A vueltas con el hack





Parece intolerable que en una competición que presume de ser la definición del concepto “entretenimiento”, que exporta tantos sueños como camisetas y que provoca insomnio –y sus consecuentes malos expedientes y bajos rendimientos en el trabajo–, en la población del resto de continentes, permita que se le hagan a un jugador 17 faltas intencionadas a metros, casi kilómetros, de la posición del balón. El hack hace que los infractores salgan beneficiados, que al ladrón le compense robar quinientos y devolver trescientos o que a la empresa de plásticos le convenga internalizar la multa por contaminación, al ser esta muy inferior a los beneficios obtenidos.

¿En la guerra como en el amor todo vale y siempre queda un perdedor? Parafraseando a Melendi, genio y referente de la contemporaneidad, (permítanme la ironía) lanzo la pregunta al aire. En realidad esta va dirigida al tejado de los entrenadores con los que convivo y dialogo a menudo y también al de todos aquellos a los que sigo desde la distancia. El caso me recuerda al de las incompatibilidades de los diputados en el Congreso. Decía Pujalte que es legal asesorar a una empresa, aunque luego contrate con la Administración. Legal porque lo permite la ley, aunque no ético. Entonces, ¿desde cuándo las leyes no son el reflejo de la moral imperante en una sociedad? Yo se lo diré: desde que quienes las hacen se rigen más por intereses propios o de clase que por valores universales. Luego hasta qué punto goza de valor el epíteto “legal”. ¿Sirve como justificación del hack que han propuesto en estos playoffs entrenadores como Gregg Popovich, Kevin McHale, Brad Stevens o el mismo, aunque en menor medida, Doc Rivers?

El argumento que emplea Popovich es claro: “Que aprenda a meter tiros libres”, dice dirigiéndose a DeAndre Jordan. Nadie puede discutirlo, se le pagan millonadas para ello y por pequeño que le quede el balón a sus manazas, toda mejora es una cuestión de técnica y repetición, algo que, sin duda, un jugador debe poder asumir. Otra opción que se abre, claro, es que el entrenador del equipo en el que juega el sujeto paciente del hack decida sentarlo, pero claro, por una mezcla de orgullo y por todo lo que este jugador aporta en defensa, Doc Rivers ha optado por mantenerlo en la cancha siempre que la situación no ha llegado a ser insostenible. Y a los resultados se remite.

Lo que parece evidente es que el experimento –más allá de lo cuestionable de su eficacia, a la vista de la eliminación de los Spurs y de la situación, contra las cuerdas, de Houston Rockets– juega en contra de la NBA como negocio. De perpetuarse como costumbre, la NBA corre el riesgo de ver mermada su masa social o de sufrir, al menos, un castigo necesario para que se tomen medidas. No es de recibo ofertar por un precio tan elevado un espectáculo tan pobre. De lo contrario, a su lema tantas veces hecho bueno por los héroes vestidos de corto de “Where amazing happens” habrá que añadir el adjetivo “boring” (Where amazing and boring happens). Urge un cambio de legislación. No creo que a Adam Silver se le escape.




UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

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