Más dura ha sido la caída






Son muchos los títulos de película que se asoman por mi mente para simbolizar el impacto que ha supuesto el conocer la desaparición del Ros Casares, actual campeón de Liga y Copa de Europa en categoría femenina.

En primer lugar me acordé de aquellos dos jóvenes enamorados de la botella que intepretaron a la perfección Jack Lemmon y Lee Remick en la película dirigida por Blake Edwards Días de Vino y Rosas. Toda una alegoría de la perdición, de la erosión de los valores a cambio de un placer más instantáneo y frugal que después termina convertido en tormento. 



Poco después empecé a pensar en José Coronado y en su magnífico papel en No Habrá Paz para los Malvados y junto a su rostro se dibujó otro, el de Carme Lluveras, la general manager de Ros, una mujer que, en sus viajes por las diferentes canchas de la geografía española, encarnó a la perfección el papel de la bruja de Blancanieves.

Tampoco desentonaría para la ocasión aquella película de 1956 protagonizada por el siempre viril Humphrey Bogart. En ella un periodista es contratado con el único fin de hacer popular a un boxeador, Toro Moreno, a quien pretenden hacer creer un campeón mientras amañan todos sus combates. ¿Cómo se llamaba? Ah sí, Más dura será la caída



Y no, no quiero decir con esto que el leve pero intenso transitar de Ros Casares por la élite del baloncesto femenino español haya sido una crónica de una muerte anunciada, una obra malvada o simplemente un tocomocho. Todo lo contrario. En estos trece años en los que el antiguo Godella ha estado presidido por Francisco Ros sus aficionados han disfrutado de estrellas deslumbrantes, de un juego muy atractivo y, sobre todo, de trofeos hasta decir basta.

Pero ganar no siempre es suficiente y a Ros le ha faltado estilo, eso de convencer además de vencer, aquello que los ingleses llaman “flair”. Flair y, a veces, fair play. Si bien es cierto que poderoso caballero es Don Dinero, Ros Casares ha echado en falta el asesoramiento de un buen banquero. No porque no hayan hecho buenas gestiones, que sí, sino por la falta de elegancia de alguna de sus escaramuzas en el mercado. Para Ros Casares fichar siempre tuvo un doble sentido: reforzarse y debilitar. Así, fiel a la cita de todos los veranos, el equipo valenciano se llevaba para la costa levantina a todas las jugadoras determinantes de los equipos que se atrevieron a poner en solfa su hegemonía.

Aun así, pese al recelo con el que miramos, por éstas y otras triquiñuelas, los aficionados de Perfumerías Avenida al equipo valenciano, lo cierto es que ayer fue un día triste para el baloncesto. La crisis económica nos está conduciendo hacia un equilibrio a la baja en un proceso en el que los cadáveres se acumulan en las cunetas. El baloncesto, para nuestra desgracia, es dentro de un barco repleto de mujeres y niños, el más viejo del navío, un hombre al que nadie le ofrecería un bote, ni siquiera un flotador. Sólo la NBA, poderoso galeón, se mantiene firme en pleno temporal gracias a lo consagrado de su producto y a su constante afán de renovación. Mientras, en España, la ACB está tocada de muerte y otros campeonatos, más modestos, como la propia liga femenina, tienen dada una certera estocada.

De esta mala noticia me quedo con el hecho de que Ros Casares mantendrá su estructura de cantera. Ojalá el día de mañana puedan jugar en Valencia las mejores del mundo sin necesidad de sacar a relucir la chequera. Ojalá que los futuros éxitos pasen por un modelo basado en la enseñanza y no en castillos en el aire sujetados sobre ese efímero pilar que puede llegar a ser un fardo de billetes de quinientos.

Finalizado el entierro toca mirar al futuro y enarbolar la bandera de un modelo de baloncesto basado en el trabajo diario con esas niñas que aún miran con la inocencia de quién no ha sido corrompido por la infectada noción de la propiedad. La misma que llevó a Ros por el sendero equivocado.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Oh là là






Acomódense en el carruaje. Disfruten de los faroles de hierro y de las cuestas repletas de pintores. Sean bienvenidos al París de Napoleón III, el de los bulevares y la Ópera, el del banquero ricachón y la recatada burguesa. Permítanme una recomendación. No dejen de visitar el Moulin de la Galette y su fantástico espectáculo de cancán.

Dirige la orquesta Tony Parker, un belga de raíces parisinas, un número 30 del Draft de 2001, un robo, otro más, de los perpetrados por los San Antonio Spurs en la lotería de todos los junios. Un virtuoso de la batuta, un maestro del allegro que no desdeña, en absoluto, los ritmos más lentos. Durante el tercer cuarto del partido de anoche simplemente bordó el baloncesto y le enseñó a Westbrook que esto es mucho más que saltar y correr. Parker, después de un master de once años junto a Popovich, es un diamante pulido, un jugador que entiende cuándo ha de entrar a canasta, tirar en suspensión o doblar el balón. Su cambio de ritmo de rápido a más rápido es simplemente indefendible. Su “floater” o tiro por elevación, un recurso menos carismático pero más efectivo que el del propio Navarro. 



Pero no todo el mérito es suyo. Parte se lo debe a todos y cada uno de sus compañeros, a esos que de manera individual leen de manera impecable el baloncesto. Y es que el juego de los Spurs no tiene nada de complejo o elaborado. No son los sistemas de Popovich un laberinto indescifrable. Todo lo contrario. Todo se basa en conceptos simples y por ello bellos. Tirar cuando estoy solo, dividir cuando tengo un defensa encima y moverme después de pasar para generar espacios dentro y fuera mientras la bola no ha dejado, en todo este tiempo, de moverse al ritmo de la música.

Una música fusión de ritmos procedentes de diferentes lugares del globo. Los San Antonio Spurs demuestran que la mezcla perfecciona la especie, que la diversidad es riqueza. Diversidad no sólo de culturas y procedencias. Diversidad también de generaciones y escuelas. La LEGA italiana, la ACB, española, la LNB francesa, Wake Forest, Carolina del Norte, Pittsburgh, Vandervilt, Florida, San Diego State. Muchos manuales unificados en uno solo gracias a la imponente presencia de un Gregg Popovich a quien sus jugadores respetan no por lo que parece y sí por lo que es.

Quiso Scott Brooks emponzoñar el partido, ensuciar lo que hasta entonces estaba siendo un tercer cuarto de fantasía por parte de los de San Antonio. Utilizó una táctica, para asombro de todos, permitida por el reglamento. Sus pupilos golpearon una vez tras otra el cuerpo de Splitter para llevar al brasileño a la línea. El ajustado parcial de 9-7 en el transcurso de esta estrategia demuestra que el sentido era otro. Romper el ritmo, enfriar a Parker. El posterior acercamiento de su equipo en el marcador le dio la razón y el hecho de que Popovich ya hubiera utilizado esta misma treta en el pasado les iguala en términos de autoridad moral.

