41-32





Partido feo y gris. Marcador corto para una contienda que lleva siglos disputándose. La pobreza de las propuestas en juego, la cortedad de miras y lo enfangado del terreno de juego propiciaron que el público abandonase la grada antes de que finalizara el encuentro. Los entrenadores hablaron en rueda de prensa de las decisiones arbitrales, de la meteorología y del estado del césped para justificar los cambios. Hay que recordar que por los locales abandonaron el campo el sentido común, la creatividad y la individualización de la enseñanza para dar entrada a la rentabilidad empresarial, el trabajo en serie y la estandarización.

41-32. Este es el gran titular de los periódicos digitales en un 30 de enero que ha amanecido gris y ventoso en la Península. El párrafo anterior, por lo demás, sólo la crónica satírica de este cruel desatino. Siento banalizar sobre un Real Decreto que, en función de la prerrogativa que le concede a las universidades, puede derivar en un incremento del coste final del periplo universitario de nuestros jóvenes, pero no me queda otra.

Ya está bien de simplificar los males de nuestro sistema educativo y de reducirlos a parámetros técnicos y burocráticos. Tres años de grado y dos de máster no garantizan mejor educación que cuatro y uno, cinco y cero o que cien años sabáticos. Se lo dice alguien que habría cogido los miles de euros invertidos en la universidad y los hubiera empleado en invitar a cafés a las personas verdaderamente sabias e ilustres de este mundo. A un café en una cafetería, en una biblioteca o en un parque. Porque el propio entorno físico, lo anémico y esclerótico de esas aulas cortadas por el mismo patrón, desprovistas de imágenes evocadoras o de un sonido ambiente propicio para el aprendizaje, son un primer factor de desmotivación. Tan superficial, si quieren, como este de los años, pero, ¿a alguien se le ha ocurrido pararse a pensarlo?

Y de la geografía del espacio a la geografía del tiempo. ¿De verdad es necesario salpicar los “mejores años de nuestra vida” de clases de manual, onanísticas sesiones de estudio (denle el sentido que quieran al epíteto) y citas puntuales para la baremación del esfuerzo barra talento barra memoria barra memoria barra memoria barra empatía para conocer lo que quiere leer un profesor.

La universidad lo calcula todo. Los tiempos de estudio, las horas en clase, los créditos ECTS, el número de caracteres de un paper, las tasas de las matrículas y las convalidaciones. Y los certificados y los seguros escolares. Y el precio de la tarjeta universitaria. Y el número de desgraciados incapaces de responder a las preguntas que, a modo de minas antipersona, se le cruzan en el camino. Bueno, esto no, pero lo estiman en un número muy alto sin que ello les importe demasiado.

Seguramente el sistema 3+2 sea un nuevo cálculo minucioso, amén de un intento de armonización, esta key word que ejemplifica la orgía terminológica en que ha derivado el mucho más mundano arte de aprender. De aprender y emocionarse; de entusiasmarse en ese cara a cara que debería disputarse al desnudo, sin tantas trabas ni milongas, entre el curioso y todo lo que se le aparece, enfrente, por descubrir.

En fin, 41-32.


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Dilemas del entrenador de baloncesto II





Que la vida es una sucesión de dilemas me lo ha venido a recordar el lúgubre paisaje de la estación de autobuses en la que me hallo y que rápidamente he asociado con una de las secuencias iniciales de una de las películas de mi vida, el Buscavidas. En un andén como éste, lugar de paso para las almas errantes, Eddie Felson, trilero del billar, borracho, arruinado y fracasado, se enamora de una chica desprovista de pasado y de futuro junto con la que va a vivir una lujuriosa bacanal que culminará en un trágico desenlace. No, antes de que se lo imaginen, el luctuoso final no fue una disposición del destino. Fue una consecuencia directa, aunque no inevitable, de sus elecciones (y si no han visto la película, ¿a qué están esperando?).

Atendiendo al buen recibimiento que tuvo la primera edición de los dilemas e intentando que los supuestos que me inspire esta triste localización den aún más de sí que los anteriores, dejo aquí mis propuestas con el ánimo de establecer el debate y dar que pensar (lo siento).

Dilema V. Límites en la explotación del mal ajeno. Te enteras por la prensa (niveles profesionales) o por habladurías (niveles de aficionado) que el mejor jugador rival padece intensos dolores en la cara externa de la rodilla derecha como consecuencia de un golpe recibido en el partido anterior. Cuando está caliente apenas nota el dolor, pero en cambio, si lo golpean, no lo puede resistir. ¿Informas a tus jugadores de este hecho y aconsejas que de vez en cuando fuercen algún contacto con la rodilla de su oponente? ¿Evitas mencionar este hecho y actúas como si no lo conocieras? ¿Hasta qué punto se pueden explotar las debilidades del rival? ¿Acaso no tratas de alterar el equilibrio anímico de los jugadores que son débiles mentalmente? ¿Hay diferencias entre explotar una debilidad asociada a una lesión física y hacerlo sobre un punto débil de origen psicológico? ¿Acaso no es este un problema del entrenador del equipo contrario? Si le duele que no lo alinee, ¿o no es así?

