchas de las características de la persona, pero no, en cambio, los filtros propios de la diplomacia, la cortesía y, por qué no decirlo, la hipocresía.

Nos acomodamos en la victoria. Nos creímos los mejores y dejamos de escuchar, de exigirnos a nivel individual y colectivo. Nos contentamos con saltar a la pista de entrenamiento y estar físicamente, sin la concentración necesaria para darle a cada acción la importancia que tiene como adelanto de la que habrá de venir en una situación de presión, con los dígitos rojos del marcador poniendo en evidencia la realidad de los tiros que no entraron, las finalizaciones que se erraron, los unos contra uno que no se defendieron o los rebotes que se nos escaparon.

Levantarse a las cinco y media, jugar cuarenta minutos contra zona, dudar de la anotación de las faltas de su mejor jugador (más aún tras saber que una de las mesas es esposa del presidente del club rival) y algunas otras circunstancias que dificultaron el trabajo durante la semana no son excusa. John Wooden se lo había leído a Benjamin Franklin, failing to prepare is preparing to fail. Y eso fue lo que hicimos, prepararnos para fracasar. Nunca había ido a un partido con la sensación anticipatoria que llevaba experimentando desde hace días, consciente de que la mentalidad no era la indicada para ganar y, aunque estuvimos cerca de llevarnos el triunfo, la sensación permaneció. Puede que ganar, como me dijo un compañero entrenador, hubiera sido nocivo: un mal mensaje para el futuro.

Ahora toca levantarse. Hacer la lectura correcta. Motivar hacia el trabajo como fuente, en sí misma, de satisfacción. Solo los equipos que salen jodidos y felices de una sesión pueden salir igualmente satisfechos de un partido, diga lo que diga el marcador.


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El último estoico





Releo emocionado la carta que el Ray Allen de hoy dirigió al chico de trece años recién aterrizado en Dalzell, Carolina del Sur, que era él hace casi tres décadas, y que fue publicada en The Players´s Tribune pocas horas después del anuncio de su retirada definitiva de las canchas. Con cuarenta y un años, este hijo de padre militar, que aprendió el inglés en Londres y que al regresar fue criticado entre los suyos por tener las maneras y acento propios de un hombre blanco, pone fin a una carrera de diecinueve temporadas, dos anillos y múltiples reconocimientos. Con él, y a sabiendas de que Paul Pierce afronta la que será su última campaña, se extingue la última generación de jugadores americanos que coincidieron en pista con el Michael Jordan de los Bulls, el indiscutible mejor jugador de todos los tiempos y, por ello, el ejemplo último de excelencia, la siempre odiosa medida de comparación de cualquier escolta-alero con aspiraciones.

En su carta, amén de demostrar su exquisita educación, muy por encima de la media del jugador NBA, Ray Allen nos deja numerosas enseñanzas. En ella, sin necesidad de avanzar demasiado en su lectura, insiste en la necesidad de separarnos de las opiniones de los demás, habitualmente tendentes a disminuir méritos y vaticinar fracasos, algo que no deja de ser lógico, pues su valoración parte de unas capacidades que son limitadas por oposición al infinito radio de acción por el que se expande su envidia. En cualquier caso, el ex jugador de Milwaukee, Seattle, Boston y Miami nos invita a grabar cada una de estas insidias en la mente, con el ánimo de que actúen como acicate para llevar a término las duras jornadas de trabajo.

Muy interesante es el capítulo que le dedica a recordar los partidos que disputaba con los compañeros de su padre en el ejército, algunos muy buenos jugadores en el pasado. De ellos, además de lo exigentes que eran en el plano físico, recuerda las letanías que esos hombres adultos pronunciaban queriendo retrotraerse, dar marcha atrás en el tiempo para poder, así, trabajar más duro y alcanzar un contrato profesional en el mundo de la canasta. “Tan solo si...” “Si pudiera...” Y es que, frente al hombre mediano, experto en excusas y ensoñaciones, el jugador NBA, no digamos ya la estrella de NBA, aunque esto pueda suponer alimentar un mito que no siempre se cumple, complementa la posesión de un talento excepcional y la concurrencia de circunstancias favorables, con una ética del esfuerzo casi siempre “innegociable”.

No miente Ray Allen al decir que los Boston Celtics de 2008 y los Miami Heat de 2013, conjuntos con los que conquistó el campeonato, aun siendo muy diferentes, compartían los mismos viejos y aburridos hábitos: ser puntuales en el esfuerzo, obsesivos con las rutinas, competitivos hasta niveles patológicos,… “The same old and boring habits”, insiste, por oposición a aquellos equipos anárquicos que quieren ganar sin hacer méritos o a aquellos jugadores que se conforman con lo que tienen creyendo que el del éxito es un camino mucho más despejado.

Esto va de trabajar cada día cuando nadie te está mirando, afirma con una convicción que, en su caso, viene respaldada por el ejemplo. Ahí reside la diferencia entre los que llegan y los que se extravían por el camino, también en el baloncesto. Integrar esta autodisciplina debe ser el gran reto de los entrenadores, también de los de cantera. Desarrollar en la mente de los jugadores una sana obsesión por el juego y la mejora individual les permitirá comprender mejor el valor de esos “old and boring habits” y practicarlos hasta la extenuación convencidos de que no hay otra fórmula, de que así construyeron su éxito (cada uno en su escala de posibilidades) los que estuvieron antes.

El reto, es evidente, no es menor. Las tentaciones se han multiplicado, la autoridad de padres, maestros y entrenadores se ha erosionado tras la ruptura de viejos consensos, por ficticias que fueran sus bases ontológicas, y, por todo ello, a los jóvenes les cuesta encontrar la motivación hacia tareas que implican doblegar el dolor y la fatiga. Ello, al parecer, nos obliga a reformular las sesiones de entrenamiento, fomentando la diversión en detrimento de la repetición, y a alterar los mecanismos de motivación, pues estos ya no residen en el fuero interno del individuo, mucho más pendiente de otras cosas (personas del otro sexo, posición social dentro del grupo de iguales, imagen,…). Se vuelve necesario introducir recompensas, metas a corto plazo. Engañar al cerebro y a la omnipresente pereza.