Si Brooks puede apuntarse este tanto qué decir del juego de Durant o Harden quienes, con máxima eficiencia, provocaron que el partido llegase abierto a los últimos minutos. Ellos prefirieron hacerlo sin orquesta, de una manera más improvisada gracias a un talento natural basado también en la mezcla genética de la que provienen. Si Durant, con sus 2,08 metros de estatura es un espécimen único de ser humano, a Harden le ampara una técnica individual muy depurada amén de una mano izquierda a la altura de la de Jimmy Hendrix.

Por suerte, tras el impasse, la música volvió a sonar en el Moulin y el cancán se mezcló con algún tango para despedir una noche en la que, como casi siempre, ganó el mejor. El equipo mejor entrenado. El equipo mejor dirigido. La orquesta mejor afinada. Amanece en París mientras en Oklahoma la noche sigue cerrada. Nadie duerme. Allí todos se encomiendan al Dios Durant. 



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

A mitos no Sixers, a mitos no





En Philadelphia, la ciudad del amor fraterno, el deporte se vive con mucha intensidad. Con los Flyers (hockey hielo) eliminados, los Phillies (beísbol) últimos de su división y los Eagles a la búsqueda de una identidad propia más allá de los milagros que pueda hacer Michael Vick, todos los esfuerzos se vuelcan ahora en lo que puedan lograr los de Doug Collins en el séptimo partido de la Semifinal de Conferencia contra los Celtics. Y si no me creéis comprobadlo vosotros mismos visitando esta página.

Desde que en 2001, de la mano de Larry Brown y con Allen Iverson como estandarte, llegaran a la final de la NBA han pasado once años. Once años instalados en la mediocridad marcados por la inestabilidad en el banquillo y por la ausencia de jugadores franquicia. Sólo un hombre ha permanecido fiel en todos este tiempo. Su nombre es Andre Iguodala y, aunque no se trate de una estrella, pocos jugadores pueden presumir de una mayor honradez profesional. Iguodala es el pegamento que mantiene unida a una plantilla muy joven sustentada sobre el talento de los Holiday, Williams o Turner. Elton Brand, antiguo número 1 del draft hace las veces de veterano e inculca, a través del ejemplo, profesionalidad dentro del vestuario. Doug Collins, acusado durante su época en los primeros Bulls de Jordan de excesivamente táctico, ejerce ahora de maestro de escuela insistiendo en aspectos como la dureza mental o la agresividad defensiva.

Ahora los jóvenes Sixers tienen a los veteranos Celtics contra las cuerdas. La lesión de Avery Bradley ha venido a aumentar la porosidad de la defensa verde, una retaguardia que con Ray Allen de vuelta a la titularidad, sufre en sus carnes el poderoso juego uno contra uno de los de Philadelphia. Por otro lado, jugadores como Allen o Hawes, gracias a su acierto desde los cinco metros, están consiguiendo sacar a Garnett de la zona impidiéndole desarrollar su fantástica defensa de ayudas.

Un hipotético buen arranque haría que el factor cancha se volviese en contra de unos jugadores de los Celtics que saben que están disputando sus últimos minutos juntos. Si el marcador se pone a favor de los visitantes no se sorprendan si Pierce, Rondo o Garnett empiezan a asumir el papel de superhéroes y que Doc Rivers se sienta incapaz de dominar esos egos revividos. Sólo una cosa podría salvar entonces a los de Boston. La mística de un parqué que aunque trasladado de lugar aún conserva las huellas, el sudor y la sangre de los muchos hombres que a lo largo de la historia de la franquicia del trébol se enfundaron la chamarra verde para conducirla a 17 anillos y a otras tantas noches inolvidables. 



De mística, de héroes y leyendas, tiraron también los Sixers al comienzo del sexto partido. En el videomarcador recordaron la victoria de 1982 ante los Celtics de Larry y el propio Allen Iverson, arruinado no sabemos cómo, se dirigió a la grada para demandarles un apoyo incondicional. Y funcionó. Pero en esa batalla de mitos, en esa partida de ajedrez, Boston juega con blancas. En la grada del Garden estarán Bob Cousy, John Havlicek, Tom Heinshon (comentarista para la televisión), Danny Ainge (General Manager) y Bill Russell (11 anillos, 9 de ellos consecutivos). Puede que también Kevin McHale o Robert Parish. Quizá Dave Cowens. Seguro Red allá en el cielo puro en mano. También Larry, en su rancho de French Lick sentado frente al televisor. Célticos exitosos, célticos de pura cepa que en un duelo de históricos ganarían, estoy convencido, a los Erving, Barkley, Moses Malone, Allen Iverson o Wilt Chamberlain. No porque uno a uno los Celtics tuvieran mejores jugadores. Sí porque, a diferencia de éstos de los Sixers, la mayoría de los mitos vivientes de los de Boston no conocieron más color que el verde. El verde y el blanco de la franquicia más exitosa de la historia del baloncesto. 



Déjenme hacer una doble apuesta. Si el partido se juega en transición, de un modo físico y a pecho descubierto gana Philadelphia. Si, por el contrario, el encuentro se convierte en una batalla de orgullo y tradición, de amor al baloncesto, entonces, queridos amigos, ganan los Celtics. Los de ahora y los de antes. Los de siempre. Que así sea. 



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Lebron Wade






Ya sabemos el nombre del tercer finalista de conferencia. Serán los Miami Heat, los mismos a los que criticaba en un pasado post por la toxicidad de sus activos y por el escaso compromiso que hasta entonces había demostrado Dwyane Wade. Desde aquel partido, desde aquella charla animada entre Spoelstra y Wade, los Heat han presentado en el campo una agresiva defensa basada en la presión de las líneas de pase y en el colapso casi total de la zona.

En el otro lado de la pista Miami decidió hacerlo sencillo, simplificar el juego y confiarse a la inspiración de su mejor jugador, Lebron Wade, una especie de híbrido que viene promediando 70 puntos en los últimos tres encuentros. Con cinta o con ella, con el “3” o con el “6”, los Pacers sólo pudieron ver cómo una vez tras otra, y a pesar de la intimidación de Hibbert, este jugador alcanzaba las inmediaciones del aro para golpear la moral de unos chicos de Indiana que, además de pagar la novatada, se tuvieron que enfrentar a la mejor versión de una dupla que, perdónenme los amantes de aquella otra Jordan-Pippen (y otras como Robertson-Alcindor o Bryant-O´Neal), dentro de unos años, tal vez, logre consolidarse como la mejor de todos los tiempos.

