Reflexiones en voz baja




Pau Gasol no va al All Star. Los técnicos de la NBA no saben cómo pararlo y aún así lo relegan a un segundo plano. Paseando anota veinte puntos y coge más de diez rebotes todas las noches. De espaldas a canasta no hay otro jugador como él. Desde el poste medio nadie comparte la bola con tanto gusto. Y sin embargo, los técnicos piensan que Bosh y Millsap se merecen más que él esta elección. Pero bueno, como intuyo que a Pau le da bastante igual acumular méritos de tan dudosa factura, no voy a indignarme por esta vez.

El jueves hubo un Djokovic-Federer. Me he enterado hoy. El serbio, que ahora mismo está jugando a un nivel de tenis desconocido hasta la fecha, se enfrentó al mayor esteta de la historia del deporte y me he enterado hoy. Mientras tanto, siguiendo la misma rutina de siempre, me he percatado, sin pretenderlo, de que se estaba jugando la Copa del Rey de fútbol y de que aún no tenemos gobierno en España. Joder, el jueves se jugó un Djokovic-Federer y me he enterado hoy.

El jueves pasado hubo un Real Madrid-Barcelona de Euroliga, es decir, de Copa de Europa de baloncesto. Tranquilos, me enteré ese jueves, aunque de casualidad. Es cierto que el calendario, que hace que se repita tan a menudo el enfrentamiento, le quita, por exceso de uso, valor a la rivalidad, pero de no haber sido porque se decidió en un “buzzer beater” espectacular de Justin Doellman, a duras penas hubiera cosechado veinte segundos de televisión mayoritaria. Mayoritariamente estúpida, digo.

Popovich se equivoca. No hay mayor pureza en su juego con dos interiores que en el polimorfismo cubista que plantean los Warriors. En la búsqueda del buen tiro, objetivo de todo ataque, toda estrategia es válida. Si Parker no la mete desde ocho metros, entiendo que los Spurs no planteen ese tipo de juego. La cosa es que Curry anda cerca del cincuenta por ciento en esas distancias. Lo cierto es que Green, un cuatro, puede subir la bola a alta velocidad y equivocándose muy pocas veces. Lo cierto es que la línea de triple lleva treinta y cinco años pintada en las canchas NBA y nadie, en estas tres décadas y media había utilizado esta arma con la eficacia y el esplendor de los Warriors. Aunque a Popovich le resulte excesivo y no le guste el circo.

Muchos amigos que ya peinan canas temen que el récord de setenta y dos victorias de los Bulls pueda caer este año. Se aferran al calendario, a que los Warriors aún tienen tres partidos pendientes contra los Spurs y otros tantos frente a los Thunder, pero por si acaso, en sus ratos libres, preparan un argumentario rancio basado en el nivel actual de la liga. Ya saben, “los de ahora no son como los de antes”. Para ellos, por el hecho de ser adolescentes en aquella época, el páramo en que se sumergió la liga durante la década de los 90 fue un jardín floreciente. Para ellos, por hallarse próximos a los cuarenta ahora, lo que hacen los Warriors es pachanguear; un juego de críos. Lo que de verdad siento es que la nostalgia les impida disfrutar de este aluvión de buen juego que, de prolongarse en el tiempo, la historia se encargará de poner en contexto. 



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS.

Lost in translation





Aunque la facultad comunicativa es inherente al ser humano, su sistematización tuvo que esperar al siglo IV a.C. Fue entonces cuando Aristóteles se embarcó en una más de sus múltiples tareas titánicas creando lo que hoy conocemos como Retórica o arte de la persuasión. El sabio griego afirmaba que en la búsqueda de la fidelidad de la comunicación, es decir, en el intento por conseguir que nuestro mensaje influya a nuestro receptor del modo deseado, es importante no solo el mensaje en sí mismo, sino también la relación entre la fuente del mismo y su receptor. De esta forma, incidía en las características propias del emisor valorando especialmente sus habilidades comunicativas (dominio del lenguaje, habilidad verbal para hablar, capacidad adecuada para pensar y reflexionar), su actitud (autoconfianza y congruencia), su conocimiento respecto al tema del mensaje y al propio proceso de comunicación y, por último, su estatus socio-cultural, pues este va a condicionar su rol en el acto comunicativo al suscitar en el receptor diferentes expectativas.