Todo porque ya no quedan estoicos, tipos que firmen, al final de sus carreras, haber alcanzado la paz consigo mismo o que acepten con entereza la soledad que es necesaria para alcanzar la excelencia. Con Ray Allen se fue el último representante de esa estirpe de jugadores que afirmaban poder realizarse como individuos en una pista de baloncesto. Go to the court, stay on the court. You can build your whole personality there.



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Fracasa mejor






"Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor". 

(Samuel Beckett)


Ayer tarde di con un artículo sumamente interesante en la página personal de Daniel Barreña, coach deportivo, en el que reflexiona sobre el excesivo valor que concedemos al error desde todos los puntos de vista, es decir, tanto si somos nosotros los que los cometemos, como a la hora de juzgar aquellos en los que puedan incurrir los demás. En él plantea el sobrepeso cultural que acumulamos, siendo la culpa una cuantiosa herencia de la tradición judeocristiana, esa que aprendemos a mamar desde muy chiquitos dándonos golpes en el pecho (ya saben, “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”) o asumiendo alegremente que un hombre –no cualquier hombre, se supone– tuvo que dar su vida para redimir nuestros pecados.

Esto, trasladado al ámbito de la enseñanza de un deporte y, más en concreto, a una sesión de entrenamiento de un equipo de baloncesto, debe conducirnos a los formadores a una suerte de toma de conciencia: El error es inherente a la práctica del juego, a la ejecución de gestos técnicos, a la toma de decisiones, a la existencia de un equipo rival cuyo éxito, en defensa, pasa por llevarte a cometer el mayor número de ellos. Conviene tenerlo en cuenta para convivir con él evitando caer, y hacer caer a los jugadores, en el pozo de la frustración. Ahora bien, convivir no es olvidar, dejar pasar sin más un material tan importante, pues, ante todo, el fallo es una fuente fundamental de información, y así debe ser percibida por el equipo y los jugadores. Preguntarse qué se pudo hacer distinto es el anticipo necesario de eso que Samuel Beckett bautizó como “fracasar mejor”. Así viene avanzando la ciencia desde los tiempos de Arquímedes.

En el artículo, Daniel Barreña nos propone observar detenidamente la reacción de los jugadores a los posibles fallos cometidos en el pase, el lanzamiento, el seguimiento de un sistema,… De esta manera, afirma que todos llegaríamos a la conclusión de que cada vez más jugadores crecen obsesionados por no cometer errores. Ello, que puede tener que ver con factores sociológicos y de psicología social que nos van empujando hacia la dictadura del perfeccionismo (un entorno cada vez más global y competitivo exige cada vez mayor excelencia), también puede entroncar con el ambiente que como entrenadores generamos en la pista de entrenamiento.

Ahora bien, es muy fina la línea que separa la convivencia pacífica y amable con el error con la desidia a la hora de corregir ejecuciones o elecciones poco apropiadas en una pista de baloncesto, más aún teniendo en cuenta que el objetivo último de toda acción ofensiva pasa por anotar un móvil en un aro poco mayor que él. Y no solo eso, más allá de la precisión exigida por definición, todo deporte de equipo requiere de un nivel de responsabilización con el grupo. Cada individuo debe asumir su compromiso con la mejora particular y ello, entre otras cosas, implica aumentar los porcentajes de acierto.

Por lo tanto, errores, sí, claro, en la búsqueda de la excelencia, en el ejercicio de la libertad creativa y de una osadía espiritual. Pero errores, no, ni en bromas, por falta de concentración, por ambición mal entendida o desconectada de los objetivos del grupo, por terquedad o incapacidad para la escucha atenta y, por supuesto, por el mismo miedo al error.

P.D. Esta es mi visión sobre el error a fecha de 4 de noviembre. Y si no les gusta… No tengo otra, por el momento.


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Imitación a la vida




Lejos de previas y pronósticos con los que solía destaparme en las jornadas previas al inicio de la temporada de la NBA en años anteriores, sirva como prólogo de las madrugadas que vendrán esta modesta columna que publiqué el pasado jueves en un diario local. ¿O es que acaso no hemos crecido y moriremos de la mano de estos tipos que juegan a la pelota intentando trasladarla al interior de un aro?

Pueden leerla pinchando en el siguiente ENLACE.


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Filosofía y método






Esta tarde a eso de las siete en la Cafetería Cervecería 5 Arcos de Salamanca (C/Alfonso IX de León, 122), como previa a la final olímpica que enfrentará a Serbia y Estados Unidos, y gracias a la confianza depositada por José Ángel Cortés Ramos, responsable del área de entrenadores en la delegación de Salamanca, expondré en una breve charla las claves que, en mi opinión, explican los indiscutibles éxitos de la selección norteamericana, la cual afronta esta noche la búsqueda de su decimoquinto oro en diecinueve Juegos Olímpicos (y que puede presumir, también, de seis oros consecutivos en categoría femenina). 

Claves que residen, probablemente, en cuestiones que van más allá del baloncesto (demográficas, económicas, sociológicas,…) pero que también se encuentran en el núcleo del propio deporte, en su historia, en sus relaciones con los diferentes niveles educativos y, sobre todo, en la existencia de un método de enseñanza que, si antes perduraba por el contacto entre “escuelas de entrenadores”, hoy se ha institucionalizado gracias a los esfuerzos de USA Basketball por unificar todas esas tendencias en una que, siendo flexible, pretende marcar el camino de la excelencia: el youth development curriculum.