Lebron y Wade se sienten más cómodos sin Bosh. Los espacios se multiplican con la fórmula de un jornalero, dos tiradores y dos estrellas. En ocasiones, en el baloncesto, como en la cama (más allá de gustos) o en el baile, tres son multitud. Fueron claves, anoche, los triples de Mike Miller pues éstos vinieron a arruinar los planes que Vogel tenía para los dos últimos cuartos. Cómo doblar a Lebron o a Wade, buenos pasadores especialmente el primero, si el precio a pagar es dejar abierto a un Mike Miller con la mano tonta.

Y claro, en esas células de aislamiento con espacios infinitos que diseñó Spoelstra, no hay dos tíos mejores que James y Wade. Dando una clase de cómo utilizar el primer paso, a través de salidas abiertas o cruzadas, tras finta o sin ella, rompieron en pedazos la zona rival y, ante la presencia del gigante Hibbert, nos dieron otro clínic de cómo utilizar el cuerpo para anotar con oposición cerca del aro.

Ténganlo claro. No es sólo físico. Es tacto. Es dominio del cuerpo. Es ambición. Es deseo. Es talento. Son muchas horas de entrenamiento en las frías canchas de Akron y Chicago. Después de lo visto ayer, aunque ello suponga enmendarme la plana a mí mismo, los Heat tienen el panorama despejado para llegar a la final de la NBA. Eso sí, ya sea su rival Boston o Philadelphia, pueden ir entrenando ataques contra zona porque ni Rivers ni Collins estarán dispuestos a ver cómo ese jugador soñado llamado Lebron Wade les anota una vez tras otra debajo del aro.

Si me ven por la calle no se preocupen si no les saludo. Hablé y Wade me calló la boca.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Ligero de equipaje






Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.


Entiendo que es casi un insulto ponerse a juntar letras después de transcribir los últimos cuatro versos del Retrato de un poeta, Antonio Machado, que nos dejó a lo largo de su vida estrofas de calidad sublime. Sin embargo, impetuoso y fanfarrón, me he propuesto hablar, a colación de estos versos, sobre el carácter apátrida de los entrenadores de baloncesto, sobre su maleta siempre a medio hacer situada en el umbral de la puerta.

La primera víctima de este vaivén, de este tiovivo del que van desapareciendo los niños a medida que da vueltas, ha sido Stan Van Gundy, el mismo que condujo a los Magic a su mejor opción de vencer un anillo en 2009, un campeonato que se pierde, o se deja de ganar, cuando Courtney Lee falla completamente sólo bajo el aro, en el final de un segundo encuentro que bien podría haber cambiado el destino de la serie. 



Sin embargo, el crédito del pequeño de los Van Gundy no se agotó al perder aquellas finales. Desde entonces han pasado tres años en los que los resultados han ido en franca regresión como consecuencia de múltiples factores entre los que se cuentan el descontento de Howard, la mala planificación de la plantilla y la sobrevaloración de algunos activos que no han sabido, o podido, estar a la altura del desafío que supone el jugar con el cinco más dominante de la actualidad. Parece evidente que el trabajo ha tenido más sombras que luces. Es un hecho que el modelo basado en un hombre interior rodeado de cuatro buenos lanzadores no funciona si no lo acompañas de otros tipos de amenaza y, sobre todo, de una defensa competente.

Ahora Stan ha pasado a ocupar esa nómina de entrenadores parados de la que sólo se sale con un buen agente y buenos contactos. Le esperan meses de revisar vídeos, de actualizar métodos, de preguntarse cómo y cuándo se evaporó la química de estos Orlando Magic y se abrió, para siempre, la puerta de salida.

Salvo contadas excepciones con nombres y apellidos (Phil Jackson, Pat Riley, Doc Rivers o Gregg Popovich), el resto de entrenadores se encuentra sobre la boca de un géiser a punto de erupcionar. Al fin y al cabo su continuidad no depende de la existencia de un contrato y sí de la valoración que hagan de su gestión propietarios, managers y jugadores estrella. Sobre todo éstos, los Deron Williams o Carmelo Anthony de turno, los ganadores de nada que se creen en posesión de la fórmula de la victoria y la ponen en marcha a costa del futuro de sus técnicos y el de sus familias.

En el deporte nunca un interés pasado garantizó una rentabilidad futura. Del mismo modo, tampoco un entrenador, por más aptitudes que tenga y por más horas que empeñe en su labor, puede asegurar que la pelota vaya a entrar por el aro. En una liga de treinta equipos en la que sólo dieciséis entran en playoffs, cuatro juegan la Final de Conferencia y sólo uno gana el campeonato, veintinueve franquicias, propietarios y aficiones se deben contentar con trofeos menores.

Por ello sería interesante introducir otros baremos a la hora de analizar el trabajo de un entrenador. ¿Se han conseguido objetivos diferentes como practicar buen baloncesto, defender con dureza o conectar con la afición? ¿Se ha conseguido extraer el máximo rendimiento de los jóvenes jugadores? ¿Ha estado unido el vestuario? ¿Los jugadores fueron humildes en la victoria y lucharon hasta el final en la derrota?

No dudo de la honestidad de quienes toman las decisiones. Al fin y al cabo se juegan también su puesto y lo hacen invirtiendo dinero que no es suyo. Pondría la mano en el fuego por todos ellos, pero sólo lo haría sin guantes innífugos por R.C.Buford (San Antonio Spurs) y Danny Ainge (Boston Celtics), los únicos que, comprometidos con la elección de su hombre, le dieron las llaves de la franquicia para que hicieran y deshicieran con la única garantía de su talento y dedicación. Y cuando le das confianza a las personas adecuadas los resultados suelen acompañar.

No siempre los tiempos del dinero, la afición o la prensa son los que necesita un equipo de baloncesto para acabar de formarse, para empezar a trasponer todo lo que se entrena a diario en el gimnasio. Así, cuando la comunidad de intereses deriva en una guerra civil, en el medio de ambos bandos se encuentra siempre, apuntado por todos los rifles, el entrenador, un ser al que en el manual de iniciación siempre se le recomienda, bajo cualquier circunstancia, ir ligero de equipaje. 

 
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El final es el principio





No pudieron elegir una canción mejor los chicos de Digital Plus para despedir el último partido de los Lakers en esta temporada, el mismo que ha marcado el final del año 1 después de Phil y el que, con toda seguridad, ha representado el adiós de Pau Gasol a la franquicia que le rescató de Memphis para conducirle a luchar por la gloria. Atrás, en la carretera, quedaron todos estos años de éxitos y lucha, de sueños compartidos y planes que salieron a la perfección.

Probablemente los Lakers se encuentren en ese pozo que menciona la canción en el que gritar siempre es en vano. En ese infierno en el que nadie te escucha. Sobre todo Kobe, ese guerrero infatigable, ese amante del baloncesto al que en ocasiones le perdieron las formas, pero al que nunca le faltaron esas piezas imprescindibles de todo puzzle personal que son el deseo y la ambición.