Dilema VI. La naturaleza de los medios empleados. Un amigo tuyo, colega de profesión, ha grabado sin consentimiento expreso la última sesión preparatoria de tu rival en la final del campeonato autonómico en la que, con toda seguridad, han incluido recursos tácticos destinados a frenar tus armas ofensivas, amén de algún sistema nuevo que no has podido observar en el scouting que ya has realizado visionando partidos anteriores. ¿Haces uso de esa información a pesar de que podría calificarse como confidencial y pese a que ha sido obtenida sin consentimiento expreso o tácito por parte del entrenador rival? ¿Todo vale en el camino hacia la victoria? ¿Qué mal puede causar tu acción si nadie tiene por qué enterarse? ¿Qué haría el entrenador rival en tu posición? Seguramente lo vería, ¿verdad? Entonces, ¿por qué tú no? ¿Acaso no te exigen los jugadores, el resto del cuerpo técnico y los aficionados (padres y familiares) que hagas todo lo que esté en tu mano para sacar adelante el partido?

Dilema VII. Ejercer presión sobre terceros. El día antes del partido tienes conocimiento de la designación arbitral y te percatas de la presencia de un colegiado jovencito y con poca experiencia al que entrenaste en el pasado y que te guarda un infinito respeto (esto pasa mucho en provincias). Es su primer partido en la categoría y, aunque acude acompañado por un árbitro veterano que actuará como guía en su estreno, cuentas con poder sacar un par de decisiones a favor de tu equipo simplemente por lo intimidatorio de tu presencia y por la presión verbal que planeas ejercer sobre él (sobre todo cuando el árbitro principal esté cubriendo la zona más alejada del banquillo). Como antiguo entrenador del chico, ¿no debes sentirte responsabilizado todavía, a pesar de que ya han pasado unos años desde que lo entrenaste, con su formación y desarrollo personal y, por eso mismo, ayudarle a empezar con buen pie en la nueva categoría? ¿Hasta qué punto es legítimo utilizar la presión sobre los árbitros? ¿Acaso no nos gusta a todos ejercer nuestro trabajo en un ambiente de seguridad y tranquilidad? Pero, por otro lado, ¿no tenemos acaso presión todos los actores que formamos parte de una competición? Y sin embargo, ¿cómo ejercer con rigor la justicia si en su impartición median pulsiones tan humanas como incompatibles con el buen juicio como el ascendente de un viejo entrenador o, incluso, la amistad que os puede llegar a unir?

Pues bien, eso fue todo desde la estación. Espero que sigan reflexionando y valorando todas las posibilidades desde las diferentes perspectivas que la realidad del baloncesto nos ofrece.

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UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

La crisis de las vocaciones





Buenas noches, estaba pensando que debería estar estudiando. Eso creen que estoy haciendo los que piensan que me quieren, eso me dicta la conciencia, el ser racional, la res cogitans. Les pido perdón y prosigo. Prosigo porque creo que tengo algo que contarles, algo que he sacado a rastras de la butaca del cine del que acabo de regresar.

Les cuento, a pesar de los impulsos que me invitan a cerrar esta ventana y recuperar la de los apuntes de Historia Antigua, que termino de ver Wiplash, una obra escrita y dirigida por Damien Chazelle y en la que J.K. Simmons borda el ingrato papel de insensible tutor de un joven aprendiz de batería de vocación desbordante. La ambición desmesurada del novato encontrará el molde perfecto en el rigor (sadismo, si lo prefieren) de su profesor, el director de la escuela de música en la que espera encontrar la catapulta ideal para el despegue de su carrera. En la pantalla, sangre, sudor y lágrima, tal cual, como lo leen, en singular. También las cabriolas del azar, las idas y vueltas del destino. Pero sobre todo pasión.

Porque es en la pasión, en el amor compartido por el jazz donde se cruzan los caminos de maestro y aprendiz, las tortuosas sendas que cada uno de ellos debe abordar por separado y que colisionan de manera apoteósica en determinados momentos de la película. Pero cómo seguir hablando de pasión si no alcanzamos a recordar el preciso momento de nuestra infancia en el que nos dejó de interesar mirar al horizonte, deslumbrar a nuestros padres o conquistar la sonrisa de la chica de los columpios. Podría ponerme trágico y poético, pero prefiero no perder el sentido de la realidad para hablar de la crisis de las vocaciones.

“No he tenido a ningún Charlie Parker, pero lo he intentado todo para sacar un Charlie Parker”, le asegura una noche el recio profesor a su alumno. El problema para muchos maestros, enseñantes de oficios variados, es que ya nadie aspira, siquiera, a ser Charlie Parker. No es que no quieran pasar por los sacrificios que ello conlleva o tener que afrontar vidas que, como en el caso de muchos genios como el propio “Birdman”, se tornan miserables. Es que no quieren serlo. Ni siquiera se atreven a pronunciarlo por si lo toman por imbécil o le llevan al psicólogo. Ya nadie quiere ser Michael Jordan.

Por qué soportar tal cantidad de sacrificios, por qué renunciar a las horas muertas de sofá, a las cantinelas de los amigos o a la apacible mediocridad. En una sociedad plagada de arribistas en la que la ignorancia es bienvenida por su intrínseca gracia (maldita la) se echa de menos la figura del padre volcado hacia la felicidad de sus hijos (la equivocan a menudo con la comodidad y las zapatillas de marca) o la de ese profesor capaz de sacrificar una hora de lectura del libro de texto para sacar a sus alumnos al campo o al museo. Decir que asistimos, pasivamente, a una crisis de vocaciones sería autocomplaciente. Todos somos sujetos agentes cuando pronunciamos discursos de manual sobre la vida e impregnamos de miedos y pragmatismo la atmósfera en la que desarrollan sus juegos los niños.