Dado que en la cumbre de dicha pirámide que abarca a las más de treinta millones de personas que practican el baloncesto en Estados Unidos –en todas las edades y categorías– se encuentran las selecciones absolutas, me he querido valer de lo que el equipo entrenado por Mike Kzyzewski ha ofrecido a lo largo de la competición. Un equipo, por cierto, cuya propuesta me ha parecido poco ambiciosa –quizá por el poco tiempo para prepararse–, pero que sigue mostrando el ADN fundamental del jugador norteamericano, mezcla de escuela y baloncesto callejero, con mil recursos sobre bote, dominio absoluto de su cuerpo en las finalizaciones y muy buenos fundamentos desde la situación de triple amenaza. Un jugador que defiende con posiciones muy ortodoxas, agobiando el balón con sus manos y cerrando líneas de pase.

En cualquier caso, aunque los estadounidenses pudieran terminar imponiéndose esta noche consiguiendo el doblete olímpico, dos modelos salen igualmente reforzados de la cita demostrándoe, tal vez, como los únicos que, en la actualidad, cuentan con un nivel adecuado de planificación, programación y seguimiento, además de con vías de financiación suficientes como para mantener la apuesta. Estos son el serbio, que con siete millones de habitantes ha colocado a sus dos selecciones en las medallas y, por supuesto, el español, el derivado de la FEB, pero deudor indiscutible del trabajo que los jugadores realizan en los clubes.

Si España logra, como todos deseamos, conquistar el bronce ante Australia, tres selecciones se habrían repartido las seis preseas en juego. Tres selecciones con filosofías y métodos distintos, sí, pero con filosofía y método. Esto para los que empiezan en el baloncesto pensando que se trata básicamente de enseñar a botar, pasar y tirar. Esto para los que creen que todo pasa por meter un punto más que el rival. Filosofía y método.

Os dejo con el avance de la presentación, que podéis ver pinchando AQUÍ.


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The american game (I)




Me pillan preparando una pequeña charla sobre el sistema de formación de jugadores en los Estados Unidos. Para ello estoy viendo muchos vídeos y acudiendo a numerosas webs de Primary Schools donde se cursan los ciclos elemental y primario; de High Schools, donde se imparte la enseñanza secundaria y también de centros universitarios, que ofertan grados y maestrías en diferentes disciplinas. También de escuelas de baloncesto, aunque lo cierto es que son escasas, pues la primera seña de identidad de este modelo es la trabazón estructural entre deporte y educación. Todo surge, de hecho, en un centro de la YMCA (Asociación de Jóvenes Cristianos), en Springfield, Massachusetts, en la antesala del solsticio de invierno de 1891, hace 125 años.

Buscaba el señor Naismith, ministro de la iglesia y profesor del centro, un deporte interesante, fácil de aprender, que se pudiera jugar en invierno con luz artificial. Todo para atraer la atención de un grupo de aspirantes a administrativos, a quienes no les motivaba nada la ejecución de las rutinas clásicas de la educación física: hacer el pino, flexiones, saltar obstáculos,… Dicen que se encerró una tarde en su habitación con el compromiso de salir solo cuando las reglas del juego estuvieran trazadas. Lo hizo pasadas cuatro horas y fueron trece los primeros preceptos, que apenas fueron retocados en los años posteriores salvo en la norma del dribling, inicialmente prohibido porque el profesor pensaba que propiciaría el juego violento, como sucedía en el rugby cuando un jugador intentaba avanzar con el balón.

Y es que una de las bases fundacionales del balón cesto (así, en dos palabras, hasta 1927) era la promoción de la habilidad por encima de la fuerza; la destreza y la coordinación por delante de la violencia y la intimidación que reinaban en otros deportes. De ahí que situara el objetivo –inicialmente una caja, pero finalmente, por necesidades del guión, unos cestos de melocotones– muy por encima de la altura de las cabezas de los jugadores (a diez pies, casi 3,05 m) con la intención, además, de que los lanzamientos fueran arqueados, evitando así un posible destrozo del mobiliario. Tal era el afán por mantener la limpieza en el juego, que tres faltas consecutivas de un mismo equipo lo penalizarían con una canasta en contra (entonces “goal”) y dos, solo dos, de un mismo jugador, obligarían al equipo a jugar con uno menos hasta la siguiente anotación. Quizá, cabría repensar esta cuestión al albur del abuso flagrante –cuando no sangrante– de las faltas tácticas y los bumps (contactos de antebrazo que intentan evitar la progresión de un jugador sin balón). Todo en aras de respetar el espíritu del juego.

Pero para respetar dicho espíritu primero hay que conocer su historia. Pocos entrenadores saben que en diciembre estaremos celebrando el 125º aniversario, que las normas fueron publicadas en el periódico del centro, llamado “The Triangle”, que en su base se encuentra la promoción de los ideales cristianos, que hasta 1898 no se podía botar o que hasta 1913, tras una situación de fuera, sacaba el jugador que primero tocara la bola. Por cierto, ahora que estamos de Juegos Olímpicos, la primera edición, Berlín 1936, la ganaron los Estados Unidos, un equipo integrado únicamente por jugadores blancos, tras vencer en la final por 18 a 9 a Canadá. Yo mismo desconocía alguno de estos detalles hasta que he iniciado la lectura de la obra “Coaching Basketball” un libro editado por la NABC (National Association Basketball Coaches), una asociación surgida en 1927 para, entre otras cosas, dignificar el juego.

Pero de la NABC os hablo mejor en la próxima entrada, en la que seguiré detallando algunas pinceladas de la historia del durante décadas conocido como “The American Game… played worldwide”. Por si a algunos, ahora que los de USA Basketball parecen vulnerables, se les olvida. 