No pienso diseccionar, de nuevo, el árbol desde la raíz. Ya lo hice en el pasado y creo que hoy no es el día para saltar sobre los rescoldos de un equipo que lo ha sido todo en el pasado lejano y reciente. Simplemente no era el año y los Thunder, jóvenes, físicos y talentosos, fueron demasiado para ellos.



Es habitual que el principio sea el comienzo del fin. También, desde otra óptica y perspectiva, podemos afirmar que el final es el principio de un nuevo comienzo. No, para los Lakers a los que les aguardan años de tribulación en la búsqueda de nuevas señas de identidad que no deben buscar ni en Bryant, por veterano, ni en Bynum, por inconsistente.

Hablaba de NBA y de la fantástica Final de Conferencia que se nos presenta. Los Thunder tratarán de consolidar ese cambio de guardia que llevan anunciando desde hace un par de temporadas tratando de alocar el partido imponiendo un ritmo frenético en el que el juego en transición sea más relevante de lo que suele ser habitual.

Los de Popovich, en cambio, buscarán que los partidos se jueguen en media cancha, al ritmo que quiere Duncan. No dudarán en doblar la defensa a Kevin Durant aun a riesgo de conceder tiros abiertos a Westbrook e, incluso, Harden. No descarten que Diaw coja a Perkins en el centro de la pista y le lleve a la línea para forzar a Brooks a sacar a su mejor jornalero del campo.

Será interesante ver el duelo entre Parker y Westbrook. El francés y el 0 de los Thunder son agudos puñales que, a pesar de su estatura, se alimentan sobre todo de puntos en la zona. Si Parker lo logra con virtuosismo, Westbrook lo hace quedándose colgado de la atmósfera del pabellón.

La aportación de los secundarios, el duelo Ginobili-Harden y la posibilidad de utilizar quintetos pequeños, serán otras de las claves que determinen el resultado final de una eliminatoria que promete llegar a los siete partidos. Sírvame el factor cancha para apostar por los Spurs. Bueno, el factor cancha y el método Popovich. 4-3 Spurs.

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Y este cuento se acabó






Se evaporan ya las últimas gotas de sudor. Se guardan, hasta nueva orden, los relojes y las flechas de posesión. Se acerca el verano con su parsimoniosa melodía y su vestido de colores pardos. Finaliza el baloncesto de competición y toca hacer un pequeño balance.

Hoy, 20 de mayo, fecha señalada para madridistas (la séptima) y culés (la primera), es también el día en que han concluido las competiciones autonómicas para todos los equipos del Club Baloncesto Santa Marta entre los que se encuentran los dos, el Cadete A y el Infantil, en los que he procurado aportar mi granito de arena. Se da carpetazo a mi primera temporada en la categoría regional, a nueve meses en los que, con total seguridad, me equivoqué más que acerté.

Prefiero achacarlo a ese mal que se cura con el tiempo del que hablaba Jardiel Poncela, a esa juventud que luego tanto se añora por lo inconsciente de sus acciones y lo súbito de sus pensamientos. Algunas situaciones se me fueron de las manos, algunos chicos no progresaron según lo esperado y algunos partidos se esfumaron porque al mando de la pizarra estaba un mal artista que, aunque dibujó lo que quería, no se debió de explicar bien.

El equipo infantil peleó con bravura por cada cancha que pisó. Fue finalista provincial y venció tres encuentros de categoría autonómica, amén de realizar varios cuartos de mucho mérito ante equipos superiores en todas las facetas. Quizá algunos rivales nos quedaron demasiado grandes, quizá la competición no estaba hecha a nuestra más modesta medida. Aun así me quedo con que ningún equipo nos sacó de la cancha, con que en todo momento y circunstancia pudimos realizar nuestro juego basado en las nociones más básicas del “dividir y doblar” y el “pasar y cortar”, en la formación por encima del resultado, en la renuncia a colgarnos del aro para intentar que la derrota fuera menos abultada.

La espina clavada fue perder un efectivo a lo largo del curso, a un chico que, aunque desde el principio dijo jugar obligado, no llegó a conocer las bondades de nuestro juego seguramente porque yo no se las enseñé. Son estas retiradas repentinas las que más duelen, esos fugitivos adioses los que más dudas te generan.

No sé qué nos deparará el futuro o en qué lugar del planeta nos situará el destino, pero estoy seguro de que Mario, Vítor, Héctor, Fernando, Víctor, Diego, Álvaro, Raúl, Antonio, Aarón (no he podido separaros ni en esta relación de nombres), Alejandro, Álvaro, César, Alejandro, Álex, Óscar y Héctor no serán para mí, nunca más, nombres anónimos que no expresan nada y sí diecisiete rostros que, transparentes, me dejaron ver todo lo mucho y bueno que hay en su interior. Sólo espero que con un gesto o unas palabras haya podido ayudaros, que el día de mañana me recordéis como aquel chico enamorado del baloncesto que intentó inculcaros todos los valores que encierra y no como el capullo que os agrandó los balones y os subió las canastas para alejaros de ese sueño de todo jugador de mini que es hacer un mate.

Qué decir de los cadetes, de esos adolescentes en busca de un hueco en el mundo, tan necesitados de cariño como de un par de consejos a tiempo. Fue una gran experiencia poder ayudar en lo posible a Nacho Iglesias, un fantástico entrenador, compartir con él largas conversaciones de teléfono con este equipo y su progresión como telón de fondo. Fue, para qué engañarnos, una temporada un tanto frustrante, por debajo de las expectativas generadas y de las ilusiones depositadas en una generación que fue cuarta de Castilla y León en infantiles. Me guardo algunos momentos para el recuerdo. Por ejemplo aquel emocionante partido en Plasencia en el que uno de nuestros jugadores me anunció, un par de horas antes del inicio, que sería el último en unos cuantos meses debido a que debía ser sometido a un agresivo tratamiento contra un cáncer del que, por fortuna, está saliendo victorioso. Y cómo olvidar aquellos cuarenta minutos de Zamora cuando aún soñábamos con meternos entre los ocho mejores de la región, con algunos jugadores disputando minutos más propios de un profesional con los ojos inyectados en sangre y las encías a punto de salírseles por la boca y con otros chicos sacrificando su físico por el bien de una empresa colectiva que por momentos, en diciembre, parecía transitar por la senda correcta. Un punto abajo en la cancha del C.B. Tormes “B” cambió todo el panorama y nos relegó a competir por objetivos más modestos. Con el sueño de clasificarnos truncado, al equipo le empezaron a pesar las piernas y, lo peor de todo, se llegaron a perder alguna de las señas de identidad que lo hacían único y especial. No sé si se nos acabó el amor de tanto usarlo, pero en determinados momentos lo que seguro perdimos fue la fe.