Ahora bien, la retórica no es suficiente y por ello debe echar mano de su correlato más práctico, la oratoria, el arte de hablar con elocuencia. En palabras de Cicerón, el perfecto orador habría de poseer disposición natural, cultura profunda y conocimientos de la técnica del discurso. En un nivel más cercano a la puesta en escena habla de la necesidad de aunar invención (búsqueda de argumentos adecuados), disposición (ordenación de los argumentos), elocución (hallazgo de las palabras convenientes), memoria y acción (todo lo relacionado con el aspecto físico y el lenguaje corporal).

Lógicamente, tanto Aristóteles como Cicerón, se referían la comunicación como un acto esencialmente protocolario, pautado, guiado por reglas que regulan los turnos de palabra y los tiempos. Pensaban en un orador erigido en un púlpito sobre el que se centra toda la atención del auditorio. Nada que ver con el acto de comunicación al que se enfrenta el entrenador de baloncesto, especialmente en cantera. Este, aunque avalado por un currículum de dimensiones bíblicas o por un Premio Nobel de literatura, ha de ganarse cada día la atención de sus interlocutores echando mano de las habilidades personales que mencionaba Aristóteles y de las estrategias discursivas citadas por Cicerón, pero también de una capacidad de empatía que va más allá de todos estos talentos innatos o aprendidos, que es casi un saber esotérico concedido a unos pocos por una suerte de gracia divina. Quizá sea lo que el orador latino definía como “disposición natural”.



Sin embargo, no querría que este post sirviera solamente como constatación de la existencia de un don para la comunicación que a muy pocos nos ha sido concedido de manera graciosa. Quería más bien, tras este largo preámbulo y dado que mi posición es la de la mayoría, reunir una serie de consejos para articular un buen discurso con el que llegar a los jugadores y conseguir, de esta manera, la eficacia del mensaje. Estas son, para mí, después de echar mano de varias lecturas sobre el tema, las claves del acto de comunicación en un equipo de baloncesto.

1. El conocimiento y asimilación del contenido del mensaje. No basta con saber qué se quiere transmitir, sino que es necesario que este saber esté integrado dentro del corpus del entrenador de modo natural. Es decir, no basta con haber estudiado el día antes, sino que habrán sido necesarias largas horas de reflexión y, mejor que mejor, otras tantas de puesta en práctica.

2. La estructuración del contenido del mensaje. Me remito a lo que Cicerón llamaba disposición, es decir, a la ordenación lógica de los argumentos. Ahora bien, la clave está en la palabra “lógica”. Si nuestro discurso es básicamente didáctico, la lógica tendrá que ver con la secuencialización de los contenidos o la jerarquización de los objetivos de un ejercicio o enseñanza. Si nuestro discurso es motivador, igualmente habremos de ordenar los puntos a tratar distinguiendo entre lo fundamental y lo accesorio.

3. La elocuencia, efectivamente, es clave. Ahora bien, encontrar las palabras adecuadas para persuadir es una labor camaleónica pues hay tantas como contextos. No serán las mismas con un grupo senior de Málaga, que con un infantil de Tokio. Estas palabras, además, han de ir bien aliñadas por el lenguaje corporal. Si queremos transmitir seguridad, más vale que la aparentemos.

4. Conocer al receptor. Y este conocimiento no solo lo da el paso del tiempo, sino fundamentalmente la capacidad para escuchar, la suma o, mejor dicho, la multiplicación de aprendizajes fruto de las diferentes conversaciones mantenidas de modo particular con cada uno de los miembros del equipo. Conocer la psicología, los miedos y ambiciones del otro es esencial. También cuando el otro es un ser colectivo o grupo.