Añadan esto a la lista de dilemas del entrenador de baloncesto y propongan este debate para charlas y simposios. ¿O es que acaso es más importante hablar de la inyección de dinero del Banco Central Europeo? Mejor no me respondan, que ya sé que debería estar estudiando. Pero si no lo hace nadie más déjenme que lance las siguientes preguntas: ¿Cuánta pasión debe ponerle un entrenador de baloncesto de cantera a sus sesiones? ¿Debe adaptar esta cantidad a su afán obsesivo por buscar la siempre escurridiza perfección o, al contrario, ajustarla al nivel de pasatiempo o hobby con que se toma el 90 por ciento de los jugadores su actividad? ¿Es la firma de una ficha de categoría autonómica la expresión de una especie de consentimiento a sufrir desprecios, ataques de ira o arrebatos furibundos de un entrenador obsesionado con el trabajo y la mejora de sus jugadores? ¿Dónde está el límite? Y si nos percatamos de la presencia de un jugador bendecido por un talento innato para jugar, ¿debemos procurarle, por todos los medios, al aficionado su presencia en el baloncesto profesional, aunque él nos confiese que hace tiempo que dejó de ocupar un puesto de honor entre su lista de prioridades?

Llegué del cine y me encontré con mi padre. Sus tres oraciones fueron: "¿Qué tal está tu hermano?" "Tienes pan en el cajón de abajo". "Ya está puesto el lavavajillas". Supe que tenía que cenar rápido y ponerme a estudiar. Pero me puse a escribir.


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Esta tarde vi llover




"He practicado doce horas diarias durante treinta y cinco años y ahora me llaman genio"

                                                                                   (Pablo Sarasate)


Empiezo por lo que me emociona, por lo que me levanta del asiento y justifica todos los pesares de esta existencia. Esta tarde vi llover, escribió Don Armando Manzanero en una especie de precognición. Tal vez al cantautor mejicano le guste el baloncesto, aunque nunca lo haya confesado abiertamente, y tal vez en uno de sus delirios de amor se le apareciera el tercer cuarto del Warriors-Kings de la pasada madrugada. Para él, si ha visto el partido, ha debido de ser una especie de dèja vu, pero para nosotros, incapaces de dar forma a esos boleros, simples espectadores del gran teatro del mundo y del baloncesto, ha sido lo nunca visto.

Hace casi tres años escribí a propósito de Klay Thompson (Los problemas crecen), anunciándole, no era difícil, como una de las grandes promesas del baloncesto. Escribí también sobre su padre, Mychal, número uno del draft de 1978, y de cómo gestionó este lo que entonces consideré, y el tiempo nos ha dado la razón, como un error de juventud: la posesión de unos cuantos gramos de marihuana en el campus de Washington State, su alma mater.

Pues bien, meses después del incidente, Kyrie Irving, Derrick Williams, Enes Kanter, Tristan Thompson, Jonas Valanciunas, Jan Veselý, Bismack Biyombo, Brandon Knight, Kemba Walker y Jimmer Fredette serían elegidos antes que Klay Thompson en el Draft de 2011 acusando, tal vez, el hecho en el marco de una sociedad puritana y farisea. Kyrie Irving, Brandon Knight y Kemba Walker son tres buenos bases, representantes de esta nueva hornada de anotadores y dobladores de asistencias que os presentaba en El Siglo de los Bases, pero, por el contrario, escasamente dotados para hacer jugar a sus equipos. Kanter y Valanciunas aportan centímetros y el rigor táctico europeo (aunque Kanter recibiera instrucción universitaria en USA) a sus equipos y del resto, del resto mejor ni hablar. Cuesta creer que puedan seguir en sus puestos los ojeadores y general managers que descartaron a Klay y eligieron a Veselý, Biyombo o Fredette. Y no es oportunismo, es que si pasas al lado de Klay el aire huele a baloncesto. A baloncesto clásico, matizo. Del de toda la vida.

Del de toda la vida y, al mismo tiempo, como no ha habido otro. Su naturalidad a la hora de elevarse para tirar es única. La heterodoxia de Reggie Miller y lo exagerado de la suspensión de Ray Allen encuentran su contrapunto en la eficiencia controlada del lanzamiento de Klay Thompson. Ni un gesto de más en las cuatro décimas que tarda en armar el fusil. Ni una queja ante un balón demasiado alto o bajo. Ningún alarde. Nada para la galería salvo el deleite que produce ver volar con tal gracilidad la bola hacia un destino casi siempre seguro.

Y así sucedió esta noche, así hasta 37 puntos en un cuarto maravilloso, el tercero del partido, que he podido disfrutar en falso directo a través del invento que más felicidad ha aportado a mi vida adulta, el NBA League Pass. Una detrás de otra, limpias o con suspense, daba igual, todas caían dentro del aro de los Kings en esta noche para el recuerdo en la que se ha batido un récord, el de anotación en un cuarto, que los scoutings cada vez más sesudos amenazaban con perpetuar en el tiempo.

Bueno, me despido, les iba a hablar de los Gasol, pero ya lo haré en otro momento. Sería injusto hacerlo ahora, embargado por la emoción, relamiéndome porque la criatura aún no ha cumplido 25, pensando en cuántas noches como ésta le quedan en las alforjas y soñando con despertar cualquier día y volver a ver una exhibición semejante. Ahora bien, un aviso para todos los que estén admirados por lo fácil que parece o movidos por una especie de envidia que, aunque bienintencionada, ya les digo yo que no es real. Y es que todos quisiéramos poder lanzar como Klay Thompson, pero pongo la mano en el fuego por que apenas unos pocos estaríamos dispuestos a hacer los sacrificios que se necesitan para ello. Su virtud, como cualquier otra, es la mezcla de un noventa y nueve por ciento de trabajo y de un uno por ciento de inspiración. 




UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Dilemas del entrenador de baloncesto (I)





Numerosos filósofos y pedagogos se han servido, a lo largo de la historia, de la formulación de dilemas para enseñar o demostrar sus teorías y, más aún, para hacernos pensar antes de tomar decisiones y reflexionar sobre nuestras acciones y sus consecuencias. Es famoso el dilema que propusieron en su día Philippa Foot y Judith Jarvis Thompson en el que un tranvía fuera de control avanza rumbo a la situación de cinco personas que se encuentran amarradas a los raíles y a las que podemos salvar moviendo una palanca y forzando un cambio de agujas que desviaría la máquina hacia donde "sólo" se encuentra atada una persona. La mayor parte de los sujetos, aplicando una ética utilitarista contestó que sí tomaría esa decisión, pero su respuesta cambió cuando, en un supuesto parecido, la única forma de salvar la vida de esos cinco individuos pasaba por empujar a un hombre a las vías para obstruir la circulación del tranvía. Esto ya no les parecía correcto.

Pues bien, los entrenadores estamos constantemente tomando decisiones, quizá no tan trascendentes, pero que ponen en juego numerosos principios morales y maneras de entender la educación, la competición y el deporte. Sin embargo, curiosamente, en todo el proceso “académico”, a lo largo de los tres cursos de formación obligatorios que hacen falta para llegar a ser entrenador superior de baloncesto y poder, así, dirigir a cualquier equipo federado en España, apenas se hace hincapié en los aspectos deontológicos de nuestra actividad. Esta omisión, deliberada o no, debería ser corregida en los planes de estudio porque, de lo contrario, el mensaje que se lanza pudiera parecer perverso. ¿O es que todo vale en el camino hacia la victoria?

Dilema 1. ¿El deporte, el equipo y la figura de un entrenador pueden o deben rebasar los límites de su propia actividad y convertirse en elementos moralizantes? ¿Puede la vida personal de uno de los integrantes del equipo afectar a la toma de decisiones de un entrenador, orientada en principio al logro de la mayor eficiencia grupal?

Por fuentes secundarias te enteras de que el mejor jugador de tu equipo se ha visto envuelto en una pelea callejera en la que ha exhibido y empleado, aunque sin éxito (por fortuna), un arma blanca. Cuando tú le preguntas, en general, por su vida personal, si está todo bien y conforme, él asegura que sí, que nunca estuvo mejor. Aun así, confirmas por otros medios la evidencia del episodio y te planteas no alinearlo en el siguiente partido, un encuentro importante para el devenir de la clasificación. ¿Debe pagar el equipo un error privado de uno de sus miembros? ¿Se conseguirá el efecto “educativo” a través del castigo que supone impedirle jugar? ¿Cómo gestionar una información que no obtienes de primera mano y que, en cierto modo, es confidencial?

Dilema 2. El conjunto o los individuos. Utilitarismo y deontologismo en la toma de decisiones a la hora de repartir los minutos en categorías de formación.

Miguel juega unos doce minutos por partido. Es uno de los chicos más trabajadores y progresa rápidamente. Sin embargo, su frágil moral y escasa autoestima, le impiden rendir al nivel al que entrena durante los partidos. En el encuentro del fin de semana comete dos errores consecutivos en el pase que cuestan cuatro puntos al contraataque y que hacen que la ventaja se reduzca a solo cinco puntos a falta de ocho minutos de partido. El instinto, y un poco de ira, te incitan a sentarlo en el banquillo. Temes que su presencia haga peligrar el resultado, aunque lo previsto era tenerlo en pista tres minutos más. Normalmente no castigas los errores de ejecución pues forman parte del proceso de aprendizaje, pero, ¿y si perdéis? ¿Cómo vas a mirar al resto de jugadores? ¿No es mejor que se siente, respire tranquilo y evitar así que sus compañeros se enfaden con él? ¿O debes infundirle confianza y exigirle a los demás lo mismo, que crean en él y lo apoyen?

Dilema 3. El resultado y la formación no siempre caminan de la mano. ¿Pájaro en mano o ciento volando?