Sin embargo, y aunque pueda parecer contradictorio, las siempre inoportunas lesiones espolearon a algunos jugadores. Viajando con seis o siete efectivos a Valladolid o León, algunos chicos que venían disputando menos minutos se doctoraron aportando todo aquello que silenciosamente venían labrando en el túnel del viento de todo jugador de baloncesto, las sesiones de entrenamiento. Acabamos con cuatro ante Ponce y estuvimos a punto de vencer. Viajamos con siete a León y nos partimos el rostro. Los cadetes se dejaron la piel y por eso no hay lugar para el reproche.

Menos aún en el día en que jugaron su último partido, un partido jugado con pasión y en el que nuestros dos capitanes se reencontraron con el tacto del balón y con el calor de la grada. Puede que esta generación se reencuentre dentro de dos años, pero lo cierto es que cada experiencia vivida es única e irrepetible. Cambian los tiempos, cambian las reglas, evoluciona el juego y, sobre todo, nosotros nunca volvemos a ser los mismos. Igual que, como dijo Heráclito, no podemos bañarnos dos veces en el mismo río, tampoco se podrán repetir las aventuras que esta temporada, ya pasada, nos dejó por el camino. Nos quedarán los recuerdos fotográficos y los momentos compartidos. Nos quedará, es lo único, la memoria para que todo, lo bueno y lo malo, pueda ser revivido en torno a una mesa de café dentro de unos cuantos años. Gracias, chicos, por el compromiso y la lealtad hacia este deporte y este club. No dejéis de disfrutar del baloncesto.

Añado esta foto de ayer con los cadetes. A ver si os van echando un vistazo los ojeadores NBA.

 

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Bankia en Miami





Llueven dagas en el sur de Florida. La crisis bancaria ha llegado a la península de las paradojas, a la misma que acoge a famosos y balseros, a Enriquitos y Elianes González. Después de ser la anfitriona de éxitos televisivos como Corrupción en Miami o CSI, el nuevo producto de la CBS se titulará Bankia en Miami.

Y es que, al igual que la antigua Caja Madrid, los Heat están apestados de activos tóxicos, de jugadores que, cobrando sueldos muy por encima de su rendimiento, dedican sus veranos a deleitar sus paladares con cocktails de todo tipo. Me refiero a los Mike Miller, Eddy Curry o, incluso, a un Shane Battier que, once años después, sigue viviendo de las rentas de lo conseguido y aparentado jugando a las órdenes de Coach K en Duke. Ahora, descubierto el velo, sólo queda un tres inútil en ataque y sobrevalorado en defensa, un falso “stopper” que, anoche, emparejado con David West, hubo de recibir múltiples ayudas para no ser violado en el poste bajo.

Nauseabundo empieza a ser, también, el olor que desprende el otrora enseña de la franquicia, el mismo que a base de faltas inventadas por los colegiados condujo a los Heat al único anillo de su historia en 2006. Entiendo que muchos idolatréis a Wade, que alucinéis con sus crossovers o con sus finalizaciones cerca del aro. Nunca fue mi devoción. Si afirmé, en un post anterior, que Kobe desconocía las claves del secreto, el 3 de los Heat no debe conocer siquiera su existencia. Fue curioso verle encarándose con su entrenador porque no le felicitó después de seleccionar mal los tiros o por no cubrir el balance. O quizá lo hizo porque despertó y se dio cuenta de que su juego no ha evolucionado ni un ápice desde aquel ya lejano 2006. Y las defensas lo saben. 



Como saben también, los entrenadores rivales, que el único valor que se sostiene en estos Heat es Lebron James. El rey está cada vez más solo. Lesionado Bosh, única referencia interior de una plantilla confeccionada para ganar múltiples anillos (después de tres minutos de carcajadas retomo la escritura) a Lebron James sólo le queda tirar de épica y casta. Tal vez ahora lamente “The decission” y se dé cuenta de que estaba mejor rodeado en Cleveland. Maurice Williams, Antawn Jamison, Anthoyny Paker, Ilgauskas o Gibson eran mejores y más fieles escuderos que Pittman, Anthony, Miller o Turiaf y Mike Brown era mucho más devoto de su juego que un Spoelstra que, aunque cada vez más convencido, aún sigue hablando de compartir el balón mientras coloca de titular a un valor seguro como Dexter Pittman. 

El Rodrigo Rato de los Heat es Riley con la diferencia de que a éste no le mueve de la silla ni Dios. Si aún no está en el banquillo es porque sabe que el modelo ha fracasado, que de poco sirve juntar tres estrellas si éstas no entienden lo que es necesario para ganar. Si hubiera visto posibilidades reales de anillo no tengáis la menor duda de que en febrero se habría colocado de nuevo a pie de pista para hacerse una nueva foto como campeón tal y como hiciera en 2006. Pero si de algo sabe Riley es de baloncesto. Y al baloncesto estos Heat, menos aún sin Bosh, no pueden competir contra equipos como Boston, Oklahoma, San Antonio o, incluso, Indiana Pacers.

Y si los activos son tóxicos, los pasivos, las deudas contraídas, son billonarias. ¿Recuerdan a Lebron prometiéndole a la fanaticada uno, dos, tres y hasta ocho anillos de campeón? Por muy hiperbólico que fuera el contenido del mensaje, la arrogancia que destilaba les convirtió de pronto en el equipo más odiado del campeonato. Pueden preguntarle, si no, a los miembros de aquel Madrid de principios de siglo, mal apodado por la prensa como “los Galácticos” cómo se castiga la prepotencia o la osadía. Y si entonces tuvo la culpa la prensa, los chicos de Miami sólo pueden señalar a los culpables mirándose en el espejo. A los Heat, a su modelo ficticio alimentado por una burbuja semejante a la inmobiliaria, son muchos los que le están esperando. No Merkel. Ni siquiera esos etéreos entes llamados mercados. Sí muchos aficionados. Los mismos que respiramos hondo cuando comprobamos que los Mavericks, tirando del manual del juego colectivo, bajaron de la nube a este gigante con pies de barro que son los Heat. 



Las acciones de Miami se desmoronan tan rápido como las de Bankia. Los mensajes que, en ambos casos, se intentan hacer llegar son de tranquilidad y prudencia. Con 2-1 en la eliminatoria aún queda muco baloncesto que jugar. Mientras tanto, y dado que aquí no hay fondo de garantía de depósitos, yo recomiendo sacar el dinero, vender las acciones y apostar por el baloncesto en su estado más puro. El que se juega en Indiana, el que se fundó en Massachusetts y el mismo que Popovich exportó a San Antonio. 