5. Valor ejemplarizante. Significar algo para tus jugadores. Solo de esta manera tu palabra adquirirá un sentido superior al de las propias palabras. Solo de esta manera, el verbo se hará carne, emoción. Solo así conseguiremos transmitir. Por suerte, este valor no depende de atributos traídos desde la cuna, sino del trabajo duro, de la honestidad y el compromiso de sinceridad que establecemos con los jugadores. Y esto, aunque complicado, está al alcance de cualquiera.

En esta sociedad que ha confundido la multiplicidad de portavoces, altavoces y mensajes con la verdadera comunicación, se hace necesario reflexionar sobre el modo de transmisión, sobre el canal y también sobre los códigos. En este mundo se hace más necesario que nunca recuperar el valor de la emoción y el sentimiento para no caer en esa estampa del brutal y genial cuadro de Edward Hopper (arriba) o en esta otra de la película Her: en ese aislamiento deshumanizador.




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Las diez claves para



"La gente quiere victorias rápidas. No saben lo que cuesta crear y construir". 

(Gregg Popovich)

¿Por qué tantos artículos, entradas de blog o libros de papel comienzan sus títulos de la misma manera que yo lo he hecho? ¿Por qué anuncian un número concreto? ¿Por qué se sirven de la palabra “clave”, elemento básico, fundamental o decisivo de algo? ¿Por qué los perseguimos con avidez, los leemos con deleite e incluso tomamos nota de su contenido? ¿Por qué los compartimos en las redes sociales? ¿Tal vez porque en el pasado experimentamos al menos una de esas diez “claves” y no nos fue mal del todo poniéndola en práctica? ¿Tal vez porque algún amigo nos recomendó leer a un determinado autor y ello nos permite dotar a sus palabras de una probada ciencia? ¿Cuántos amigos deben recomendar un artículo para que esta suspensión de la capacidad de juicio crítico acontezca? ¿Basta con un amigo si admitimos previamente que este es una voz autorizada en la materia?

Nos pasa a los entrenadores. Para creer a uno de los nuestros debe haber ganado un par de ligas. Para sentir que hemos aprovechado el tiempo viajando cientos de kilómetros debe ser un tipo reconocido y, además, aportarnos los secretos de su éxito. A pesar de las numerosas cautelas que los ponentes de numerosos clínics introducen en sus discursos (“es mi manera de ver las cosas”, “solo es una visión más”, “no pretendo sentar cátedra”) el espectador ansía claves, titulares, ejercicios que poner en funcionamiento en la próxima sesión, aunque estos persigan un objetivo no previsto en la planificación.

Olvidamos que no es tan importante el qué como lo es el cómo. Obviamos que entrenar es, ante todo, un acto de comunicación y que un mismo mensaje puede ser recibido de manera muy distinta en función de su articulación, pero también del vínculo que une al receptor con el emisor. Me niego a pensar que los diferentes resultados obtenidos por distintos entrenadores con las mismas plantillas se basen principalmente en que uno haya leído un artículo titulado “Las diez claves...”y el otro no.

Todo ello sin intención de refutar que existan diferentes teorías del entrenamiento y concepciones del juego, unas mejores que otras, y diferentes grados de conocimiento y experiencia, unos mayores que otros. Pero no, igual que para adelgazar no basta con leer un artículo que contenga cinco o seis recetas milagrosas, para aprender de un gran entrenador no basta con escucharlo o verle dirigir un entrenamiento. El gran aprendizaje pasa por comprender cómo se planificó, rediseñó y se edificó, ladrillo a ladrillo, el edificio al que debe parecerse un buen equipo a final de temporada. Y para ello no hay diez claves, ni cinco. Tal vez, si acaso, una que contiene un centenar: Sabia acumulación de experiencias. Y en la anterior frase, por supuesto, lo esencial es el adjetivo.


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Que lo que el baloncesto ha unido...






