A las tres serán las dos





Justo en la semana en la que el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo nos decía que a las tres no pueden ser las dos, es decir, que no se puede aplicar retroactivamente una ley posterior a la comisión de un delito por mucho que nos hierva la sangre viendo a violadores y terroristas en la calle, justo cuando la seguridad jurídica parecía erigirse como un pilar del estado de derecho, la educación, otra vez la educación, saltó a la palestra para dejar en evidencia todas las trincheras que se han venido cavando en nuestro país para radicalizar los debates y mitificar, por lo difícil de su acceso, los pocos puntos de encuentro que nos habíamos marcado.



Pese a que por cuestiones de horario he debido renunciar a una de mis grandes pasiones, el entrenamiento en baloncesto, el cursar el Máster de Profesor de Secundaria me está permitiendo mantenerme cerca de las necesidades de las jóvenes, de las técnicas psicopedagógicas y de los temas que le preocupan al colectivo docente. Aunque desde una perspectiva técnica y retórica, en todas las asignaturas se palpa la inquietud que rodea la tramitación parlamentaria de la famosa y controvertida Ley Wert, un documento que surge con aires (cínicos) de reforma cuando en realidad supone un cambio radical en la concepción de la escuela en su sentido más amplio.



Antes de diseccionar algunos de los puntos más conflictivos de la ley, he de decir que no he disfrutado mucho escuchando las pobres argumentaciones de quienes la rechazan por su origen, de quienes mezclan, venga o no a cuento, la palabra franquismo para desacreditar y ofender al enemigo. Porque de enemigos se tratan, ya ni siquiera de tú, los llamados a conversar y dialogar, a debatir en pro de la estabilidad del sistema, de una seguridad jurídica para los alumnos, futuros ciudadanos, y sus padres, hombres y mujeres que por deseo o equivocación trajeron al mundo a un niño que tiene, por el hecho de serlo, el derecho a recibir una educación. Una, que no diecisiete. Una, que no una cualquiera.



En un principio es el sistema el que contrae una obligación con el niño, un niño que puede ser listo o menos listo, pobre o menos pobre antes siquiera de dar su primer paso. Es el sistema, un sistema justo y equitativo que no debe ahondar en las diferencias que nos marca el ser quienes somos y el nacer donde nacemos, el que debe proveer una educación suficiente y todo lo adaptada posible a las necesidades de ese chico. Sólo de esta manera, ese mismo sistema, una vez que éste haya alcanzado la edad adulta, le podrá exigir que pague sus impuestos, que cotice a la seguridad social, que sea productivo y se ciña a unas normas. 

Una vez aclarada la inviolabilidad y universalidad del derecho a la educación, más aún habiendo nacido este niño en un país democrático y en un entorno relativamente próspero, (ya quisieran múltiples estados de este mundo estar pasando la crisis que atraviesa España) nos toca responder, como sociedad, sobre la naturaleza de su provisión y ejercicio. En mi opinión la educación es un bien eminentemente público. Si nuestra Constitución es la de un Estado Social y Democrático de Derecho, si limita el ejercicio de derechos más liberales como el de la propiedad, cómo no va ser la educación, uno de los pilares del bienestar común, una cuestión pública. Ello, ojo, sin matices aleccionadores o de adiestramiento ideológico, no. En la búsqueda de una sociedad justa y cohesionada no debemos atentar contra el libre desarrollo de la personalidad ni favorecer la uniformización, no debemos castigar al que destaca, sino dotarle de todas las herramientas de las que dispongamos para que triunfe.



Ahora bien, la propuesta segregadora del ministro que abarata costes y promueve sibilinamente la oferta educativa concertada y privada, no es sólo una apuesta por la calidad y la excelencia, por la eficiencia y demás mantras neoconservadores, sino también una declaración de principios que elimina la idea, tal vez romántica, que muchos teníamos de la educación como motor de cambio y ascenso social. En la ley se adelanta la bifurcación de itinerarios, la realización de pruebas de evaluación generales que rompen con los principios de la evaluación continua, que invitan a la sobrevaloración del logro sobre el esfuerzo. Se destierran todos los conocimientos humanísticos y artísticos por no serle útiles a las economías de empresa, se le condena al mediocre a ser manipulador de artefactos, aprendiz de un oficio, con todo el respeto para éstos, a los catorce años.



La Ley Wert es una ley que etiqueta y fosiliza las relaciones de poder entre los propietarios y los desposeídos, entre los predeterminados a tener éxito y los predestinados a estamparse. Aun así, como presunto, posible, futuro profesor creo que es en las aulas, en el día a día de los colegios e institutos donde se produce el verdadero cambio. Por eso apuesto, en vez de por huelgas y movilizaciones tan ruidosas como infructuosas, por que los profesores, principales actores en todo este sarao, nos formemos debidamente, más allá de lo que marca nuestro particular itinerario, para responder a las necesidades individuales y grupales de nuestros alumnos. Y es que no decía en vano Manuel Bartolomé Cossío estas precisas palabras: “Dadme un buen maestro, y él improvisará el local de la escuela si faltase, él inventará el material de enseñanza, él hará que la asistencia sea perfecta”. Pertidime recalcar lo de “buen” y extiendan, dado que estamos en un blog de baloncesto, todo lo dicho sobre el profesor al entrenador.



Y de paso no se olviden de que a las tres serán las dos. Como en la educación y en el debate político. Como en la sanidad y otras tantas conquistas.



UN ABRAZO Y BUEN BALONCESTO PARA TODOS

2 comentarios:

Miguel Ángel Castro dijo...

Como docente, tengo que reconocerte las verdades de esta reflexión y darte mi más sincera enhorabuena por la misma. ¡grandes verdades Juanjo!.

JJ Nieto dijo...

Gracias Miguel. A ver si con un poco de suerte el día de mañana te trato de "colega". Un saludo.

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