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Al este del Misisipi





Uno de los muchos vagos recuerdos que conservo de mi infancia es el de Pepe Navarro presentando “Esta Noche Cruzamos el Misisipi” (lo veo ahora y no me explico cómo no he podido borrarlo de la cabeza). Probablemente por ello, éste fue el primer nombre de río que aprendí. Bueno, éste y el del Hoang-Ho, el Río Amarillo, que por la similitud fonética que presenta con mi nombre me condujo a ser la diana de todo tipo de bromas. 



El Misisipi, al menos desde el siglo XIX, se ha caracterizado por ser una especie de frontera natural en el interior de los Estados Unidos. En la época de expasión hacia el oeste esta masa de agua marcaba el inicio de lo desconocido, de ese fantástico e inexplorado mundo repleto de oro y metales preciosos al que se referían las leyendas. Ahora, en medio de un mundo globalizado, este río sigue desplegando su efecto barrera dividiendo dos concepciones, dos formas distintas de entender el baloncesto que tarde o temprano acabarán colisionando.

Quienes desde Europa critican el baloncesto NBA suelen partir de un argumento falaz. Hablan de él como si se tratara de uno solo, como si todos los entrenadores fueran hombres de un único libro. Olvidan que Estados Unidos es un país con dimensiones continentales en el que en cada valle, en cada cuenca, se concibe la vida de una manera distinta. Y como la vida, también el baloncesto. Dado que es imposible descender a ese nivel de detalle, poner la lupa en lo que se cuece en cada gimnasio, me conformaré con discutir las diferencias que existen entre las características del juego que se disputa en una y otra conferencia de la mejor liga del mundo.

Esta diferencia sienta sus raíces en los años 60, una década en la que los Lakers y los Celtics se enfrentaban año sí y año también en las finales de la liga en una lucha por algo más que un campeonato. Así, mientras los Lakers acumulaban estrellas como si fueran cromos (Jerry West, Elgin Baylor, Wilt Chamberlain,...), los Celtics se ponían en manos de Red Auerbach para que éste conformara un equipo desprovisto de egoísmo al servicio de un objetivo común.

En los años 70, los del “vive y deja vivir” y el “haz el amor y no la guerra” las diferencias se recrudecieron. En medio de una década calificada por los historiadores del juego como oscura, los Blazers de Luke Walton se erigieron en una especie de antorcha. Mientras, en el este, de nuevo los Celtics, ahora sin Russell pero con Cowens, se imponían en dos finales tirando de épica y corazón. 



Este choque de estilos experimentará una tregua durante los gloriosos años 80, en la para muchos, época dorada del baloncesto NBA. En ambas conferencias, a uno y otro lado del país, se sucedían los partidos por encima de los 200 puntos, las transiciones vertiginosas y las defensas con la mirada. Descansar en defensa para lucir en ataque. Así funcionaban la mayor parte de equipos y en esa batalla exclusivamente ofensiva se impusieron los equipos con mayor talento, los que dominaban la zona y quienes tenían a los mejores clutch players. Ganaron los Lakers porque tenían a Magic, Worthy y Kareem. Ganaron los Celtics porque tenían a Bird, McHale y Parish. Ganaron los Sixers porque tenían a Erving, Cheeks y Malone. Ganaron los Pistons. Ay no, perdón, que aquí cambió la historia. 



No es que anduvieran cortos de talento los Thomas, Dumars, Aguirre o Laimbeer. Lo que ocurre es que fueron ellos los primeros en transformar los partidos en una pelea de barra de bar. Poco hubieran podido hacer los Bad Boys contra los últimos coletazos de los Lakers del Show Time o contra los primeros pasos del equipo llamado a dominar la década de los 90 de haber puesto sobre la mesa las mismas armas. Así, a base de dar primero y preguntar después, jugando posesiones de 24 segundos y confiándose a la inspiración de Isiah Thomas los chicos de la Motown pudieron ganar dos anillos.

Los sucesores de los Pistons fueron los Bulls y si por algo se caracterizó aquel equipo de Chicago fue, además de por contar en sus filas con el mejor jugador de todos los tiempos, por su aguerrida defensa. Con Pippen apretando siempre al encargado de subir el balón, los Bulls de los tres primeros anillos presionaban en toda la cancha después de canasta y tras tiempo muerto. Con ello, más allá de robar balones, conseguían retrasar el ataque rival obligándolo a realizar tiros de bajo porcentaje. En todos los anillos previos a la primera retirada de Jordan, los que van desde 1991 hasta 1993, los Bulls vencieron en la final a conjuntos cuya filosofía de juego recordaba aún a la de los años 80. Lakers, Blazers y Suns triunfaron en el oeste, pero poco pudieron hacer ante un estilo de baloncesto que poco a poco iba cobrando prédica al este de los Apalaches como confirma el creciente prestigio de entrenadores enseña del catenaccio como Larry Brown, Pat Riley (sí, el que después de dejar Los Ángeles se cae del caballo y empieza a practicar un baloncesto en las antípodas del “show time”) o Jeff Van Gundy. 



En el período finisecular, y también en el siglo XXI, sólo un equipo, tejano para más señas, se equivocó de conferencia. Me refiero a los San Antonio Spurs y al juego controlado que practicaron durante sus cuatro anillos enseñando, desde dentro, cómo el modelo de defender primero y atacar después es el más apropiado para conseguir títulos. Echando la vista atrás, si tomamos como referencia el año 1991, nueve anillos fueron a parar a la Conferencia Este y doce a la Oeste. De estos doce cuatro fueron de los Spurs, un equipo que, como apuntaba, se impuso gracias a un estilo más propio del este. Asumiendo, que es mucho decir, que los Lakers de Phil Jackson, Los Rockets de Tomjanovich y los Mavericks de Carslile ganaron jugando con el modelo propio de su conferencia, la realidad es que 13 de los 21 títulos que se dirimieron en este período cayeron en las manos de un equipo del este fuerte en defensa o en las de unos San Antonio Spurs que, bajo esta misma premisa, sentaron las bases de una irrepetible dinastía que todavía puede ver ampliado su palmarés en breves semanas. 



De vacío se fueron los Kings de la tortilla de patata y el tocata de pilas (qué genial Montes), los Blazers de Mike Dunleavy, los Mavericks de Nash, Nowitzki y Don Nelson y los Lakers de los Cuatro Fantásticos. Cuatro equipos que o no pudieron, o no supieron, o no quisieron defender. Sus ataques nos dejaron madrugadas de ensueño, pero ya se sabe, no fue hecha la gloria para los vencidos.

Nos guste más o menos. Nos identifiquemos o no con el estilo de juego, lo cierto es que el baloncesto del este ha demostrado ser el más efectivo. Y yo, aunque fui un enamorado de los Kings, también me identifico más con sus claves e ideario. Con la pureza del baloncesto que se disputa a orillas del Atlántico. Al este del río Misisipi.

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¡Viva el basket, viva Grecia!