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Sobrevivir a la paradoja





La mayor parte de los viajes que emprendemos, por mucho que nos queramos parecer al despistado Odiseo, implican una partida y un regreso. Todo regreso, a su vez, exige una ardua labor de supervivencia, más aún si el puerto en el que hemos atracado por unos días no es un estercolero; o si la dársena de llegada, en la que pasaremos gran parte de nuestras vidas, no se parece precisamente a un vergel (real o figurado). La primera paradoja que debemos afrontar a la vuelta encuentra su razón de ser en el propio concepto “vacaciones”, cuya mera existencia revela, tal vez, el fracaso de un modelo que quiso convertir a la felicidad en su eje motor. Durante su disfrute, los seres humanos descubren que el mundo es más que una oficina o una estación de metro, pero se percatan, también, de que no les pertenece, llegándose a esta posible conclusión: “Pudiendo disponer de paraísos naturales o culturales, el ser humano se condena a vivir en junglas de asfalto”. Sí, ya sé lo que está pensando, que invente, si me atrevo, una solución mejor. Denme tiempo.

Situado sobre un acantilado, uno se da cuenta de la existencia de un tiempo geológico prácticamente inconcebible desde la perspectiva humana. Viendo al mar cincelar la roca caliza uno se percata de su propia nimiedad, no ya solo en términos espaciales, también temporales. Es curioso, seres que no son nada –apenas un eructo de la naturaleza– lo quieren todo deprisa. Curioso pero lógico: el mar tiene todo el tiempo del mundo, morirá con el planeta. Pero ello no elimina la paradoja. Si la naturaleza acepta firmar una obra inacabada ¿por qué estos seres diminutos se empeñan en quererlo todo ya, en dar por terminados miles de bosquejos imperfectos? ¿Por qué no se conforman con sobrevivir?



Tal vez porque trascender sea también pervivir, inmortalizar una obra que entierra a un cuerpo y se desvincula de su triste penar. Una suerte de progenie surgida de regiones inhóspitas de nuestro cerebro. Y de trascender sabe un poco Gaudí, de quien me enamoré aún un poco más tras ver su “opera prima”, El capricho, en la localidad cántabra de Comillas. La que pretendía ser la residencia de Máximo Díaz de Quijano, abogado, músico y filántropo (pero que moriría siete días después de su inauguración), es, no cabe duda, la obra de un genio. Si vista desde lejos parece una casa de fantasía, examinada al detalle fascina por sus guiños a la melomanía de su inquilino o por la sutil fusión de pragmatismo y belleza. Sin embargo, mirarse en el ejemplo de Gaudí supone una cura de humildad dolorosa. También una lección de matemáticas. Probablemente, su existencia elimina la posibilidad de que nazca otro arquitecto de su envergadura en su mismo contexto cultural hasta finales de este siglo, por mucho que se hayan acortado los ciclos económicos o tecnológicos, que no el que atañe a los genios (menos aún el que afecta a los “clásicos”).

Ligo aquí, a duras penas, con la temática de este blog. Entrar en íntimo contacto con la obra de la naturaleza, y con aquella otra de un maestro de la arquitectura, me ha dificultado el poder disfrutar de los partidos de la selección de baloncesto. Escuchando como una lejana banda sonora los comentarios de Pepu Hernández sobre tipos de arrancada, sistemas o toma de decisiones, encontraba grandes dificultades para prestar atención a semejante banalidad. En la época en la que mayores y más variadas son las posibilidades para el aprendizaje, el ser humano se empeña en levantar su edificio sobre cimientos del tamaño de un átomo. Estudiamos con un microscopio la anécdota más irrisoria de las que conforman el universo y pretendemos obtener, por ello, una medalla. Y lo peor es que muchos lo creen. Y los demás nos lo tenemos que creer.

Y sin embargo hay que seguir, aunque aquello de darle sentido a la vida deba de ser un sinónimo de autoengañarse. Toca olvidar la visión del mar enfurecido y quedarse con el inopinado afán del pescador de bonito. Es hora de dejar de aspirar a ser Gaudí y de conformarse con poseer una millonésima parte de su talento. Un nuevo reto baloncestístico espera a la vuelta de las verbenas y sus miembros, para su fortuna, aún no se han hecho estas preguntas. Solo quieren aprender a vivir jugando al baloncesto. Sin paradojas que se lo impidan.


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De pasada






Dado que no me he levantado muy olímpico, ni de cuerpo ni de espíritu, y dado que no es motivo de ninguna resaca, voy a optar por tratar el tema Río de manera más bien oblicua. De pasada, como siento que han llegado a su fecha de inauguración estos Juegos que confirman la muerte del deporte en su versión romántica, decimonónica y coubertiniana. O como prefieran llamarla.

No descarto, tampoco, que sean los años los que hayan provocado esta rebaja en el entusiasmo, este cercenamiento de la pasión infantil con la que antes afrontaba la llegada de este acontecimiento. Pero claro, antes creía en las naciones, y en la fraternidad entre las naciones. Y en el deporte, y en los valores que se le asociaban. Y en la limpieza de los deportistas. Y en la honradez de los prebostes del COI. Y en Prometeo como benefactor de la humanidad y azote de los dioses.

Sin embargo, a escasas horas para el encendido de la antorcha, todo lo que ocupa la actualidad en torno a este magno evento, son aspectos derivados relacionados con la seguridad y la tensión social en el país anfitrión, la emergencia sanitaria del Zika o el caso de dopaje institucionalizado en Rusia. Por no hablar de los aspectos organizativos, con una villa olímpica que se desmonta y con un cenagal por laguna para la disputa de una serie de pruebas acuáticos. Quisiera equivocarme, pero mucho me temo que, en esta ocasión, los Juegos no van a servir de catapulta, sino de espejo. Y no, Rio no es la mujer más bonita del reino.

