Inocente de ser tan bueno





La de Tim Duncan, jugador que ha anunciado esta pasada tarde su retirada, es la historia de un “no”, un cuento construido a base de lítotes, es decir, de negaciones que lo afirman todo. Porque no es que Tim Duncan sea el mejor jugador interior de su generación, o el líder de una franquicia que lleva veinte visitas consecutivas al Playoff. Y no, no es solo que Tim Duncan sea un especialista defensivo o el mejor reboteador del siglo XXI, ni la figura más cercana a Bill Russell o Kareem Abdul Jabbar. No, no se trata de que no sea un amante de los titulares, de las entrevistas, del marketing. Ni que no sea un compañero egoísta o fanfarrón. Ni un hombre hecho para ser conocido en los ascensores (en los que pasa desapercibido) o para ser condecorado por la comunidad por todos los servicios que le presta de manera callada, como le enseñaron a hacer las cosas. No, no es eso.

De Tim Duncan se cuenta que iba para nadador y que un huracán, Hugo, cambió los planes del chico tras arrasar la piscina donde se entrenaba a conciencia para debutar en Barcelona ´92. Dicen también, los periodistas, que en aquel ya lejano junio de 1997, todo parecía indicar que serían los Knicks el destino del chico de Islas Vírgenes. Y no mienten ni el pívot, ni su entrenador, Gregg Popovich, cuando recuerdan la visita que este le hizo al primero a Saint Croix, lugar de nacimiento del jugador que hoy se retira, y cuando mencionan y reflexionan sobre la conexión que ambos sintieron en el interior de su alma. Y sí, parece que es un hecho que a Popovich le tocó nadar varias millas adaptándose al plan previsto por el que a la postre sería, tal y como confesara el entrenador de los Spurs de manera irónica, la clave de sus victorias y su gran aportación al baloncesto.


Y dicen que ya tiene cuarenta y que si hoy dijo adiós es porque después de responder mil veces a preguntas sobre su retirada, siente que ya no le sale decir aquello de “aún me queda un partido más”. Toca vaciar, al fin, la pintura de la que durante tantos años fue centinela. Es el momento de colgar la camiseta en lo alto del cielo de San Antonio, cerca de la de David Robinson, su torre gemela y mentor, el humilde y esforzado marine que le abriera el camino. Toca recoger la cosecha y sentarse junto a la piscina lejos de los estériles debates que ya se cerraron (Garnett o Duncan, ala pívot o pívot) o de aquellos otros que permanecen abiertos (comparaciones históricas) y a la espera, tal vez, de que un nuevo huracán le lleve de nuevo a San Antonio como entrenador o miembro del staff técnico a aportar toda su experiencia y sabiduría, la que durante tantos años amasó desde el silencio que envuelve a esa gente inteligente a la que preferimos llamar “rara”.

Dicen, cuentan, redactan y susurran, narran y confiesan. Lo hacen otros por él, mientras él calla. Mientras lo niega todo: que fuera el mejor defensor, que fuera una lección de fundamentos, que fuera el jugador clave de la más exitosa y longeva franquicia desde los Chicago Bulls de los años 90.





UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

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