Curso 21-22. Pensar o no pensar

 


Retomo aquí las conclusiones sobre la temporada que llega a su fin. Hoy, 30 de junio, se finiquitan los contratos de numerosos profesionales, no solo jugadores, y se da el inicio oficial a unas vacaciones que tendrán aroma de thriller para los que aún no saben dónde van a jugar o entrenar y de comedia chusca para quienes observan desde fuera los movimientos de todos los actores que intervienen en estos vodeviles típicos del verano.

 

Los jóvenes, por otra parte, afrontan un período clave en su formación, una sexta parte del año astronómico en la que los clubes y escuelas, salvo excepciones, no pueden asumir en primera persona su formación deportiva. Sus mejoras quedan en manos, en función de la edad, de su motivación, y la de sus padres, del grado de autonomía para operar por su cuenta y también de las opciones que se les brinden en forma de campus o competiciones callejeras, aunque ya saben que aquí somos grandes amantes de la informalidad y su valor en el ensanchamiento del bagaje motor de los chicos.

 

Se hace vital, por lo tanto, la siembra de interés y autodisciplina durante el año. Cobra especial relevancia no tanto lo que se haya enseñado como lo que se haya invitado a aprender. Es evidente que cunde más el trabajo de un profesor que incita a sus alumnos a investigar por su cuenta que el que se empeña en la transferencia instantánea de un conocimiento concreto, descontextualizado y al que cuesta otorgar un sentido. En el primer caso, es posible que el alumno termine enamorado de una materia. En el segundo, lo más probable es que el conocimiento sea temporal y caduque cuando lo haga también su función.

 




Decía Hannah Arendt que las personas que producen cosas no conocen lo que hacen, y regreso de nuevo a El artesano, de Richard Sennett, para ilustrar este debate que he mantenido durante todo el año conmigo mismo. Ello para introducir la distinción entre el animal laborans y el homo faber, una distinción que ha llegado para quedarse y que se basa, principalmente, en el hecho de que, mientras el primero solo se cuestiona el cómo, el segundo introduce la importancia del «por qué» y el «para qué». Trasladado al baloncesto, y a la comunicación que mantenemos con nuestros jugadores, parece importante determinar cuál es el grado de información que precisan los jóvenes que entrenamos, en qué medida debemos comunicar el cómo y en cual el porqué.

Coincido en una de las conclusiones que Sennett incorpora en este pequeño tratado de artesanía y, a la postre, organización de grupos humanos, del trabajo y, en fin, de tantas cuestiones relacionadas con la enseñanza, es la siguiente: Despertar la autoconciencia es, precisamente, la manera de impulsar al trabajador a que mejore su trabajo. Esto nos obliga a desentrañar y poner en palabras el conocimiento expreso, pero también el conocimiento tácito que hay detrás de lo que hacemos, todos aquellos ademanes, todos esos movimientos que podrían pasar inadvertidos y que constituyen, en cambio, la base del conocimiento acerca de una disciplina. Solo a través de una comprensión total y una verbalización o demostración  de lo que no es fácil entender podemos mejorar la calidad de los ensayos de los aprendices y alcanzar ese ideal tan preciado que linda con la máxima del violinista Isaac Stern: cuanto mejor es la técnica, más tiempo puede ensayar uno sin aburrirse.

 

Cita Sennett a John Ruskin de la siguiente manera: Puedes enseñar a un hombre a dibujar una línea recta, a trazar una curva y a moldearla con admirable velocidad y precisión; y considerarás perfecto su trabajo en su estilo, pero si le pides que reflexione acerca de cualquiera de esas formas, que vea si puede encontrar otra mejor de su invención, se detiene, su ejecución se hace vacilante, piensa y lo más probable es que piense mal, lo más probable es que cometa un error en el primer toque que como ser pensante dé a su trabajo. He aquí el dilema, el exceso de autoconciencia, la paralización que provoca la comprensión parcial, la reflexión que termina haciéndonos conscientes de nuestra ignorancia y provoca esas dudas que el juego, vertiginoso por definición, castigará.

 

Pero me contradigo una vez más, aun cuando comprendo todo lo que de coreografía tiene un deporte como el baloncesto en lo que se refiere a la relación entre cuerpo y balón, entendido este como una extensión del primero. En este proceso de conocimiento del propio cuerpo, de adquisición de habilidades motrices y en la capacidad de sincronizarlas con ese elemento extraño llamado pelota, es posible que haya que suspender el pensamiento, el razonamiento o la reflexión, pero, sin embargo, creo que no debemos olvidar que hay en el juego, en sus reglas y en su evolución histórica, huellas impresas del tipo de animal que somos, incansables urdidores de conceptos a los que les gusta mear en cualquier terreno virgen que nos encontramos.

 

Por eso se hace impensable poder jugar bien al baloncesto sin conocer sus reglas actuales y sin entender la evolución de las mismas, sin comprender los conceptos que, aunque sea por su tozudez, hoy parecen indisociables de la idea original del juego, aunque solo sea para cobrar ventaja frente al que ignora las reglas y los conceptos. Aunque sea para ir al límite de las primeras, jugando, por ejemplo, con las capacidades de la percepción humana, en este caso del árbitro, o para desafiar a los segundos, por considerarlos rígidos elementos que ensucian un paisaje mucho más amplio del que quieren encerrar tras sus barrotes.

 

En fin, puede que, como entrenador, hiciera mejor en suspender la reflexión y regresar a la acción que implica también nuestro oficio. De alguna manera, todos estos dilemas se resolvieron durante años bajo el paraguas de la disciplina y a través del seguimiento de toda una serie de rituales. Algunos equipos universitarios todavía rezan. Otros se llenan de supersticiones mientras se proclaman antirreligiosos. Los compromisos se dan de dos maneras, nos recuerda Sennett: como decisiones y como obligaciones. En la primera, juzgamos si vale la pena llevar a cabo una acción particular o dedicar tiempo a una persona en particular; en la otra nos sometemos a un deber, a una costumbre o a la necesidad de otra persona. El ritmo organiza el segundo tipo de compromiso; aprendemos a cumplir un deber una y otra vez. Como han señalado los teólogos hace ya mucho tiempo, los rituales religiosos, para hacerse convincentes, deben ser repetidos día tras día, mes tras mes, año tras año. Las repeticiones procuran estabilidad, pero en la práctica religiosa no pierden por ello frescura; en cada oportunidad, el oficiante anticipa que algo importante está a punto de suceder.

 

En fin, supongo que los equipos que entreno no tienen nada que hacer contra aquellos otros que piensan lo justo y siguen rituales que explican por sí mismos el seguimiento de unas órdenes. Los seres vacilantes y reflexivos están llamados a sucumbir ante el fervor religioso del que mataría por Dios, o por su entrenador, ante el que se santigua esperando que su dios sea más fuerte que la razón, al que le guían motivos que no cuestiona. Pero seguiré haciéndolo de esta manera, no por romanticismo, sino por interés. Desde luego, me motiva mucho más la indagación que el rezo, la reflexión que la plegaria. Y no niego que esto sea solo otra forma de religión.

 

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

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