Tu equipo de categoría cadete afronta el último mes de competición con posibilidades reales de acceder al campeonato de España. El rendimiento ha sido superior al esperado y la planificación, trazada con esmero durante el verano, está dando sus frutos. En ella tuviste presente, ante todo, la formación del jugador con vistas al futuro. Tus chicos no dejan de tener quince o dieciséis años y mucho que aprender aún para poder competir algún día a su máximo nivel, sea cual sea éste. Llevas toda la temporada centrándote en detalles técnicos ofensivos y defensivos y en la construcción de un juego libre que pone el foco en la iniciativa del jugador y en la explotación de su talento. Hasta ahora no te has planteado incorporar trampas defensivas ni jugadas que faciliten la labor ofensiva de tus jugadores. Todo lo basas en la obtención y mantenimiento de la ventaja a partir del uno contra uno, aunque tienes dudas de si ése es el camino correcto teniendo en cuenta que, en niveles profesionales, donde esperas que algún día llegue alguno, aunque sea uno, de tus jugadores, se abusa de sistemas cerrados. Desde luego te sería útil e interesante incorporar un pequeño sistema con bloqueos y, tal vez, una defensa zonal para competir en este último mes. Y bueno, al fin y al cabo, también es bueno que vayan viendo lo que se van a encontrar algún día. A lo mejor fuiste demasiado tajante a la hora de planificar. Y bueno, tal vez no sea posible que lleguen a ser profesionales. “No nos hará mal”, piensas, “aumentar nuestras opciones de jugar un campeonato de España, lo que no deja de ser una experiencia única”. ¿Ganar ahora o formar para luego sin la certeza de que exista un después? ¿Deben ser flexibles los principios metodológicos que forman parte de la idiosincrasia del entrenador? ¿Es el uso de la táctica un recurso lícito, en términos éticos, para incrementar las opciones de victoria en categorías de formación? ¿Es la teoría que afirma que hemos de educar en lo táctico, un subterfugio para tratar de obtener mejores resultados ahora dado que luego es imposible saber lo que ocurrirá?

Así quedan formulados los dilemas y sus preguntas adyacentes. No esperen de mi parte una repuesta pues dudas son todo lo que tengo. 


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

El siglo de los bases





La NBA es una especie de organismo en continua transformación. En sus cerca de setenta años de historia la liga ha atravesado casi tantos estadios de desarrollo como el hombre en su cienmilenaria evolución. De once equipos, un par de divisiones y unas modestas aspiraciones de escala local y regional hemos pasado a treinta franquicias, seis divisiones y una repercusión internacional indiscutible que la convierte en uno de los faros más luminosos de esta nuestra aldea global. Sirva también, como ejemplo, el devenir del asunto racial, en el que la NBA no sólo ha caminado de la mano de los tiempos, sino que lo ha hecho siempre un paso por delante, enarbolando la causa de la igualdad no sólo con mensajes pomposos y grandilocuentes, sino a través de filantrópicos programas como el “Read to Achieve” o el “NBA Cares”. Lo mismo podríamos afirmar en relación con la geografía, el modelo de negocio, las reglas de juego o etiqueta y muchas otras dimensiones anejas al deporte y que se hallan en constante proceso de transformación y adaptación. Pero hoy quiero centrarme en el puro y duro baloncesto, hablar de la profesión de base y, para hacer buena esta introducción, lo haré especialmente de su diacrónica progresión.

Digo profesión porque ser base implica ser jugador de baloncesto y algo más. El jugador de baloncesto puede driblar, lanzar, pasar, rebotear, taponar, robar balones, ayudar en defensa,... El base debe poder hacer todo eso y, al mismo tiempo, escrutar cada movimiento del rival, comprender la psicología de su entrenador y de todos y cada uno de los compañeros y oponentes. El base debe entender de momentos, llevar los tiempos, minimizar errores, interpretar los espacios, acaudillar a su pueblo y no rendirse nunca. Geómetra y metrónomo, batuta y trompeta y, hasta los últimos años, generoso secundario de lujo. Todos estos sustantivos han venido definiendo a los mejores bases de la historia. Hasta el inicio del tercer milenio.

Hasta los años 70 la liga estuvo sometida al dominio de los hombres grandes. Primero fue Mikan y a continuación, compartiendo de manera desigual fama y títulos, llegaron Bill Russell y Wilt Chamberlain. No pudo Elgin Baylor ganar un anillo. Tampoco Jerry West sin la presencia de Wilt ni The Big O, Oscar Robertson, uno de los mejores bases de la historia, sin la ayuda de un aún imberbe Lewis Alcindor, Kareem Abdul Jabbar. En aquel entonces un siete pies móvil era conditio sine qua non para aspirar al anillo. De ahí que fuera tan necesaria, y milagrosa, la inesperada aparición de Willis Reed en el séptimo partido de la final de 1970.

Sólo el nombre de un base, si exceptuamos la rara y ambivalente condición de Oscar Robertson (Mr Triple Doble), trascendió a la altura de las más rutilantes estrellas del campeonato. Ése es Bob Cousy, el Houdini del parqué, el base de los primeros Celtics campeones y uno de los abanderados del concepto de entretenimiento. Pero, no nos engañemos, los Celtics siguieron dominando el campeonato sin sus pases de fantasía y su manejo de balón más propio de un trilero.

Algo así como un base. Eso era Oscar Robertson y también podríamos definir de esta manera a Walt Frazier, el icono más laureado de los Knicks, una especie de efigie viviente de la gloria ya lejana de los de Nueva York. Una mezcla extraña fue también Earl, “The Pearl”, Monroe, pero, sea como fuere, la década de los setenta vino a consolidar las figuras de los aleros (Rick Barry, John Havlicek, Julius Erving, Bob McAdoo,...) y los pívots (Elvin Hayes, Kareem Abdul Jabbar, Bill Walton, Moses Malone,...) relegando la presencia de los bases a un papel más bien testimonial.

Todo cambió en los 80. Nacido en Lansing, Michigan, Earvin Magic Johnson redefiniría las reglas del juego del baloncesto y los cánones clásicos de la belleza. De la reducción al absurdo que supuso su advenimiento derivó también el surgimiento de un nuevo concepto de “play maker”, el base alto, el jugador total. Más ajustado al libreto, pero igualmente singular en su estilo, Isiah Thomas le puso tanto corazón a la profesión que los títulos y reconocimientos le llegaron por derribo. Los ochenta, a pesar de que los perros grandes seguían siendo los favoritos de los managers y entrenadores, supusieron, además de una época dorada para el baloncesto colectivo, la reconsideración del base como elemento central en la conformación de un equipo ganador, algo que también tuvieron presente los Sixers del 83, con Maurice Cheeks, y los Celtics de Larry Bird, con la siempre añorada presencia del ojeroso Dennis Johnson.