En cuanto al baloncesto, me pillan revisando plantillas y resultados en los partidos amistosos. Suficiente para saber que hay un favorito claro y dos aspirantes que se elevan sobre el resto. El favorito, obvio, es Estados Unidos, un equipo repleto de bajas que echará de menos, sin duda, a Harden, Westbrook, Paul, Lebron, Aldridge, Griffin, Davis,… pero que debe bastarse para conquistar el oro no solo por el talento individual, sino por tener una concepción del baloncesto tan simple como integrada en el ADN de los jugadores. Los veremos defender con numerosas fintas y muchas manos, rebotear y correr como panteras, y dividir y doblar, o jugar situaciones de pick and roll central, para conseguir ventajas inmediatas en los primeros ocho segundos de ataque. Y bueno, algún balón interior le meterán a DeMarcus Cousins, el cinco puro más dominante que ha parido la liga desde la retirada de Shaq.

Justo por detrás, quizá a quince o veinte puntos en condiciones normales, están Francia y España, las dos grandes potencias europeas de los últimos años y, en mi opinión, en este orden. Si un Gasol de leyenda nos permitió vencerlos en su Eurobasket tras una brillante prórroga, no es difícil olvidar que en las dos ocasiones anteriores el resultado fue favorable a los galos. ¿Por qué Francia antes que España? Por juventud y exuberancia física. Por estar llevando a cabo el relevo generacional de los Diaw, Parker, Pietrus y compañía con mucha mejor nota que nosotros. Ahora bien, todo queda, nuevamente, en manos de lo que pueda hacer Pau, ese hombre de estado, como lo define Kzyzewski, capaz de invertir los términos del sentido común y devolvernos a una final olímpica aun sin la presencia de su hermano y con sus compañeros de batalla cada vez más fatigados.

Y luego ojo. Ojo a Serbia y a Croacia, aunque se les augure más peligrosos en Tokio. Y al anfitrión, por si algún día le da por jugar con ocho, dado que en condiciones normales no dejan de ser una buena banda al servicio, eso sí, de un gran director de orquesta: Rubén Magnano. Y en menor medida a Argentina, sin pegamento entre la generación de los padres (Ginobili, Scola o Nocioni) y la de los hijos. Más peligrosa que éstas es Lituania, sin duda: más grande, más fuerte, más técnica. No, en cambio, Australia, suma de nombres resultones pero sospechosa habitual de incurrir en comportamientos anárquicos. Ni el resto; China, Venezuela o Nigeria, concesiones simbólicas de la geografía en pos de un universalismo panfletario en el que ya no cree ni dios.




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Barbarismos "baloncestísticos" (A)







No sé si es una crisis o es que no he dormido bien, pero lo que más me interesa de la Gira Ñ es la Ñ, esto es, la letra que viene a diferenciar nuestro idioma con su perturbadora presencia. Supongo que llegarán los Juegos y se me pasará. Y que me volverá a importar lo que ese puñado de profesionales puedan hacerle a la pelotita naranja de cuero (de cuyo lugar de manufactura prefiero no acordarme).

Sí, será una crisis, una más a sumarse a cuantas nos definen como generación. La financiera, la económica, la inmobiliaria, la de valores, la de valores morales, la política,… Es la crisis del fin de siglo prolongada en el tiempo. Del fin de siglo XIX, me refiero. Y como para sobrevivir a este tipo de crisis –a todas menos a la financiera– suelo echar mano de un cuaderno y un bolígrafo, hoy he vuelto a reincidir y me ha dado por escribir unas cuantas definiciones de términos más o menos baloncestísticos copiando, literalmente, la idea de Andrés Neuman, fantástico autor argentino, que estuvo en Salamanca hace unos meses y que nos iluminó con su lucidez mental y su agilidad verbal, aunque esto último pueda sonar redundante toda vez anunciado su pasaporte. Bueno, al grano.

Acierto. 1. Probabilidad de fracaso que el error se concede a sí mismo. // 2. Producto de la indulgencia futura de uno hacia sí o de los otros hacia los demás cuando están bien muertos.

Acompañamiento. 1. Infracción del reglamento por acunamiento del único hijo que no te abandonará de mayor. // 2. Como en toda violación, algo que cometen solo los del otro equipo.

Aficionado. 1. Enorme jugador de cantera que se rompió la rodilla en el momento de dar el salto a profesional (lo que a veces es cierto). // 2. Padre seguro de que su hijo es su hijo, pero no de que este deba ser tan malo como lo fue él. // 3. Ciudadano griego en tratamiento psiquiátrico (con cariño, eh. ¡Somos amigos!).

Alero. 1. Escolta del escolta // 2. Tercer hombre.

Asedio. Lo que el catenaccio ve cuando se mira en el espejo.

Ataque. 1. Pesadilla recurrente de Xavi Pascual. // 2. Invento de los americanos, según Xavi Pascual. // 3. Concepto consecuencia del error cometido por James Naismith en la redacción del reglamento al proclamar que el objetivo es introducir una pelota en la cesta, cuando todo el mundo sabe que es al contrario. Todo ello según Xavi Pascual.

Atleta. 1. Negro mejor que el de tu equipo. // 2. Vecino cachas del quinto (¿o esto solo es en mi caso?) que le recuerda a tu mujer que estás echando tripa.

Atlético. 1. Locura transitoria que se alimenta de derrotas por la mínima o en los penaltys. // 2. Equipo de Belén Esteban (Hala Madrid).

Ayudante (de entrenador). 1. Aprendiz de traidor. // 2. Masturbador compulsivo en el tiempo que le queda entre montaje y montaje de vídeo. // 3. Ex marido, ex amante, ex amigo,… // 4. Típica clase de hombre del que todo el mundo se pregunta cuándo fue la última vez que lo vio.  

