Diario de un encierro. Día XIX





Los agentes de la Continental


Pensándolo bien, podía haber sido mucho peor. Me refiero a la crisis del coronavirus, que podía haber llegado en 1989, y no en 2020, y haber sido gestionada por Micheletti, el entrenador del Snaidero Caserta, equipo que disputó la final de la Recopa frente al Real Madrid, un partido que, como tantos otros de aquella época, convendría no haber revisado con los ojos de la actualidad. De haber sido así, estaríamos todos rezando a la puerta de los hospitales para que Oscar Schmidt perpetrara un milagro, o para que Drazen Petrovic intercediera por nosotros en el más allá, donde se iría, tristemente, poco después.

Créanme, con el comentario sobre el entrenador italiano no quiero más que poner de manifiesto la evolución del baloncesto en apenas tres décadas. No suelo ser crítico con el trabajo de gente que ocupa puestos de responsabilidad, más aún cuando no los he visto trabajar diariamente y no he mantenido ni siquiera una conversación con ellos. Soy muy consciente de la dificultad de entrenar y por eso, normalmente, si adopto una posición en los debates a propósito de la misma, es la del abogado defensor, pero cómo hemos cambiado.

Si me diera por empezar a redactar mañana la novela de un tipo taciturno, solitario, amigo de sus amigos, y más aún de la noche, fumador, aunque a veces solo en privado, un tanto altivo cuando se le increpa y con un toque seductor que disimula cuando su esposa y sus hijos están delante, elegiría la figura de un entrenador de los 80 o 90, presa fácil de los abogados especialistas en divorcios, alter ego involuntario de los detectives de Chandler, solo que sin ese gusto obsesivo por las rubias. En este caso podían ser también morenas. O pelirrojas.



El hecho de que aún sobrevivan algunos entrenadores de aquella generación, habla muy bien de Darwin y de su teoría de la supervivencia del más fuerte. Los que siguen sentados en los banquillos han demostrado ser los que más sabían de baloncesto, los que mejor supieron rodearse y los que mejor se han sabido mover por las alfombras rojas del mundillo, también por sus cloacas. Y digo esto elogiándolos por su instinto, capacidad de persuasión y adaptación.  

Si el relevo generacional no ha llegado antes, amén de por la existencia de un cierto conservadurismo instalado en el imaginario colectivo del sector y un moderado clientelismo que hace que las redes de confianza se expandan muy lentamente, es porque estos detectives de la Continental gozan de toda una serie de valores para el liderazgo del que los jóvenes, más leídos y dotados, probablemente, de mayores competencias, carecen por cuestiones generacionales.

Conviven, por lo tanto, en la actualidad de los banquillos, los hombres (en este caso no abarca mujeres, una lástima) que lo aprendieron todo de la vida adentrándose en sus callejones más oscuros en los años 80 y 90 (Aíto, Pedro Martínez, Luis Casimiro, Salva Maldonado), los alumnos aventajados de estos, que ya han cosechado títulos muy importantes (Pablo Laso, Xavi Pascual, Joan Plaza), y los que vienen cosidos a los libros en forma de licenciatura, máster o posgrado.



En fin, todo para decir que echo de menos formación teórica, pero sobre todo experimental, en cuestiones de autogestión de las emociones, liderazgo, ética,... Manejo la teoría de que muchos de los grandes nombres del baloncesto universitario como John Wooden, Dean Smith o Bobby Knight se ganaron la confianza de sus jugadores al ejercer como maestros y guías y no únicamente como exprimidores de rendimiento. Tienes que amar a tus jugadores, como repetía a menudo Chuck Daly, podría ser el mandamiento único de la iglesia de los entrenadores y, sin embargo, seguimos empeñados en descifrar jeroglíficos, medir la distancia de un arco de meridiano o predecir la próxima pandemia. 



Juego a ser Brian aprovechando que esta noche pasaban en la 2 la famosa película de los Monty Python y os digo (me digo) lo siguiente: amemos a nuestros jugadores, forjémonos un carácter, trabajemos en nuestro carisma y seamos buenos maestros interesándonos de verdad en el futuro de dichos jugadores. Miremos, si no, hacia arriba. Y preguntémonos por qué los dioses del oficio siguen siendo los mismos, a pesar de todos sus excesos, y defectos.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

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