Los 90, por su parte, fueron años de silenciosa siembra y cosecha escueta. De arrimar el hombro y arar la tierra para que las generaciones venideras la encontraran, a la postre, bien ventilada y con la textura perfecta. Un equipo, los Bulls, dominó la competición jugando sin un base puro, colocando al otrora maestro de ceremonias en una esquina. Como fotógrafo, aunque en ocasiones jugaran papeles determinantes. El triángulo ofensivo diseñado por Tex Winter, y tan bien implantado por Phil Jackson, fue debilitando, uno a uno, los esfuerzos de Terry Porter, Kevin Johnson, Gary Payton y John Stockton por ganar un anillo a la vieja usanza, haciendo orbitar el juego en torno a su mando. También los de Moncrief, Mark Price o los del inconsciente John Starks. Lo intentaron, a su manera los “no hermanos” Hardaway; el pequeño y jugón, Tim, y el grande y no menos jugón, aunque de cristal, Penny. Ambos sin premio aparente.

Kevin Johnson, Gary Payton y John Stockton, cada uno con su particular estilo, abrazaron la llegada de Jason Kidd, otro hacedor incansable de triples dobles, un verdadero líder en la cancha que anticipó, a su vez, la irrupción de Steve Nash, consecutivamente nombrado MVP de la liga en 2006 y 2007. Ningún base de sus características –director de juego y principalmente asistente– se alzaba con el más importante galardón individual desde que lo hiciera el propio Bob Cousy en 1957, es decir, medio siglo antes. Porque me lo van a permitir sus fans, hablar de Allen Iverson, desde el máximo de los respetos, es hablar de otra cosa. De un gran jugador, de un excelso anotador, de un reclamo sin igual, pero no de un base.

Sólo pasarían cuatro años más hasta que Derrick Rose, otro base, se hiciera con el MVP. Su fichaje por los Chicago Bulls, procedente de la Universidad de Memphis, puso sobre el tablero un nuevo prototipo de “point guard” que vendría a ser una generación más avanzada de la que quisieron inaugurar Deron Williams o Chris Paul, aunque este recuerde más a los pequeños directores de juego de otras épocas. Ahora el base es ante todo un anotador que asiste, simplemente, porque lo marcan los sistemas o por necesidades del juego. Son el principal quebradero de cabeza de las defensas rivales, apenas preocupadas ahora por lo que puedan hacer los interiores. El juego, aunque los clásicos hablamos siempre de que lo preferible es la consecución de un equilibrio, ha ido desplazándose hacia el perímetro y toda construcción ofensiva, salvo excepciones, suele empezar desde la figura de un base o la de un alero que hace las veces (Lebron James, Kevin Durant).

De los viejos matchups entre Russell y Chamberlain, Hayes y Kareem, Olajuwon y Ewing o entre Erving y Bird, Bird y Wilkins, Jordan y Drexler, Jordan y Barkley o Lebron y Durant, hemos pasado a emparejamientos entre tipos de estatura y complexión más cercanas a las de un tipo normal. De ellos no sorprende su estatura, sino su desbordante talento para la generación y mantenimiento de las ventajas y para la ejecución explosiva y controlada de gestos técnicos a máxima velocidad. Los nuevos iconos del baloncesto son bases y estos son mis favoritos:

1. Stephen Curry. De anotador puro en Davidson a promotor del baloncesto más bonito y vertiginoso de la actualidad.

2. Chris Paul. El base de los Clippers es el que mejor interpreta el arte del pick and roll y el que mejor hace partícipe del juego a sus interiores.

3. James Harden. Si quiere hacer un tiro lo va a hacer. El más virguero manejador de balón tiene una zurda prodigiosa para el lanzamiento exterior y mil y un recursos para finalizar bajo aro o buscar el contacto y sacar una falta.

4. Tony Parker. El base del equipo campeón merece crédito por ese simple hecho. Los que hemos crecido viendo a estos Spurs reconvertirse y regenerarse a lo largo de los quince años que separan sus cinco anillos, debemos valorar el grado de madurez alcanzado por el parisino.

5. John Wall. Sus complicados antecedentes familiares hacen de él un fiero competidor. Poco a poco ha ido refinando su tiro en suspensión y su lanzamiento exterior.

Invitándoos a hacer vuestra propia lista me despido. No tienen por qué ser cinco. Pueden ser diez o quince. Afortunados o no, una realidad se alza incontestable ante nosotros: vivimos en el siglo de los bases.




UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Fue un placer, maestro





Hacia el final de la Guerra de Secesión, se estaba debatiendo en la Casa Blanca sobre la toma de represalias para con los vencidos. Lincoln fue instado por uno de sus consejeros a castigar duramente a las fuerzas del Sur: “Presidente, se supone que tenemos que destrozar a nuestros enemigos, no hacernos amigos suyos”. Mr Lincoln respondió: “¿Acaso no termino con un enemigo al convertirme en su amigo?”