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

El peligro de encontrar minas de oro






Coincidiendo con la Pascua de Resurrección de 1656, varios viajeros portugueses, que habían acudido esperanzados a la región de Bahía, en Brasil, descubrieron que, allí donde debía de haber minas de oro y plata, solo había polvo. Ante el desconsuelo natural de esperar y no hallar, que ya se había generalizado entre sus familias y afectado al espíritu de todo el país, el padre jesuita Antonio Vieira, en uno de los sermones que pronunciaba (Sermón Primero del segundo día de Pascua de Resurrección en la ciudad del Belén del Gran Pará) y que ahora son estudiados como ejemplo de retórica argumentativa, dijo lo siguiente: “Es mucho mejor no haber descubierto las minas”. “Ved, si no, de cuántos peligros y trabajos os redimió”. De la codicia ajena y de invasiones extranjeras. De todo ello les libró, según el Padre Vieira, el hecho de que no se hallaran, finalmente, las minas prometidas y recordó, como ejemplo, la invasión romana de la Península.

Minas de oro y plata que han devenido, ahora, en máquinas de tirar dólares. Revisado hace dos años el contrato de televisión y en base al convenio salarial con el que pretenden, ahora, negociar duramente los sindicatos de jugadores; y sin que a nadie le pueda parecer mal que una mayor parte del pastel vaya a parar a estos, lo cierto es que la NBA se ha convertido en el único destino posible para quien apunta mínimas maneras. La pregunta es evidente, ¿acabará siendo esto una desgracia?

Si no lo es ya, habríamos de apuntar en primera instancia. Si no lo es ya para las ligas continentales, que no solo pierden, como antaño, a los talentos consagrados, a los currículums de dos tomos, sino también a los diamantes por pulir, a jóvenes de doce minutos por partido. Si no lo es ya para estos propios chicos, cuyo ímpetu y, en cierto modo avaricia, no merecen reproche, pero que corren el riesgo de estrellarse contra los modos de hacer y las inercias de los equipos NBA, ejemplos categóricos de la búsqueda de la máxima rentabilidad. Si no lo es ya para la propia NBA, que depaupera su producto al ritmo de esta inflación salarial que hace que sea aún más de necios, de lo que ya lo era, “confundir valor y precio”.

Del querer siempre se ha dicho que es poder. Sin embargo, del poder no debería derivar de forma automática un querer. Lo saben muy bien los clásicos, que nos hablaban de prudencia y contención, de mesura en la toma de decisiones. Me parece fenomenal que haya dinero y que, como afirmé antes, este llegue a los jugadores en cuanto que parte fundamental del juego. Ahora bien, es indignante escuchar el baile de cifras, pensar que de verdad conquistan con su trabajo diario todos esos millones de dólares que, en este sistema entrópico, hubieron de salir de algún otro estrato de la sociedad y negársele a quien no nació provisto de dones o suerte suficiente.

Son los riesgos de ir a buscar minas… y encontrarlas. El precio de que el salario sea un número a caballo entre lo que se está dipuesto a pagar y lo que se está dispuesto a cobrar (sindicatos y patronal por medio) cada vez menos referenciado a la economía real, a los costes y al sentido común. Son los delirios propios de una grandeza que el pueblo otorga a cambio de entretenimiento. Pero que se anden con cuidado, pues con este afán abarcador, “democratizador” a su manera, se corre el riesgo, también, de terminar con las ligas europeas, nexo de unión y puente con el aficionado europeo, el que antaño se enamoraba del basket animando desde la grada al equipo de su pueblo. Ya se verá.




UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Inocente de ser tan bueno





La de Tim Duncan, jugador que ha anunciado esta pasada tarde su retirada, es la historia de un “no”, un cuento construido a base de lítotes, es decir, de negaciones que lo afirman todo. Porque no es que Tim Duncan sea el mejor jugador interior de su generación, o el líder de una franquicia que lleva veinte visitas consecutivas al Playoff. Y no, no es solo que Tim Duncan sea un especialista defensivo o el mejor reboteador del siglo XXI, ni la figura más cercana a Bill Russell o Kareem Abdul Jabbar. No, no se trata de que no sea un amante de los titulares, de las entrevistas, del marketing. Ni que no sea un compañero egoísta o fanfarrón. Ni un hombre hecho para ser conocido en los ascensores (en los que pasa desapercibido) o para ser condecorado por la comunidad por todos los servicios que le presta de manera callada, como le enseñaron a hacer las cosas. No, no es eso.

De Tim Duncan se cuenta que iba para nadador y que un huracán, Hugo, cambió los planes del chico tras arrasar la piscina donde se entrenaba a conciencia para debutar en Barcelona ´92. Dicen también, los periodistas, que en aquel ya lejano junio de 1997, todo parecía indicar que serían los Knicks el destino del chico de Islas Vírgenes. Y no mienten ni el pívot, ni su entrenador, Gregg Popovich, cuando recuerdan la visita que este le hizo al primero a Saint Croix, lugar de nacimiento del jugador que hoy se retira, y cuando mencionan y reflexionan sobre la conexión que ambos sintieron en el interior de su alma. Y sí, parece que es un hecho que a Popovich le tocó nadar varias millas adaptándose al plan previsto por el que a la postre sería, tal y como confesara el entrenador de los Spurs de manera irónica, la clave de sus victorias y su gran aportación al baloncesto.


Y dicen que ya tiene cuarenta y que si hoy dijo adiós es porque después de responder mil veces a preguntas sobre su retirada, siente que ya no le sale decir aquello de “aún me queda un partido más”. Toca vaciar, al fin, la pintura de la que durante tantos años fue centinela. Es el momento de colgar la camiseta en lo alto del cielo de San Antonio, cerca de la de David Robinson, su torre gemela y mentor, el humilde y esforzado marine que le abriera el camino. Toca recoger la cosecha y sentarse junto a la piscina lejos de los estériles debates que ya se cerraron (Garnett o Duncan, ala pívot o pívot) o de aquellos otros que permanecen abiertos (comparaciones históricas) y a la espera, tal vez, de que un nuevo huracán le lleve de nuevo a San Antonio como entrenador o miembro del staff técnico a aportar toda su experiencia y sabiduría, la que durante tantos años amasó desde el silencio que envuelve a esa gente inteligente a la que preferimos llamar “rara”.

Dicen, cuentan, redactan y susurran, narran y confiesan. Lo hacen otros por él, mientras él calla. Mientras lo niega todo: que fuera el mejor defensor, que fuera una lección de fundamentos, que fuera el jugador clave de la más exitosa y longeva franquicia desde los Chicago Bulls de los años 90.

Abraza un proyecto






Últimamente tengo la sensación de que la vida de mucha gente a mi alrededor se desmorona con sorprendente facilidad. Es cierto, no es una ayuda que te deje la persona “amada”, o que entren en conflicto dos realidades a las que no tenías previsto renunciar. O que se sucedan ante nuestros ojos tantas catástrofes (la mayoría de origen antrópico), tanto mal envuelto en los ropajes de lo convencional o heredado. Es cierto, sí, y, mientras tanto, George Steiner denunciaba ayer en una entrevista para El País, que los jóvenes ya no tienen tiempo de tener tiempo, que nunca la aceleración casi mecánica de las rutinas vitales ha sido tan fuerte como hoy. No hay tiempo para la reflexión. Vivimos en el fondo de un sumidero de estímulos superficiales, en un régimen de monocultivo de lo banal y en la ceguera de la que nos alertó José Saramago en su célebre “ensayo”, una de esas novelas con las que nos equivocamos al leerla en clave de ficción.

Ayer, en cambio, al dar carpetazo al VIII Campus del C.B. Tormes en Villamayor, tras ocho días de convivencia con 150 niños y adolescentes, me he dado cuenta de que todo es mucho más sencillo de lo que nos creemos. Es todo una cuestión de perspectiva y desde hace tiempo el ser humano, al menos el tipo de ser humano con el que convivo habitualmente (principalmente yo mismo), ha decidido afrontar el muro de la vida mirándolo desde el origen y tumbado boca arriba. Y ante esa pared vertical es fácil rendirse y dejarse secuestrar por el modo de hacer de los semejantes dando por sentado que no hay otras opciones y que a la mezquindad se la combate con mezquindad y al odio, pues eso, con más odio. Cuando es todo lo contrario.

Ahora que comienza el verano, y aunque no esté de más tomarse unos días de abandono completo de uno mismo (no confundir este abandono con irse de vacaciones para fijar un estatus, dar envidia y tocar las pelotas a los que no pueden irse), mi propuesta para todos los lectores de este blog, sean o no amantes del baloncesto, es que abracen un proyecto. Sí, un proyecto que abarque su fase de ideas previas, planteamiento de alternativas, selección final y, por supuesto, que desarrollen con persistencia y método. Un proyecto que les permita responder a las malintencionadas preguntas de conocidos con un lacónico “estoy trabajando en ello”. Un proyecto que les permita sentirse bien y realizados, no para con el mercado, perversa creación del ser humano (más dañina, si cabe, que Dios aunque me digan que necesaria y contingente), sino con su espíritu, entidad difícilmente definible, pero que debería encontrarse en todos los manuales de anatomía por ser la parte que con mayor facilidad enferma en nuestros días.

Y ya centrándome en el baloncesto; ahora que afrontamos el período estival, época de torneos internacionales de selecciones, y que las ligas más modestas ya han echado el cierre, todo entrenador debería abrazar un proyecto: salir del verano más preparado. Ser mejor entrenador y mejor persona, que como bien dijo Pedro Martínez en un clínic organizado por el Campus de Marta Fernández en Carbajosa, es prácticamente lo mismo en la medida de que se trata, ante todo, de transmitir valores. Toca releer apuntes, acudir a escuchar a los mejores, leer con calma (y con el móvil apagado) el libro que nos regalaron en navidades, mejorar el inglés (lenguaje universal en este campo), ver baloncesto con mirada de entrenador. Toca empaparse de la realidad actual de los jóvenes, comprender cuál ha de ser el canal para llegar a ellos, ahora que competimos con referentes mucho más atractivos, por guapos que seamos, que nosotros (cantantes de moda, personajes de serie o videojuego, jugadores de NBA o fútbol,…). Toca planificar el proyecto del próximo invierno, y planificar debe ser un proyecto en sí mismo.

Solo entonces, enfrascados en un reto atractivo, elegido por nosotros y que, a modo de espejo, nos sitúe ante nuestra propia realidad, terminará el desencanto de la búsqueda infructuosa de “un lugar en el mundo”, de un salario miseria, de una pareja perfecta, de un sueño que no existe, amigos, salvo que se llame proyecto y exija, más que imaginación, compromiso. Abrace un proyecto y no lo abandone: Él nunca lo haría


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Rescoldos de una noche de hogueras






Amaneció un nuevo día de San Juan. También en Londres, sobre las cenizas de 43 años de permanencia en Europa, sobre sueños y estrellas ya no amarillas, sino negruzcas. Y aún huele a humo en las playas de Levante, hollín anuncio, tal vez, de fumatas blancas de cara a un lunes de resaca electoral. Y se siente aún la brisa cargada de lo viejo que anoche incineramos. Y urge abrir las ventanas del mundo, situadas entre ventrículos y aurículas, y que entre sístole y diástole recobremos el pulso a una vida que, como ese regalo que no nos gusta, parecemos decididos a malgastar.

Llegó a tiempo, también, esta noche mágica para aquellos que a 30 de junio deben hacer balance, cuando no maletas, y discriminar lo que sirve, lo que no, lo que se hizo mal y lo que se pudo hacer mejor. Hoy amanecieron también quemadas las 73 victorias de los Warriors, estériles en el recuerdo de los aficionados, que hubieran cambiado un puñado de ellas por un anillo que se les escapó a poco más de un minuto para que finalizara la temporada, con una secuencia demoledora de tapón y triple, de James e Irving.