Por primera vez en muchos años, tal vez desde que ganaran la Eurocopa de fútbol en 2004, las calles de Atenas fueron ocupadas por gente feliz y orgullosa y no por ciudadanos expropiados de su alma buscando cambiar lo inmutable.

La final de la Euroliga estuvo secuestrada durante diez minutos por los entrenadores. El primer cuarto lo ganaron los equipos técnicos y los encargados del scouting. Las defensas se anticiparon a todos los movimientos de los ataques dejando que el balón circulara por las manos menos diestras como queda reflejado en el 10-7 del primer parcial.

En el segundo cuarto, mientras el ataque griego, falto de ideas, seguía viendo el aro como el agujero por el que se introduce un pequeño pendiente, Teodosic se apoderó del encuentro para poner al CSKA catorce puntos arriba al descanso después de una magistral secuencia de tres triples consecutivos. Aquello, que parecía la sentencia, se convirtió en un arma de doble filo para los rusos. Cuando hizo falta la colaboración de más gente el base serbio se encontró solo. Había dejado de jugar con los compañeros. Le perdió su narcisismo. Su juventud.

En el tercer cuarto todo se igualó. El baloncesto se volvió más fluido y el CSKA parecía encantado de haberse conocido. Anotaba de todas las formas posibles y no le importaba que Olympiacos le devolviera las canastas en su propio aro. Con una ventaja de quince puntos y con los mejores jugadores sobre el parqué no había nada que temer.

Pero nunca hay que subestimar a un equipo entrenado por Ivkovic. Tampoco a un conjunto griego que, tras la crisis económica del país, se refundó sobre las viejas cenizas del anterior modelo basado en la contratación de estrellas y jugadores mediáticos. Ahora la camiseta era defendida por griegos, por griegos de verdad, descendientes de quienes habitaron la península en el pasado, más espartanos que atenienses, más hijos de Leónidas que de Sócrates. Fue la remontada de ayer, 18 puntos en 12 minutos, una prueba digna de Heracles, una gesta alejandrina. Papanikolau dijo “podemos” y, cual Bucéfalo, todo el equipo se montó sobre sus hombros para intentar la gesta.

Para entonces el equipo ruso había dejado de jugar al baloncesto, se había confiado a la inspiración de Teodosic y a lo que pudiera barrer Kirilenko. Los balones sueltos, los rebotes y los triples empezaron a caer del lado griego. El miedo a ganar de los rusos atenazó sus muñecas y paralizó sus piernas. La posibilidad de vencer, de remontar y dejar un episodio para la historia, movió a los chicos de Olympiacos a pelear el partido hasta el último segundo. Lo hicieron por su afición, la que nunca les abandona aunque esta vez sólo tuviera que atravesar el Estrecho de los Dardanelos. Lo hicieron por un país intervenido que sólo se siente libre cuando juega al baloncesto.

Libres, también, son los tiros que se realizan a 4,60 metros del aro sin oposición. Los que de punto en punto pueden marcar el devenir de un encuentro. Aquellos que se realizan siempre bajo las mismas condiciones de ausencia de viento y rival y a la misma distancia. Pura repetición. Eso, claro, si no piensas en lo que significan. Pensaron Kirilenko, Teodosic y Siskauskas. Fallaron. No lo hizo el inconsciente Papanikolau. Acertó. Puso a uno a su equipo y tras los tiros libres fallados por el lituano, Spanoulis cogió el balón y tras driblar todo el campo en menos de cuatro segundos dobló la bola para que Printezis, otro griego al que le delatan sus facciones, anotara un pequeño “floater”, una sutil suspensión a una mano que acabó entrando y dándole la segunda Euroliga a un equipo, el ateniense, que desde los años 90 se encuentra en la élite continental.

La remontada nos dejó un buen sabor de boca. Arregló un partido gobernado por los entrenadores y disimuló las carencias técnicas y de talento de muchos de los jugadores sobre el parqué. Los primeros minutos nos enseñaron que es necesario ampliar el ancho de la pista e introducir la técnica por tres segundos defensivos. Los últimos, que el baloncesto, se juegue con las regles que se juegue, es siempre un deporte apasionante, la vida en una pequeña maqueta, un sueño (a veces pesadilla) de cuarenta minutos.

Si Andrés Montes hubiera narrado la última canasta de Printezis estoy seguro de que hubiera dicho dos cosas. Una, que la vida puede ser maravillosa. La otra “que viva el basket”. Yo me permito añadir, estimado Andrés, “que viva Grecia”, ese país en el que nació la filosofía y en el que se puso la semilla de la democracia. El mismo que hoy se encuentra en la UCI por el simple hecho de que los partidos de la economía se juegan al juego de los políticos y no al de los hombres de verdad. Al baloncesto. (No os perdáis este vídeo, aunque no se vea nada se siente todo).



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El año que vivimos peligrosamente






Viajar a Indonesia como periodista justo antes de que estalle una revuelta política y social es peligroso, sí, pero ser fan de los Lakers en esta temporada tampoco es ningún camino de rosas.

Si, tras un ridículo espantoso como el que supuso tu eliminación la temporada pasada, tu mejor opción para sustituir a Phil Jackson en el banquillo se llama Mike Brown es que te va la marcha. El mejor aval de Coach Brown, dónde hay que firmar, fue alcanzar una Final de Conferencia poniéndose en manos de un Lebron James que nos dejó, en el quinto partido de la Final de Conferencia de 2007 contra Detroit (ver vídeo), una de las actuaciones individuales más memorables que se recuerdan. Después de eso, tras reclutar para sus filas a jugadores como Maurice Williams, Antawn Jamison o Shaquille O´Neal, no pudo hacer nada para no caer eliminado dos veces contra Celtics y otra contra los Orlando Magic. 



A la elección de Mike Brown como entrenador hay que sumar la venta en pública subasta de Pau Gasol. Si tratas a tu segundo mejor jugador, hoy lo ha demostrado, como mera mercancía, no esperes que te regale el mejor año de su vida. Si en todos los sistemas le sitúas a cinco metros del aro y le pones a defender a cuatros que parecen aleros, no esperes que te coja quince rebotes.

Del mismo modo, a este inmerecido escarnio público al que fue sometido el bueno de Pau, hay que sumar la salida a cambio de nada del mejor sexto hombre de la competición, un zurdo de 2,08 metros de estatura capaz de promediar un doble doble en menos de veinticinco minutos de juego. Todo parece indicar que la salida de Lamar Odom fue una especie de antibiótico, un medicamento para curar una gastritis aguda que aún hace que los Lakers vomiten problemas a cada paso que dan.