París es para mí un gran icono. La conocí de adolescente y sueño cada día con regresar. Ayer millones de ciudadanos la ocuparon para defender los derechos y libertades que las sociedades occidentales hemos obtenido no sin cortar cabezas o tomar atajos más o menos dignos. Pero no, ni la defensa de la libertad pasa por demostraciones cuantitativamente colosales, ni los muertos franceses, periodistas, policías o paisanos, son cualitativamente mejores muertos que los de las otras naciones. No debemos olvidar, tampoco, que en Versalles se cometió el gran error histórico del siglo XX al firmarse, para Alemania, unas condiciones imposibles de pagar que derivaron en la gran crisis de la libertad de la época contemporánea como consecuencia del ascenso del nazismo. París está bien y es bonita, pero Lincoln dio con la clave: comprensión, perdón y reconciliación. Sólo así los logros podrán ser duraderos.

De amistad y no de venganza habla también John Wooden en el libro que anoche mismo terminé de leer. De libertad también, de su ejercicio virtuoso en el marco de colectividades encaminadas a un fin común. De educación, como paso previo y cimiento de todo porvenir. De baloncesto, pero no mucho. Porque igual que fue baloncesto podría haber sido volleyball. O balonmano, o béisbol. John Wooden fue “coach”, pero fue sobre todo “teacher”. Profesor en el más señalado sentido de la palabra.

Las cuatro leyes del aprendizaje son la explicación, la demostración, la imitación y la repetición. El objetivo es crear un hábito correcto que pueda ser repetido instintivamente bajo altos niveles de presión.

Para estar seguros de que conseguimos este objetivo creé ocho leyes del aprendizaje: nombrar, explicar, demostrar, imitar, repetir, repetir, repetir y repetir

Así de simple. Éste es su método y con él elevó el programa baloncestístico de UCLA a la excelencia. Ahí siguen sus récords, sus diez títulos en doce años, sus siete trofeos consecutivos entre 1967 y 1973, su membresía en el Salón de la Fama como jugador en Purdue y como entrenador en Los Ángeles para demostrar su pertinencia. Aunque claro, en 1975 dijo que ya había tenido bastante y se retiró a su casa familiar con su adorada Nellie impidiéndonos, así, poder comprobar si dicho método hubiera convencido a los jugadores de las generaciones finiseculares o a las del cambio de siglo y milenio. Nunca sabremos si el profesor, el chico de Indiana, podría haber hecho valer sus principios en medio de la vorágine o si hubiera muerto agazapado junto a ellos en una embarrada trinchera sometido por los cañones de quienes no tienen la paciencia necesaria para dejar germinar la semilla.

Preocúpate más por tu carácter que por tu reputación. Tu carácter es quien eres realmente. Tu reputación es lo que los demás dicen que eres.

Mantén bajo control las cosas que pertenecen a tu dominio y no escapan de él. Esta es una de sus máximas favoritas a juzgar por el número de veces que la repite en el libro. El bien más preciado para el Entrenador Wooden es la paz interior, esa que nos permite conciliar el sueño cada noche y despertarnos liberados de toda carga al amanecer de un nuevo día.

Failing to prepare is preparing to fail

Sobran las traducciones. La preparación lo es todo. Los entrenadores debemos aspirar a que cada sesión de entrenamiento, cada ejercicio y cada fragmento del mismo, sean verdaderas obras maestras. Y eso solo lo podemos conseguir transmitiéndoles nuestro entusiasmo y nuestra laboriosidad, enseñando fundamentalmente a partir del ejemplo y, por supuesto, haciéndoles ver que no trabajan para nosotros, sino con nosotros.

Todo el mundo cuenta con una cantidad mayor o menor de ego, pero debes mantenerla bajo control. Ego es sentirse confiado e importante, sabedor de que se puede sacar adelante el trabajo. Pero si elevas ese sentimiento al punto de creerte muy importante, indispensable, o al nivel de pensar que puedes hacer el trabajo sin esfuerzo real o trabajo duro, sin la correcta preparación; eso es arrogancia. Y la arrogancia es una debilidad.

Tratando a todos con justicia, que no por igual. Dando a cada uno lo suyo y evitando la tentación de conceder privilegio alguno. Así gobernó John Wooden los vestuarios. Apreciando al individuo, pero no ensalzándolo. Transmitiendo a sus jugadores que todo rol es importante, que cualquier pieza, se encuentre en un ángulo recóndito o en el centro del puzzle, es igualmente esencial para alcanzar la armonía, pero con la determinación de que cualquiera puede ser reemplazada si, por vanidad, pretende inflarse y ocupar el lugar reservado para otras.

Éxito es tener la conciencia tranquila como consecuencia de la autosatisfacción derivada de saber que hiciste todo lo que pudiste para llegar a ser el mejor dentro de tus posibilidades.

He aquí su principal aportación a la filosofía moderna y, por extensión, a la vida de numerosos ciudadanos que deambulan persiguiendo sombras habitualmente esquivas. El éxito no se mide en números o beneficios. El éxito no pueden baremarlo personas ajenas a uno mismo. Éxito es hacer todo lo posible. Éxito es llegar rendido a casa y saber que no pudiste dar un paso más. Y en el ascenso hacia el éxito, cúspide de su famosa pirámide, son fundamentales determinados bloques para evitar que la búsqueda se vuelva demasiado costosa y conduzca al abandono. Esta es su pirámide y éste el culmen de su filosofía. Fue un placer leerle maestro.




UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

Donde el corazón nos lleve





Sentado, pudiera parecer que impasible. Cómodamente instalado dentro del traje oficial de USA Basketball y sobre unos lustrosos zapatos. Así conocí a Mike Krzyzewski durante mi visita a Bilbao para la celebración del segundo partido de la fase de grupos del pasado Mundial entre Turquía y Estados Unidos. Coach K ha sido siempre toda una referencia, no en vano el programa baloncestístico de Duke, el más exitoso del país en el conjunto de las tres últimas décadas, lleva su intransferible sello personal. Sin embargo, liderando una selección de perfil bajo sobre la que se cernía la sombra de la duda y la sospecha, el licenciado de la West Point Academy, volvió a mostrar todas sus cualidades como gestor de grupos, educador y, en definitiva, padre espiritual de una colectividad, de esa familia en que se convierte un equipo de baloncesto cuando entre sus miembros los lazos se tornan estrechos e irrompibles.

Aquel día simplemente lo observé desde la grada de enfrente. Hoy, gracias a la lectura de su libro, Leading with the heart, inestimable regalo de mi hermano, siento que estoy un poco más cerca de él, de ese chico de Chicago que, como él mismo confiesa, organizaba a los chicos del barrio para jugar al béisbol en la calle. De su instinto e inteligencia para captar cada mensaje que la vida le lanzaba a modo de adagios paterno-filiales, enseñanzas callejeras o lemas castrenses surgió una personalidad incorruptible y al mismo tiempo flexible que encontró en la enseñanza del baloncesto su destino. Un destino que es, en realidad, un camino. Un camino salpicado de temporadas, ese lapso con el que los entrenadores organizamos nuestras agendas. Temporadas que debemos afrontar, así nos lo enseña Coach K, como si fueran toda una vida.

En ese camino hubo derrotas que lo hicieron más fuerte y, por desgracia, se quedaron también algunos amigos, como Jim Valvano, al que acompañó hasta su último aliento. También su madre, a la que siempre recuerda y rinde pleitesía. Con él, por suerte, siguen viajando su mujer, sus tres hijas y su hermano, el más apasionado de todos, como reza la dedicatoria. Con él, además, porque cree que así debe ser, caminan también todos los que fueron sus ayudantes, todos los que algún día formaron parte de la comunidad de Duke en Durham y, por supuesto, todos los que algún día, aunque fuera durante unos segundos, le llamaron, honrando al propio sustantivo, entrenador.

Aunque el libro, por vano orgullo personal, está llamado a formar parte imperecedera de mi biblioteca personal allá donde se emplace en un futuro próximo, hoy se encuentra disponible para todos aquellos que, siendo entrenadores o no, deseen conocer mejor los operadores que le han permitido alcanzar a Mike Krzyzewski sus estándares de excelencia. Entre ellos, y por encima de todos, tal y como avanza el título, mucho corazón.

Éstos son alguno de los párrafos que he rescatado:

Las personas necesitan que les den libertad para mostrar el corazón que poseen. Es responsabilidad de un líder dotarles de esta libertad. Y eso se puede conseguir estrechando las relaciones. Si un equipo es una verdadera familia, sus miembros querrán mostrarte sus almas.

Algunas personas piensan que disciplina es una palabra fea. Pero no debería serlo. Todo lo que significa es hacer lo que estás llamado a hacer de la mejor manera posible en el momento debido. Y eso no está mal.

Hay cinco cualidades fundamentales que hacen de cada equipo grande: comunicación, confianza, responsabilidad colectiva, cuidado mutuo y orgullo. Me gusta pensar que cada uno de ellos como uno de los dedos de un puño. Cada uno de ellos, individualmente, es importante. Pero todos juntos son imbatibles.

Si pones una planta en un jarrón tomará la forma del jarrón. Pero si permites que la planta crezca con libertad, veinte jarrones no serán suficientes para sustentarla. La libertad para crecer personalmente, la libertad para cometer errores y aprender de ellos, la libertad para trabajar duro y ser uno mismo. Todo ello lo debe garantizar un buen líder.

Quiero que cada uno de los jugadores de Duke sepan que nuestra relación va a estar siempre ahí, que los amigos no desaparecen una vez culmina el camino. La amistad es una cuestión del alma. Y todos mis amigos permanecen siempre en mi corazón. Siempre.

El aprendizaje continuo es una de las claves del liderazgo porque nadie puede saberlo todo. En el ejercicio del liderazgo las cosas cambian. Los sucesos cambian, las circunstancias cambian, la gente cambia. Como los hechos demuestran, en el liderazgo todo tiene que ver con el cambio. Los lideres conducen a su gente hacia lugares en los que nunca han estado. Porque los líderes están siempre encontrando nuevas situaciones, tienen que aprender cómo reunirse con los nuevos retos, adaptarse, confrontar, dominar la situación, ganar. El trabajo de un líder es cambiante. Es como un anillo. No tiene fin. El liderazgo nunca se detiene.

Si la única razón por la que yo entrenara fuera ganar partidos de baloncesto mi vida sería bastante miserable. Entreno sólo porque amo este deporte y porque así tengo la oportunidad de enseñar e interactuar con gente joven.

Los miembros de tu equipo necesitan poder mirarse a través de tus ojos. Sólo así podrán ver quiénes son, no quienes ellos creen que son.

Cuando nuestro objetivo es intentar hacer lo mejor de nosotros mismos, cuando nuestro foco se centra en la preparación, el sacrificio y el esfuerzo en vez de en números en el marcador, entonces, nunca perdemos.


UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS