La marca hispana





En medio de una crisis sanitaria pésimamente gestionada por nuestro gobierno que ha dado lugar a un pánico injustificado entre la población, amaneció un nuevo 12 de octubre en España, un día llamado a servir de confraternización entre todos los ciudadanos que, por cuestiones del azar, tuvimos la suerte o la desgracia, allá cada cual, de nacer en España o en algún otro territorio etiquetado, por su historia y el manejo de un idioma común, como hispano.

Amaneció gris, al menos visto desde mi cuarto, desde una óptica quizá un tanto escéptica pero siempre, o eso procuro, sincera. Gris, aunque soleado, gris, sumamente gris por lo que encierra de trágico tener que celebrar sin motivos; con los unos, bastantes, queriendo salir, y con los otros, más numerosos aún, obligando a esos unos a quedarse porque la ley es dura y, guste o no, debe cumplirse. Qué triste, y no es cosa del sueño ni de la melancolía que encierra el otoño, es ver cómo el país en el que tanto genio nació, vivió y murió, no tiene tiempo para discutir de partituras, letras o lienzos porque prefiere hablar de ministros incompetentes y de “generalidades”. Porque de la corrupción “mejor ya ni hablar”, “que son todos unos ladrones”. Pero ahí están. Y ahí siguen.

Desde este apartado lugar y sin pretender erigirme en portavoz de nada ni nadie, lamento tener que afirmar que la verdadera crisis de este país sienta sus raíces en el pesimismo con el que afrontamos los inconvenientes y en el artificialmente inflado espíritu crítico que nos acompaña, un espíritu crítico que, por lo general, hiere sin dejar cicatriz. Estas dos caras de una misma moneda, pesimismo y “criticismo”, no ayudan desde luego, a afrontar la transformación que el deporte español, y abandono ya el discurso más general, debe asumir para adaptarse a los nuevos tiempos y permanecer, así, competitivo.

De todas las historias de la Historia, la más triste de todas es la de España, porque termina mal cantan los versos de Gil de Biedma. Y no le rebato al poeta, pero matizo, terminan mal porque nunca sabemos, ni es fácil, colocar el punto y final al relato, porque nos gusta, no sé si por gen o por simple estupidez, reescribir la historia tantas veces como sea necesario hasta que ésta termine siendo, efectivamente, triste. Algo así les ha ocurrido a las selecciones de fútbol y baloncesto tras la celebración de la copa del mundo de ambas disciplinas. Qué bonito habría sido terminar el cuento en un local de Londres o en alguna plaza de Kiev, celebrando una plata olímpica y una Eurocopa, cerrando ciclos, sabiendo marcharse en lo alto y dejando simplemente el regusto agridulce en el aficionado del “qué hubiera pasado si” o del “yo creo que aún les quedaba otro campeonato”.

Pero además de cerrar etapas, este país debe aprender a enterrar a sus muertos, y con esto no quiero destapar debates políticos, sino incidir en el maltrato que muchas leyendas sufren en el ocaso de sus carreras. Aunque esto, creo, es defecto propio de deportes que mueven grandes masas de aficionados, deportes que viven en un vertiginoso y eterno presente, que no se dan tiempo para celebrar ni agradecer y que, eso sí, luego terminan contando con un enorme imaginario colectivo repleto de héroes que sufrieron el vituperio y la lapidación.

Y más grave aún, por sus consecuencias, es ese gusto tan nuestro por la crítica gratuita y no siempre bien fundada, por herir y luego, si es necesario, pedir disculpas. En el deporte es obligatorio enseñar a convivir con el error, a concebir la derrota como un acto que puede contribuir a la mejora de los individuos y los grupos. También es esto aplicable a la élite, pues el dinero, por desorbitadas que sean las cifras, no reviste de infalibilidad a quienes lo cobran. Qué poca educación deportiva transmiten los que no entienden que de un partido sale sólo un vencedor. ¿Por qué van a perder siempre los otros? ¿Por qué debe ganar España o el español? ¿En qué clase de ideología tradicional nos basamos para no aceptar la derrota como una posibilidad del deporte? Y no, la derrota no siempre es la señal de un pobre trabajo ni la muestra evidente y palpable del declive que todos, pesimistas, claro, ya habíamos anunciado. No, la derrota no debe dar pie a ataques personales o esencialistas, que agreden al ser y no a la circunstancia.


Permítanme, finalmente, un consejo para despedirme. Celebremos cada triunfo, aprendamos de cada derrota y hagámoslo con optimismo pues el fatalismo, el pesimismo y la crítica destructiva sólo conducen a la materialización del efecto pigmalión, ese que dice que los resultados vienen a ser un simple producto de nuestras expectativas.  

UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

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