Hoy es uno de esos días en los que el gris del cielo se basta para explicar el sentimiento que embarga a la familia del baloncesto en Salamanca y, más concretamente, a la del club en el que tengo la suerte de trabajar. Una luctuosa noticia nos ha rescatado de la común creencia de que todo seguirá igual cuando nos levantemos, de que seguirán ordenadas las calles y de que resistirán, a nuestro lado, para siempre, los seres queridos. Suspendidos en el éter de lo cotidiano, narcotizados por el constante flujo de banalidad, secuestramos la idea de la muerte concediéndosela únicamente, a modo de dudosa gracia, a ese otro, lejano y desconocido, al que no le ponemos rostro y por el que no podemos sentir dolor alguno.

Sin embargo, pese al duelo implícito a la noticia, alivia, al menos, poder comprobar el efecto unificador que tienen estos tristes acontecimientos, ver cómo suspenden durante un tiempo el curso de rivalidades que solo percibimos como absurdas (aunque lo sean por definición) en estos días fatalmente señalados. Por fortuna, en el mundo del baloncesto, el cainismo admite límites y no nos impide reconocer, aunque debamos esperar (en virtud de nuestra estúpida pero inseparable condición humana) a un trágico desenlace, que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa.

Todo esto me lleva a hablar de la amistad; ese sentimiento que sobrevive a matrimonios e infidelidades, a despidos y fracasos empresariales. De la amistad que surge, en este caso, dentro de la fraternidad que aspira a ser un equipo de baloncesto; un buen equipo, matizo. Pienso en los lazos que unen a los miembros de esos conjuntos universitarios estadounidenses, capaces de reunirse años más tarde para recordar sus victorias y sus derrotas. Pienso, y me emociono, en esa promoción de North Carolina State reunida para conmemorar el aniversario de la muerte de un amigo y para recordar, de paso, la figura de ese vitalista enamorado del baloncesto que fue siempre Jim Valvano. Y pienso en Mike Krzyzewski, Coach K, acompañándole en su cama de hospital, tras haber librado innumerables batallas en la cancha al frente de Duke.



Y pienso en Audie Norris, en sus lágrimas en el funeral de Fernando Martín, con quien compartió, además de numerosos rasguños y empujones, una gran pasión. Y en Magic Johnson portando debajo del chándal de los Lakers la camiseta de Larry Bird el día en que la camiseta de éste pasaba a formar parte del cielo del Garden. Y se me viene a la cabeza, también, la amistad entre Vlade Divac y Drazen Petrovic, inútilmente segada por la guerra y una lucha de banderas que nunca debió quebrar lo que el baloncesto había unido. Cuánto se arrepiente aún, Vlade, de no haberse podido reconciliar a tiempo… Y lamento lo poco que, en general, cuidamos de este bien que es la amistad, lo mucho que nos dejamos llevar por las imposiciones de la agenda y por las prebendas de la modernidad. Lamento que detrás de cada intento por generar un vínculo irrompible se esconda la sombra de la suspicacia, la reserva mental, el as bajo la manga. Me duele que se impongan menudencias y que estas hayan hecho de la soledad una de las grandes enfermedades de nuestro tiempo.



Finalmente, me pregunto, como entrenador, cuál es mi papel en la enseñanza de este valor, cuánta importancia le brindo a la construcción de afinidades, a la incentivación de la camaradería en los equipos que entreno. Me cuestiono cuánto sé sobre la amistad y si la he cultivado lo suficiente durante mi vida como para poder permitirme enseñarla. Hoy, en un día triste, aprecio con más fuerza este valor que el baloncesto irradia de forma natural y que el hombre, parafraseando el rito, no debe separar. Y, por favor, que no tenga que venir la odiosa muerte a recordárnoslo.


