El payaso interior




*Todas las frases que apararecen rotuladas en negrita y cursiva pertenecen a la obra El payaso interior, escrita por el filósofo ya fallecido Fernando González, que pude leer gracias a la generosidad de mi buena amiga Sara, a cuyo corazón colombiano dirijo este abrazo baloncestístico, apenas literario.


La semana pasada fue especialmente divertida. Los jugadores del equipo rival empezaron a difundir rumores sobre altas y bajas en sus filas, dificultando la habitual tarea de estudio del oponente previa a la disputa del partido, cuestión que me atañe principalmente a mí. Aprovechando la clandestinidad con la que se desarrolla una liga como la LEB Plata –cuna de futuras promesas al tiempo que incubadora de gérmenes en forma de irregularidades administrativas y comportamientos miserables–, los rumores cobraron forma y, a modo de farol, se colaron en la partida más como método de desestabilización y motivo de burla que con un valor efectivo. Al ganar sentimos satisfacción por nuestra fuerza: ya sea por la habilidad o por el favor que nos dispensa la suerte. ¿El instinto de superar debe buscar eso de que el juego ocupe todo nuestro ser?

A veces dudo del tipo de motivación que me lleva a levantarme cada día pensando en baloncesto. Unos días es, desde luego, el instinto aprendido de ayudar a jóvenes adultos a evolucionar en su profesión, dándoles herramientas técnicas, tácticas y psicológicas para afrontar las demandas del juego, directamente conectadas con las de la vida. Otros, pienso, me dedico en exclusiva a cultivar mi amor al baloncesto, con quien me sentiré siempre en deuda, tras haberme acompañado en los peores momentos de orfandad, física y espiritual. Ninguna, pienso, aunque seguro me miento a mí mismo, me limito a cumplir un deber, a ganarme el sueldo de una manera cínica, esto sí me avergonzaría. Un hombre enamorado, decimos, ve el mundo como los locos, es un verdadero loco. Pues lo mismo pasa, aunque no sea tan visible, con todo hombre. A través de una pasión, de un motivo, vemos siempre la vida.

Recupero la frase anterior. A través de una pasión, de un motivo, vemos siempre la vida. Qué miedo, ¿verdad? Qué simplificación tan burda de un universo tan complejo, a todos luces inaprehensible. Vuelvo a darle vueltas a lo del juego, esa fiesta del disfraz que, tal vez, nos permite ser como verdaderamente somos al despojarnos de esa máscara a la que, como diría Oscar Wilde, corremos el riesgo de terminar pareciéndonos. Y sigo teniendo dudas. Me dan miedo los debates que se generan en torno a ellos, cómo se cuela la violencia por los resquicios que dejamos abiertos los que debiéramos guardar con celo su nobleza fundacional. Todas mis dudas son dudas, antes, sobre mí mismo. ¡Qué alegre se hace el espíritu cuando tiene fe en su misión! ¡Qué tristes son las amargas dudas que nos acechan en la ruta gritando: no creas en tu destino: a los grandes hombres los atormenta la duda en sí mismos.

Pero seguiré jugando. Entre otras cosas porque prefiero hacerlo en un tablero preparado para ello, con los excedentes pensados para el circo y no para el pan. Prefiero disimular las eternas dudas del escéptico en ese escenario llamado cancha que en un quirófano o en una actividad pública o política, campo abonado para la bellaquería y el dogmatismo, y la mencionada fe en la misión, aunque todos sepamos que persigue antes un interés particular que público. Seguiré jugando, entre otras cosas por lo siguiente: El juego es uno de los placeres más intensos, más misteriosos, que hacen vivir al hombre más años enteros en una hora.

Seguiré jugando mientras cada día, cada semana, obtenga un estímulo para crecer más allá del terreno de lo táctico o estratégico, mientras no se me ocurra orquestar una estrategia de desconcierto para intentar ganar un partido, mientras no se me olvide que debajo de una camiseta con un número grabado en el dorsal hay un ser humano recorrido por una infinidad de contradicciones. Y sí, sé que esto me puede hacer menos competente/competitivo en un terreno donde triunfan los que creen por encima de sus posibilidades reales, los que consiguen poner en práctica el siguiente aforismo: gran respeto infunde el hombre enérgico y testarudo. Y el dogmático, y el cínico que convence a sus jugadores de que la victoria lo justifica todo, hasta defraudar la confianza del amigo sirviéndose de ella. Seguiré jugando, quiero decir entrenando, como sigo escribiendo, porque aspiro a llegar a ser, un día, el sujeto paciente de esta frase: Cómo me enloquecen de placer aquellos libros que muestran que sus engendradores tuvieron el ansia de inventar un nuevo paisaje para sus ojos y una nueva visión para su espíritu.

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

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