La ley del banco




Vigente en todos los espacios y épocas, su validez se renueva año a año como garantía del buen funcionamiento de los equipos y las sociedades. Prohibida en mini por temor a la falta de capacidad de los llamados a aplicarla y en previsión de posibles abusos o erróneas interpretaciones, y muchas veces suspendida en el ámbito profesional por hallarse sus ejecutores secuestrados emocionalmente (cuando solo es emocionalmente) por los administrados (o los dueños) o, simplemente, pensando en otra clase de beneficios más allá de lo ético y estético, la Ley del Banco seguirá siendo una de las mejores herramientas del entrenador para sancionar lo prohibido, reprochar lo incorrecto, llamar a la reflexión sobre lo desviado o erróneo y, a través de ello, instituir en el equipo toda una serie de valores a promover, repetir y reafirmar.


Este otorgamiento de competencias y poderes engendra en el entrenador una gran responsabilidad. Lo obligan a ser un atento observador, lo que no evita que se le pasen muchas cosas; un juez ecuánime (en la medida de lo posible) que no evalúe individuos, sino conductas (no sea que al malo lo pille con mayor frecuencia que al bueno, en fin, esta nos la sabemos todos); es más, lo obligan a comprender la visión tomista de la justicia, que no es tratar a todos igual, sino dar a cada uno lo suyo, algo que exige un alto conocimiento de todos y cada uno de los jugadores. Le exigen ser didáctico en la explicación de los porqués, a actuar desprovisto de rencor, a abrazar, literal o figuradamente, al jugador equivocado en su camino al banquillo, al que explicará los motivos e invitará a reflexionar para que en su vuelta al campo no se repita la conducta. Lo encomiendan a ponderar un equilibrio virtual entre las necesidades individuales y las del equipo. En fin, lo obligan a ser Dios por 150 euros al mes. 


La ley del banco no encierra un mensaje coaccionador, sino uno de corte posibilista: actúa siguiendo los valores que el equipo quiere representar (honestidad, respeto, sacrificio) y jugarás hasta que la resistencia ceda, o hasta que sea el momento de que otro compañero salte a la pista y pueda él también practicar lo entrenado. La ley del banco está basada en un ideal de justicia que es también un ideal meritocrático: los minutos en pista representan un bien escaso y hay que ganárselos entrenamiento a entrenamiento, pero también minuto a minuto, con una actitud ejemplar, haciéndose merecedor del apelativo de jugador de baloncesto, algo que puede no significar nada o, al contrario, que puede serlo todo, al igual que las palabras soldado o caballero. 


En mi caso distingo tres faltas merecedoras de la aplicación, ya digo que sin rencor, de la ley del banco. Las primeras son de respeto, ya sea a los árbitros (con los que procuro que los jugadores que entreno no hablen, también por un tema de atención y concentración que mencionaré más adelante), a la figura del entrenador (con quien pueden hablar, pero no a voces ni con ademanes exagerados), a los compañeros (a los que no reprocharán nada en absoluto) o, por supuesto, a los rivales, habiendo diferentes gradientes, alguno de los cuales, obviamente, puede suponer el no retorno al partido. 


Las segundas son de concentración, atención o falta de sacrificio y humildad. Estas también tienen que ver con el foco o la falta de control, pues se basan en estar pendientes de aspectos que no deben interesarnos, pero también tienen que ver con la autopercepción del jugador y la visión de sí mismo dentro del conjunto del equipo. Un jugador que opta deliberadamente (aquí reside una gran dificultad de juicio) por terminar contra dos defensores juzgando este tiro como mejor que el que podría hacer un compañero sin defensa, es un jugador que se pone por encima del equipo, del progreso que también deben llevar a cabo sus compañeros y de la concepción del baloncesto como deporte de equipo (¿se equivocó de deporte?). Esto en términos generales y habilitándose las debidas excepciones. Lo mismo sucede con el exceso de frustración motivado, generalmente, con un “cómo puedo fallar” (si soy tan bueno) que debemos combatir por ser opuesto a la humildad que se requiere para seguir aprendiendo. Aceptar el error y estar en lo siguiente es también algo de buen jugador. No hacerlo debe suponer minutos de reflexión en el banco. 



Finalmente, hay faltas de concepto ligadas a una carencia de comprensión, a la escasa atención durante los entrenamientos, pero, también, probablemente, a cuestiones o limitaciones de los propios individuos. Con estas, así como con las malas decisiones ocasionadas por una natural cobardía o retraimiento, tenemos que ser mucho más prudentes como entrenadores y tratarlas de manera más discreta. Ahora bien, si los errores son continuos y dificultan el buen funcionamiento del juego colectivo, esto es, también el crecimiento baloncestístico del grupo, es posible que haya que actuar aplicando la ley del banco por motivos de fuerza mayor, pero desde el compromiso del entrenador por brindar un mayor apoyo al jugador insuficientemente preparado en este momento. 


Hasta ciertas edades, categorías y niveles, la ley del banco no debería atender a las diferencias de nivel existentes siempre que se consiga el objetivo de competir: el equipo esté en partido, bien organizado y practicando lo entrenado pudiendo ofrecer suficiente resistencia al rival (de aquí la importancia de las ligas) y viceversa. Y, desde luego, debería aplicarse sin miramientos, sin atender al resultado si fue el jugador más capaz o competente el que incurrió en una falta de estas características. En fin, como ya adelantaba, la Ley del Banco nos pone a prueba primero a nosotros, los entrenadores, a nuestro ego y también al de todos aquellos que esperan victorias en el marcador, sin importar las manchas que dejan en el espíritu, para siempre, los comportamientos incorrectos no sancionados. Estoy seguro de que la corrupción, por ejemplo, es un vicio que se mama en casa, una conducta equivocada que se aprueba por acción u omisión en la más tierna infancia.


En fin, todo esto para poner de manifiesto la importancia de la dirección de partido en categorías inferiores, en los patios de colegio y los modestos pabellones de barrio, lugares en los que saldrá algún jugador de liga zonal o nacional y, ojalá, muchos jugadores de baloncesto, ciudadanos ejemplares, individuos investidos de valores que ganarán cada día partidos mucho más importantes si entienden el valor del respeto, del trabajo bien hecho, de cuidar al otro o de manejarse con humildad por esta puta vida. 


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS


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