Baloncesto preinfantil. La resistencia.



 

En el deporte no existe el principio democrático, no hay una igualdad real de oportunidades y de su reglamento y actual evolución no podemos esperar concesiones. Tampoco existe el engaño o la opacidad: las reglas son conocidas, las canastas están siempre, o casi siempre, a la misma altura del suelo. Tampoco es una meritocracia estricto sensu, no se engañen: la planta de los equipos, la capacidad natural de sus miembros para la resistencia, el desarrollo de la fuerza (la velocidad, el salto, los empujes…) o para asimilar el entrenamiento no son siempre las mismas, menos aún en equipos o escuelas donde no se llevan a cabo procesos de selección. 


Normalmente, como sucede en tantos otros campos, los mejores en determinadas capacidades lo serán siempre, más aún cuando nuestras horas de entrenamiento son tan pocas comparadas con las que se emplean en la adquisición de habilidades musicales o artesanales, insuficientes en todo caso para alterar el orden natural. Muchas veces siento que no somos agentes de cambio, sino notarios de la realidad. Inevitablemente nos gusta más la asistencia que la pérdida, el triple que entra limpio que el que cruza de lado a lado convirtiéndose en el primer pase del contraataque rival. Y de alguna manera lo hacemos saber. Y quizá deba ser así. 


Por este motivo pienso que nuestra principal función es la motivadora, antónima del “no pasa nada” y del “pasémoslo bien” que tanto desprecia el tiempo invertido y que, además, más daño hace a los jugadores menos aptos, a los menos capaces de partida, provocando que se lo pase mucho mejor el que ya sabe. Nuestra segunda función es la de incitadores o provocadores del intento por aprender algo nuevo, una auténtica prueba de fuego para la autoestima del chico o chica que lleva poco tiempo jugando al baloncesto a través del condicionamiento del contexto (forzar que se produzcan determinadas conductas). Ante el más que probable fallo, debemos reaccionar con mesura, creo que tampoco ayudamos cuando acudimos al “fracasa mejor” de Beckett porque el jugador nos toma por un trasnochado después de fallar una bandeja o de quedarse corto por atender a nuestras demandas. Y eso lima la confianza si no hay una correcta pedagogía detrás: una llamada a la humildad y a la paciencia que debe enseñarse a través del ejemplo (¿somos humildes y pacientes?). 




Este año, entre otras tareas, entreno a un grupo infantil, la categoría más salvaje para los niños y niñas, quienes ven cómo cambian repentinamente las condiciones: el volumen y la masa del balón, la altura de la canasta, las dimensiones del campo… En un deporte sin especialistas (en el que Yao Ming sabe lo que tiene que hacer, al igual que Muggsy Bogues) y sin demasiadas normas espaciales y temporales asumidas, sin una técnica individual asimilada, sin, en muchos casos, sobre todo cuando en mini se dedicaban a pasarlo bien, un bagaje motor suficiente, la pista de baloncesto se convierte en una gymkhana en la que saldrán victoriosos aquellos con la mejor combinación posible de cineantropometría, inteligencia y conocimiento del juego, una sabiduría que a edades tan tempranas va a depender fundamentalmente de los entrenadores que hayan tenido, una elección muchas veces azarosa tomada por unos padres que no tienen tiempo de hacer un análisis concienzudo (después de hacerlo de todos los profesores, de las academias y los conservatorios) de las aptitudes del profesor de baloncesto. 


Desde luego, el reto es monstruoso. En mi equipo hay jugadores que se caen hacia adelante por llevar el peso del cuerpo desplazado en esa dirección, hay jugadores que botan el balón delante del tronco, otros que son incapaces de desplazarse entre bote y bote porque no hay nada de gasolina en sus piernas o porque hay algo de exceso de peso en su tren superior o porque tienen los pies planos. Jugadores altos que no saben qué hacer con sus extremidades, silenciosas compañeras de viaje con las que llevan años conviviendo sin conocerse. La mayoría no podrían ver América en la proyección Mercator al observar únicamente lo que queda a la derecha de su nariz y muchos tendrían que comprar un billete de avión para separarse del suelo, incapaces de desencadenar el mecanismo del salto vertical. 


No sé si hacemos bien poniéndolos a jugar y me cuesta comprender cómo la experiencia puede resultarles gratificante, supongo que desde su punto de vista todo es distinto, y que a pesar de ello les resulta divertido. No tengo nada en contra de los que defienden las ventajas de la competición, pero creo que esta solo es maestra a partir de un determinado grado de habilidad adquirida. En las artes marciales se retrasa el inicio de las competiciones, el el rugby se empieza jugando sin contacto, en el volley hay muchas alturas distintas de red, en el fútbol se juega a 7 hasta determinadas edades, y en el baloncesto (y es peor en otros países) los mandamos a la guerra en partidos que más bien parecen de balonmano. Los invitamos a hacer lo que puedan para que, como sucederá también a los 18 años gane, como siempre sucede, el mejor: el niño mejor hecho por sus padres


En fin, todo esto para decir que yo entrenaría los sábados (abierto a los padres, por si les apetece asistir al ensayo y no a la función), que jugaría menos, con menos jugadores a la vez, con la canasta a 2,90, con un balón tamaño 6 y algún que otro ajuste reglamentario sobre los que no me quiero detener. Esto si quisiéramos avanzar hacia un principio meritocrático más relacionado con el esfuerzo y la capacidad de sacrificio que con la combinación natural de dones, aunque no termino de tener claro si el esfuerzo y el sacrificio no son también virtudes heredadas o aprendidas en casa, lo que fosilizaría el determinismo contra el que los tontos románticos luchamos sin demasiado éxito. Los partidos antes de la práctica y la asimilación de conceptos son, apenas, una ecografía del nasciturus. Cualquiera podría decir quién era el mejor el año pasado y quién lo será el próximo si no abandona su actividad. Otra cosa es que nos resulte divertido. Y que no pueda ser de otra manera (porque siempre ha sido así).


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS


1 comentarios:

Anónimo dijo...

Imposible no estar de acuerdo. Más en lugares pequeños donde escuelas y clubes comparten, es un decir, categoría.
Aún así, estaría bien que se reflexionase de forma local. Todos sabemos que cuando un club ficha benjamines o alevines varios equipos de escuelas desaparecerán en uno o dos años. Y en ese momento sí que estamos usando la tipología y la técnica individual para sustituir la genética.
En todo caso, buena reflexión.

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