Problemas de química en primer lugar. Problemas, muchos de ellos, desencadenados por un Andrew Bynum que ha demostrado ser un chico inmaduro. No sólo por bailar el Waka-Waka mientras debía estar tratándose su rodilla, sino también por enfrentarse a su técnico en varios partidos de temporada regular. Por este motivo Mike Brown ha tenido que actuar más como un profesor que como un entrenador, como un padre que como un estratega. Esto, que es habitual en los equipos de cantera, sorprende en el seno de una organización tan profesionalizada como los Lakers en la que todos, multimillonarios, deberían pensar en el beneficio del colectivo. 



Problemas de identidad. Todos reconocemos en el juego del pase extra a los Spurs, en las transiciones vertiginosas a los Thunder y a los Heat y en la dureza defensiva a los Celtics. En el caso de los Lakers sólo sabemos que el último balón se lo jugará Kobe Bryant. Hasta entonces, muy pocas veces se reconoce cuál es el objetivo del ataque, sobre qué parcela del campo se quiere hacer pivotar el juego del equipo. Hoy, en el séptimo partido frente a Denver sí hubo consigna. Brillaron los interiores, 39 puntos 35 rebotes entre Gasol y Bynum, y se generaron espacios para los tiradores. Todo gracias a un Kobe que interpretó mejor su papel de atraer a las defensas rivales y crear juego para sus compañeros.

Pero claro, cuando decides vivir en el abismo, cuando no te aferras al hecho de poseer la mejor pareja interior del campeonato y pones todas tus esperanzas en la mayor o menor inspiración de Kobe, los partidos y también las eliminatorias pasan a depender de detalles. Detalles como los cinco triples de Blake, un hecho que, mucho me temo, no se va a repetir en esta primavera.

Cuando viajas a Indonesia para cubrir un conflicto civil puedes salir enamorado de Sigourney Weaver o convertirte en abono para plantas. Cuando te pones en manos de Mike Brown, ninguneas a Pau y regalas a Odom sólo hay una opción, caer fulminado por una tormenta de juego ubicada sobre el estado de Oklahoma. Los Thunder serán demasiado para estos Lakers que decidieron vivir, casi por capricho, peligrosamente. Apunten un 4-1 para la porra.

P.D. A falta de que se dilucide la eliminatoria entre Grizzlies y Clippers podéis comprobar que he acertado seis de los siete ganadores de las series ya concluidas (serán siete si gana Memphis) y tres de los resultados exactos (Indiana, Boston, Los Ángeles Lakers). No está mal para un principiante.

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¿Quién eres en realidad?




Qué es la victoria me pregunto. ¿A qué sabe? ¿Cómo besa? ¿En qué piensa cuando se decanta por uno de los dos contendientes? No encuentro respuestas. Puede que no la conozca lo suficiente, que no haya sido todo lo constante que ella, orgullosa, requiere. Sólo sé, por lo que dicen quienes más se citan con ella, que nunca es la misma, que cambia en función de las circunstancias y que se reinventa cada día sin necesidad de guión.

Creo que no hay dos victorias iguales. Lo digo desde mi breve experiencia ganadora. Si hace dos años, con los chicos de Trinitarios, conocimos su mejor versión hoy, con los jugadores de Santa Marta, nos hemos debido encontrar con su hermana bizca, con la Miss Antipatía de la familia. En ambos casos se trataba de una final de categoría provincial, un campeonato que se juega con reglas de parque, es decir, sin posesiones de 24 segundos, a reloj corrido y con árbitros que deciden, desconozco si por filosofía o por economía de medios, pitar lo justo. Hasta ahí las coincidencias.

El 15 de mayo de 2010, creo que esta fecha estará alojada en mi memoria hasta que mi cerebro diga basta, acudíamos al partido con el trabajo hecho, habiendo firmado una temporada histórica para un colegio que, en materia deportiva, se había alimentado únicamente de equipos de fútbol sala. Sin embargo, una buena generación con una enorme pasión por el baloncesto consiguió llegar a Santa Marta y vencer dando la sorpresa ante el equipo local. Todo, desde los prolegómenos, fue una fiesta. Padres y profesores llenaron el pabellón y, con sus gritos de ánimo, consiguieron que sobreviviéramos a un desastroso parcial inicial. El viaje de regreso en el autobús es, aún a fecha de hoy, uno de los momentos más felices de mi vida.

Hoy, en cambio, estábamos obligados a ganar. Éramos, jugador por jugador, quilate por quilate, muy superiores. Sin embargo, debido a una mala aproximación mental al partido de la que me siento el principal responsable, el rival, un más que digno conjunto del instituto García Bernalt, al que aprovecho para felicitar, nos puso contra las cuerdas haciendo que al descanso el marcador reflejara un ajustado 15-12 a nuestro favor (recuerden lo de las reglas para no llevarse las manos a la cabeza con estos guarismos). Finalmente, un tercer cuarto jugado al nivel de agresividad apropiado, nos llevó a liderar el encuentro por casi veinte puntos dejando sentenciada la victoria. Cuando el partido acabó no hubo abrazos ni gestos de alegría. Acabábamos de hacer lo que teníamos que hacer. Lo previsto, lo indicado. Nada especial. Ni siquiera se atisbaban sonrisas en el momento de levantar la copa. Habíamos ganado el campeonato provincial. Y qué.

¿Acaso no era también, la de hoy, una victoria? Al parecer no. Ganar cuando tienes que ganar no es lo mismo que ganar cuando crees que no vas a hacerlo. Es todo una cuestión de expectativas. Así, y perdonen si el símil les parece un poco chusco, no es lo mismo ser el chico guapo de la discoteca y tener que ligar sí o sí con la chica más despampanante del local a riesgo de, en el caso de no hacerlo, ser considerado gay, que ser un ratón de biblioteca al que le han engañado para salir de fiesta. Probablemente éste quede contento con una pequeña mueca, o una leve sonrisa de la chica más corriente del garito. Así es también el deporte. Y hoy éramos los guapos.

Mi tesis es que también los guapos, perdón, los equipos favoritos, tienen derecho a disfrutar de sus éxitos. No por esperadas las victorias dejan de ser el resultado de un largo camino de trabajo y renuncias. Víctor, Emilio, Revilla, Aitor, Jorge, Juan Carlos, Gonzalo, Rodrigo, Mauro, Anderson, también todos los chicos del “B” que nos habéis ayudado cuando las lesiones se cebaron con nosotros, no tengáis la menor duda de que la de hoy ha sido una gran victoria, un éxito fabricado no en el modesto encuentro de hoy y sí en cada entrenamiento y en cada partido previo, en la lucha por cada balón suelto y en el pase extra entregado al compañero mejor colocado. Fue un triunfo de cada uno de vosotros. Fue un triunfo de todos. Que las expectativas no sepulten vuestra alegría. Cuando el balón fue lanzado al aire los dos equipos podían ganar y fuisteis vosotros los que lo hicisteis. No fue un asunto de llegar, ver y vencer. Fue mucho más que todo eso y, por ello, os felicito y os doy las gracias. 

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