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Rafael...Nadal







Me quedo con ganas de escribir sobre Rafael Benítez y es que su nombre es el de todos los entrenadores del Real Madrid que no enamoraron a las estrellas, el de todas las mascotas que no mearon del modo en que le gusta a Florentino. Su método, lleno de ecuaciones y algoritmos, se ha mostrado ineficaz para conquistar el Hollywood futbolístico, más amante del “laissez faire” y del polvo improvisado. Ahora, mientras hace las maletas, echa de menos esa modesta oficina desprovista de objetos de oro o plata, ese humilde rincón perfumado con gotas de sudor y lleno de manchas de café que no se limpian por respeto a los anteriores inquilinos. Ahora, pocas horas después del afectuoso recibimiento de la afición valencianista, echa de menos aquel “you´ll never walk alone” que inundaba las noches de Liverpool. Más aún después de escuchar en sueños la voz carrasposa de Sabina cantando aquello de “la muerte viaja en ambulancias blancas...”.

Pongamos que, sin embargo, he decidido escribir de Rafael Nadal, protagonista del primer Informe Robinson del año. En este programa –sensacional, por cierto– se sincera acerca de los problemas mentales que le llevaron a parecer vulgar durante amplios períodos de la pasada temporada, sobre el miedo que le atenazaba y la ansiedad que le impedía controlar sus emociones. Con esta demostración de conocimiento de sí mismo revela, en cambio, una de las grandes facetas que nos hace admirarlo y que, al mismo tiempo, nos pone en nuestro sitio como limitados espectadores de un ser excepcional.

Disfruto entrenando porque tengo la motivación de jugar bien de nuevo, afirma Rafa, viva –y real– encarnación de Sísifo, al que muchos de nosotros tildaríamos de infeliz al estar castigado por Hades a elevar durante una larga jornada una pesada roca a lo largo de la vertiente de una montaña sabedor de que al final se le resbalará de las manos. La lucha por llegar a las cumbres basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz, nos decía Albert Camus en su obra El mito de Sísifo. Rafa, desde luego, lo ha hecho.

Y es que igual que Rafa valoraba diferentes factores como posibles causas del bajón de juego, Toni, de un modo tal vez excesivamente simplificador, lo resumía de la siguiente manera: La intensidad ha bajado, los resultados han bajado. Nos lo dice también en la obra Sirve Nadal, responde Sócrates, en la que el tío de Rafa figura como coautor junto al filósofo Pere Mas, La virtud (areté) se puede enseñar, ya que nace del hábito y la costumbre (ethos), lo que equivale a decir que la virtud es un asunto que concierne a la educación (paideia), por lo que parece recomendable adoptar los buenos hábitos desde la infancia (página 70).

Hablando de Toni, lo reconozco, fui uno de los muchos que, durante la pasada temporada, viendo a Rafael Nadal competir sin coraje, atenazado ante la presión y sintiéndolo pequeño, muy pequeño, al otro lado de la red durante los puntos decisivos, pregoné entre mis amigos la necesidad de un cambio de entrenador. El propio Toni, durante el programa, reconoce que quizá sus mensajes, por repetidos, han podido perder fuerza o vigencia, pero al mismo tiempo, proclama una gran verdad: Igual que no me atribuí el mérito de los Grand Slam que ganó, sería muy soberbio por mi parte atribuirme el presunto demérito de que ahora no los gane. Y ambas cuestiones son ciertas, pero nadie mejor que Rafa para saber qué es lo que toca ahora, cuál ha de ser la trama del siguiente episodio de su carrera.

Porque, entre otras cosas, Toni enseñó desde muy pequeño a Rafael a saber esperar. A saber esperar y a no poner una excusa como parapeto: a no escudarse en el estado de la pista, en la altura de la red o en la presencia de viento. A buscar la diversión en el trabajo, y no al contrario. A respetar y hacerse respetar por el rival. A conocerse y superarse. A jugar a zurdas, siendo diestro, para que su mejor golpe coincidiera con el peor de muchos rivales (el revés alto). A liftar la bola para que sus oponentes tuvieran que buscarla en el cielo para golpearla. Y a sobrellevar con naturalidad y sin afectación el éxito.

Por todo esto, siento decirle, querido lector, que ni usted ni yo, impacientes, poetas de la excusa y amantes de los placeres mundanos, podremos ser nunca Rafael Nadal. Ojalá que, al menos, podamos disfrutarlo unos cuantos años más.




UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS