Las lágrimas de Chema






El pasado 7 de mayo de 2011 llegaba a su fin la vida de Severiano Ballesteros. Era sábado y en el Real Club de Golf de El Prat, caprichoso destino, se disputaba el Open de España. En el corazón mismo de la rebelde Cataluña José María Olazábal sacaba fuerzas de flaqueza para no derrumbarse delante de todo el público allí congregado.

Este último domingo, en cambio, Olazábal, al mando del equipo europeo como capitán, le dedicó a Seve la más hermosa de las victorias, la que se consiguió su equipo en suelo norteamericano en una de las competiciones con mayor repercusión global del mundo, la Ryder Cup. 



El golfista, por la propia índole del juego, es un ser solitario y lleno de manías. Aunque en los grandes circuitos puedan formarse pequeños círculos de amistades, la soledad se hace presente en los viajes, las noches de hotel o las jornadas de práctica. Durante los torneos, la lucha es contra el campo y sólo de forma indirecta, a tenor de los resultados, se compite contra los rivales. Por este motivo, la existencia de una competición por equipos como la Ryder Cup contribuye al nacimiento de vínculos imperecederos, de amistades que sobrevivirán, incluso, a la propia muerte.

El deporte, por su propia naturaleza, por elevar los valores del esfuerzo, la lucha y la competición a niveles extremos, conduce al ser humano a experimentar sensaciones fuera de lo común, al límite, tal vez, de lo saludable. En una Ryder Cup, defendiendo el honor de todo el continente, jugando no sólo por uno mismo, sino por todos los compañeros, el jugador siente una presión desconocida, una presión que no puede compararse a la del resto de domingos cuando la lucha es sólo egoísta en pos de la gloria personal.

Europa, ese viejo continente, ese sueño construido sobre cimientos poco firmes y sin la paciencia necesaria, nunca pareció tan unida como el pasado domingo en las afueras de Chicago. Allí, ingleses, alemanes, españoles, suecos, italianos, irlandeses y belgas unieron sus fuerzas para, a base de pasión y buen juego, culminar una remontada que permanecerá en los libros de historia y en el recuerdo de quienes compartimos, en la distancia, tan bello momento. Ahora, en medio de una crisis económica, institucional y moral, me gustaría decir aquello de “lo que el deporte ha unido, que no lo separe el hombre”.

Pero lo separará. Lo separará porque son otras las prioridades, porque los instantes que se encienden a la luz del deporte son efímeros y de fácil olvido, porque hay personas de traje más interesadas en cumplir agendas personales que en pelear por sueños y utopías. Y es así y, probablemente, ni tú ni yo lo podamos cambiar. Al menos, y que no nos la roben jamás, tenemos la facultad para elegir con qué momentos quedarnos, para decidir qué cualidades queremos que impregnen nuestra vida y la de quienes nos rodean.

Y yo elijo las de Chema. Las de un doble ganador de grande a quien poco después de ganar el Masters de Augusta una lesión en el pie le dejó sin caminar y, lo que era peor para él en aquellos momentos, sin poder jugar al golf. Luchó y volvió para ganar su segunda chaqueta verde, para volver a jugar una Ryder Cup y seguir poniendo, así, en práctica, todo lo que aprendió jugando junto a su ídolo y mentor, Severiano Ballesteros.

Tus lágrimas, Chema, llevan la etiqueta de la humildad y la pasión, del amor al juego y de la amistad sincera. Salieron de tus ojos y corrieron por tus mejillas. Fueron tuyas, pero también de todos los que podemos atisbar, tal vez, una pequeña parte de lo que tú sentiste cuando Martin Kaymer embocó el putt decisivo, el que culminó la remontada y demostró que el espíritu de Seve es inmortal, que es verdad aquello de que nunca, jamás, hay que rendirse. 



UN ABRAZO Y ENHORABUENA AL EQUIPO EUROPEO POR LA RYDER CUP 2012

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