No llegó a tiempo, en cambio, Xavi Pascual. Enfrascado en una disyuntiva insoluble, renunció a decidir si seguir o no, si apostar por los jóvenes o volver a fichar ocho extranjeros para después seguir viviendo de Navarro y de Tomic o si mudarse de planeta. Lo cierto es que el Barcelona, tras lo vivido en esta final, necesita algo mucho más contundente que la quema de lo viejo y la plegaria de unos cuantos deseos. Una noche de San Juan no bastará, si no se acompaña, a su vez, de una visita estival a Lourdes. O a Montserrat.

Y así estamos todos hoy, seis años y un día después del nacimiento de este blog, echando de menos la noche más corta del año, lamentando que amaneciera tan temprano y que el oxígeno que a otros nos falta consumiera tan pronto las mágicas llamas. Llegó el solsticio, como se vino y vendrá uno nuevo dentro de doce meses (obvio el lúgubre correlato del invierno). Pero se queda el verano, época de reciclaje personal, de tiempo para leer que luego no se emplea, de viajes que no siempre se realizan. Ah, y de Juegos Olímpicos, esperemos que no marcados por el zika y sí por una última gran actuación de nuestra Generación de Oro.


UN ABRAZO Y BUEN VERANO PARA TODOS

Sufrir o divertirse




Después de más de cien partidos, decenas de miles de canastas, tapones o rebotes; tras más de millones de kilómetros de avión y de autobús, la NBA se va a decidir en una sola noche, en cuarenta y ocho minutos, ante una audiencia de escala planetaria y, eso sí, tras al menos una decena de tiempos muertos. Como titulan los diarios de todo el país, bastará un séptimo partido en el Oracle Arena para saber si hemos asistido a la mejor temporada de la historia (o si Curry es, en esencia, un fraude que depende de Iguodala y los Warriors un equipo que no sabe distinguir lo prioritario) o al encumbramiento de Lebron como uno de los más grandes de siempre (o a la constatación de su carácter de perdedor).

Ganarán los Warriors, dice la lógica, por lo improbable de perder tres partidos seguidos, más aún siendo un equipo de récord. Por la escasa probabilidad de ceder un segundo partido consecutivo en casa cuando solo han sido derrotados cuatro veces en nueve meses. Por la inexistencia de un solo caso de remontada de un 3 a 1 en el registro de las finales. Porque todos los equipos que rozaron o llegaron a las 70 victorias terminaron cosechando el anillo. Porque teniendo que ganar cuatro partidos seguidos para batir el récord de los Bulls, lo hicieron. Porque teniendo que ganar tres partidos seguidos para seguir vivos ante los Thunder, lo hicieron. Porque ahora solo se trata de ganar un partido. O porque en el fondo somos de Curry, y de Thompson, y de Green, y de este juego que han renovado en su esencia misma y que, aunque sigamos llamándolo baloncesto, sabemos que ya no volverá a ser nunca lo mismo.

Pero pueden ganar los Cavaliers, por supuesto, porque solo se trata de un partido más, de cuarenta y ocho minutos al margen de lo acontecido anteriormente. De un cinco contra cinco, o un doce contra doce, con tres árbitros y unas normas conocidas por todos. A domicilio, sí, igual que el quinto encuentro. Frente a la estadística, sí, un dios tan fantasioso como el resto. Contra la historia que dice que Cleveland no celebra el campeonato de una liga profesional desde hace medio siglo, sí, como España nunca había ganado un mundial hasta el gol de Iniesta.

Es decir, puede pasar de todo, pero quizá debamos atender a una serie de claves para interpretar mejor, aunque sea a posteriori, lo que haya ocurrido.

1. La “performance” de los secundarios. Aunque sepamos que los focos no se posarán sobre ellos, la actuación de Harrison Barnes, minimizando el impacto de Lebron y anotando los lanzamientos abiertos, y de Tristan Thompson, dominando el rebote defensivo y concediendo segundas oportunidades en la zona rival, serán determinantes. También la de Iguodala o Richard Jefferson. Quizá la de Love, pero esto resulta más complicado de creer. Y por supuesto la de Green, aunque con esta contemos sí o sí.

2. El primer cuarto. En tres ocasiones han terminado los Warriors por debajo de los veinte puntos el primer cuarto. Aunque expertos en remontada, los de la Bahía no quisieran verse apretados desde el inicio, ante su público y ante la visión de una oportunidad histórica que se escapa. El sentimiento de urgencia debe dejarse notar desde el inicio y los tiros no pueden esperar para entrar.

3. La regularidad que puedan alcanzar Irving y Thompson en cada equipo. Un acceso de fiebre anotadora por parte de cualquiera de estos dos jugadores puede conducir a un parcial difícil de atajar por el equipo contrario. Los Cavs tratarán de provocar cambios defensivos para que su base quede custodiado por un Curry que se ha mostrado endeble (muy endeble) en defensa. Los Warriors, por su parte, intentarán procurarle a su escolta tiros liberados tras rebote ofensivo, juego roto, sistemas o, mejor aún, en transición.

4. Sufrir o divertirse. Este es el dilema que afronta Curry antes del séptimo partido. De que el número 30 de los Warriors sufra o se divierta dependen en gran medida las opciones del equipo. Si se encuentra incómodo en defensa, comete faltas tontas y se sale mentalmente del encuentro, el escenario se presenta lúgubre para los locales. Sin embargo, si consigue robar un par de balones, pasar los bloqueos sin falta o cambio defensivo y entrar en ritmo anotador, Curry se divertirá y con él todos los que hoy desean que ganen los californianos.

5. ¿Humano? Del éxito de los Warriors, y de las circunstancias, en hacer parecer mortal a Lebron dependerá en gran medida que este pueda conducir, o no, a su equipo al anillo. Si anota, asiste, intimida, rebotea y domina mentalmente el encuentro, la NBA tendrá un merecido rey; si no votado, sí al menos bendecido por todos los aficionados. Nos guste más o menos su estética. Aceptemos mejor o peor su tiranía.




UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS